Como las guerras, las
pandemias tienen el potencial de sacudirlo todo, dentro y fuera de las
naciones, en las instituciones y comunidades. Pueden desorganizar,
recluir en sus casas a la mitad de la población, cerrar fábricas y
comercios, acelerar crisis económicas, vaciar los almacenes y farmacias,
dejar sin escuela a decenas de millones, alentar el miedo cerval a un
enemigo invisible, obligar a pensar en la supervivencia mediante el
conteo diario de los fallecimientos, agonizantes y contagiados y alterar
así y llevar al límite los sustentos emocionales básicos que son fuente
de estabilidad. Y además pueden impulsar a ver de distinta manera y a
cuestionar las estructuras de poder que desde fuera y, en reflejo, desde
dentro, organizan nuestras vidas.
No hemos llegado todavía a ese punto. A pesar de la alteración que ya
sufrimos, la crisis de los sistemas que nos gobiernan y nos organizan
no ha estallado aún. Ayuda grandemente el que exista una persuasión
básica de que el manejo de la pandemia –por gobiernos y autoridades
institucionales– en México está siendo exitoso y eso se traduce en una
importante dosis de confianza. Lo corrobora, en contraste, la situación
de España, Italia y, sobre todo, Estados Unidos que, gracias a Trump, es
visto ahora como el más eficiente epicentro mundial de la pandemia. Ha
ayudado también a la relativa tranquilidad el hecho de que el 20 de
abril ha sido establecido por el gobierno mexicano –queriéndolo o no–
como la fecha mágica del fin de la anormalidad. Es cierto que
deinmediato se agrega que en esa fe-cha sólo se habrá conseguido un
nivel de contagios
manejableque no sature la capacidad de la infraestructura de salud del país, pero no queda claro su significado en términos del aproximado de contagios y fallecimientos diarios que significará lo
manejable, qué tanto podrá domarse una curva en ascenso que se anticipa no será para nada semejante a la situación muy mitigada que hasta hoy vivimos. El otro elemento clave es el de la profunda desigualdad que tiene el país. Esta no es homogénea, no es igual en la ciudad que en el campo, en el norte o sur, entre los pueblos indígenas y sus comunidades, entre quienes tienen diversos niveles de escolaridad, de ingresos, de acceso a servicios médicos. Por eso es difícil prever. Si lo que tendremos a finales de abril no es alentador y el contagio ha comenzado a extenderse en esa otra mitad de México, la situación puede ser sumamente complicada y hasta descontrolada. En concreto, con un nivel de contagios que ciertamente será más alto que el que ahora tenemos, ¿volveremos a abrir escuelas y universidades? ¿Nos encerraremos otra vez con grupos de 30, 40 y hasta 60 niños y jóvenes? ¿y las empresas? ¿centros de diversión? Y si no lo hacemos, la crisis de la economía se alzará de un tamaño amenazador; además, podrá haber desabastos y reacciones sociales difíciles de controlar. Habrá dilemas muy profundos dentro del propio gobierno y las instituciones y estarán solos.
Todo esto sucederá dentro de una sociedad muy fracturada, con polos
extremos de riqueza y de visiones de la sociedad. Ahí estarán incluidos
los 30 millones de estudiantes y maestros, con el rol asignado de meros
testigos de lo que otros hacen y deciden. Porque, en lugar de
prepararnos durante años tejiendo lazos y redes de conocimientos desde
las escuelas y universidades, hemos privilegiado la idea de la distancia
escolar respecto de los grandes y pequeños problemas de la comunidad y
la sociedad. Hemos adoptado la concepción del mundo y de la sociedad
implícitos en el énfasis de la excelencia y calidad, las que llevan a un
profundo conservadurismo social. El peso demográfico de la educación
(organiza a casi un tercio de la población del país) y su potencial como
generador de corrientes de conocimiento capaces de seguir funcionando a
lo largo y ancho de la nación, desde vetas hasta enormes cauces, es
estratégico para generar participación, en un momento como este y en una
crisis –lo dijo el subsecretario de Salud– que no se agotará pronto;
tal vez, se dice, hasta octubre.
Sólo los maestros que durante años se organizaron para resistir,
dentro y fuera de la escuela, aliados con comunidades y colonias, tienen
la experiencia y la visión de qué hacer en un momento como éste. Y ya
comienzan a ensayarlo en la Ciudad de México y en Michoacán, manteniendo
vivas las escuelas no como lugares físicos, sino como espacios de
convergencia de problemáticas sociales que niños y padres, en sus casas,
analizan y procesan. Es decir, lo que no sabemos hacer los académicos
universitarios, individualizados y distantes del contexto, en
instituciones vendedoras de cursos, asesorías e investigaciones y con
una visión profundamente privatizada de nuestro trabajo. Y, como
resultado, con universidades que no construyen su papel como actor
social clave, somos los cascarones vacíos de nuestros edificios; como si
no existiéramos para el país y para su gente.
*UAM-Xochimilco
No hay comentarios.:
Publicar un comentario