(Diagnosticada
como histérica por el célebre profesor Jean-Martin Charcot,
especialista, en el hospital de La Salpêtrière, del tan misterioso
padecimiento femenino).
(Noveletta por entregas)
PRIMERA PARTE
Querido diario:
Corre
el mes de marzo. Los bárbaros están por llegar y henos aquí condenados
al encierro. ¿Quién querría caer en sus manos? Por la ventana miro la
plaza de Saint-Germain, las vendedoras de flores se arriesgan por las
calles, quisiera llamarlas, servirles un té y llenar la casa con sus
ramos de lavanda. También, me dicen, continúan abiertos los
mercadillos.
La correspondencia se limita a lo indispensable.
Intento concentrarme en el trabajo de aguja, apenas lo logro. Por la
calle se pasean sobre todo hombres, caminan rápido. Alguna urgencia los
convoca. En realidad, en la calle casi siempre caminan sobre todo
hombres. ¿Quizá será distinto en el siglo XX? ¿En el siglo XXI? Las
sufragistas afirman que antes del cambio de siglo, el voto será nuestro.
Son locas y hermosas, no paran de arruinar su reputación.
Los
diarios publican caricaturas tremendas en su contra. Las dibujan arpías,
ridículas, con sus familias infelices y destrozadas. Cuando una piensa
que Aurore Dupin tuvo que firmar como George Sand para publicar sin
arriesgarse. Nos falta todo por hacer, nos falta todo. Y ahora esta cuarentena por la llegada inminente de los bárbaros.
Estoy llena de síntomas.
No
sé qué corresponde a las enfermedades del cuerpo, y qué a las
enfermedades del alma. Una vidente me dijo que me sucede como si viviera
en siglos distintos que se entrecruzan. Que los míos son anhelos del
futuro. Y por eso, estos síntomas. La ciencia ha avanzado muchísimo, ya
no creemos que el útero femenino se desplaza por el cuerpo y nos provoca
cantidad de trastornos. El útero está quieto en su sitio. Y yo estoy
quieta en mi sitio. Y los agoreros de la desgracia anuncian la
devastación. Quisiera tanto conocer otros mundos.
¿Cómo nombrar este desasosiego que me habita?
Querido diario:
Soy
Hildegarde y regreso al abrazo de tus páginas. Los rumores afirman que
los bárbaros se acercan cada vez más a la ciudad. Apenas puedo creer que
circunstancia semejante exista. La angustia crece. La percibo desde mi
balcón. La siento en mí. En la correspondencia que recibo. El profesor
Charcot me recomienda baños fríos en casa, mi propensión al "mal de
nervios" me obliga a mantener cuidados especiales.
El profesor
teme que por causa de este encierro, una crisis aguda quiebre la
fragilidad de mi alma, sin remedio. Para no consumirme a mí misma, me
receta el consumo de valeriana. Qué situación desgraciada para todos.
París tiembla. Sueño con la libertad. Si tan sólo pudiera leer al sol en
una terraza en los baños termales de Baden Baden. Esa vida se acabó,
por el momento. ¿Cuánto durará todo esto? Todo lo que tendremos que
inventar para no ser devorados por el tiempo.
Querido diario:
Pero,
¿con qué libertad sueño? Baden Baden, esa reproducción del París
encorsetado, ¿era acaso la libertad? ¿cuál libertad ha sido la mía? No
acepté un matrimonio de conveniencia. El entorno de mis orígenes me
rechaza. Mi familia se sonroja cuando en las veladas del "gran mundo",
escucha mi nombre, intentan explicar mis "desvaríos". Mi "enfermedad de
los nervios". Jamás podría haber compartido mi lecho con el señor de
Mussignac, su engreímiento y sus horribles partidas de caza. Sólo de
imaginarlo con su gorro nocturno, me estremezco.
Quizá en el mundo
exista un hombre más autoritario que él, lo dudo. ¿Con quién hablaba
cuando hablaba conmigo? Me extendía una invitación a vivir como el
personaje femenino de uno de esos circos que tanto apasionaban al
escritor Théophile Gautier. Una actriz de reparto, oculta detrás de un
abanico. Oculta. En una carpa de lujo, entre sedas, caobas, gobelinos y
cristales de Bohemia. Uno de esos graciosos monitos a los que pasean
vestidos y alhajados.
Era un destino femenino "afortunado", no lo
ignoro, cuando pienso en las mujeres que trabajan en el campo, las
obreras, las nodrizas obligadas a dejar a sus hijos para amamantar a los
hijos de las mujeres adineradas. Las mujeres que en las calles oscuras
tienen que negociar sus cuerpos por unos cuantos luises, sufrir los
contagios de enfermedades terribles que embrutecen las facultades
mentales. Humillaciones. Golpes. Y, sin embargo, no pude en ningún
momento considerar como "afortunado", ese destino junto a un hombre más
eficaz que la valeriana, para hacerme dormir.
Querido diario:
No,
ni un matrimonio sin amor, ni un convento. La vida religiosa sería
también un matrimonio sin amor, dado que no creo que en ningún lado,
exista un Dios. Yo sólo juro (en voz baja) por mi heroína Olympe de
Gouges y su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana.
Tengo tanto miedo de mí. ¿Qué pasiones prohibidas me habitan? ¿hasta
dónde me llevarán mis deseos? Cuando era niña, me sentaba en el salón
junto a mi madre, ella leía y releía Madame Bovary del señor Gustave
Flaubert.
Oh, cuántos pañuelitos de encaje inundados por sus
lágrimas. El ruido rítimico de sus faldas cuando se apresuraba hacia las
ventanas y colocaba sus puños en los vidrios, como si quisiera
estallarlos. Miro hacia el pasado y la recreo con toda claridad: se
dirige hacia su gabinete privado, regresa con un vaso de absenta, "el
hada verde". Ahora sé cuál era el contenido de esa, su "bebida
medicinal" y sé que preparada de cierta manera puede provocar
alucinaciones. "Espasmos y temblores". No la juzgo, ¿cómo podría? En
Francia la beben decenas de miles de personas, sin esconderse.
Querido diario:
Mi
madre tomaba el lugar de ese personaje de Flaubert: Emma. Se encarnaba
en ella –de pie frente a la chimenea, recostada en su cama, sumergida en
su bañera– y hablaba con Charles Bovary como si habitara la realidad,
estuviera frente a ella y fuera su esposo: "Oh, ¡Charles! ¡Charles! ¿es
esta la única vida a la que tengo derecho?" Mi padre nunca la escuchó,
por suerte, habría concluido que era una loca urgida de entrar en
reclusión. Abundan las mujeres recluidas por sus familias en hospitales
psiquiátricos. No puede sucederme, mi abuelo aseguró mi independencia
legándome una renta. Dicen que su madre, mi bisabuela, fue casi una
esclava de su padre. Quizá por eso.
También, como Emma Bovary, mi
madre pasaba horas en los almacenes. Visitaba el Bon Marché como otras
personas visitan el Louvre o la catedral de Notre Dame, en éxtasis casi
místico ante los guantes, los vestidos, los sombreros. Lo sigue
haciendo. A diferencia de madame Bovary, mi madre eligió el "hada verde"
y no la pócima mortal del boticario. Fuimos una familia con suerte.
Y,
sin embargo, mi madre, tan marcada por un matrimonio más que infeliz,
tan furiosa por el abandono de un marido egoísta y asiduo a las
cocottes, tan hundida en el ocio y el aburrimiento, no pudo, no soportó
imaginar una vida distinta para mí. La ruptura de mi compromiso con el
señor de Mussignac fue el fin del mundo. ¿Qué pensarían de nosotros, de
mí? Me convertí en una hija casi arrojada al arroyo, a los peores
vicios. No hubo absenta que bastara para contenerla.
Querido diario:
Tengo
30 años y no soy ni esposa, ni madre. Una "tragedia" en los tiempos que
corren. No me recluiré en un convento. Hay mujeres que viven distinto,
muy distinto, pero el deshonor marca sus vidas. Como la señorita Camille
Claudel, escultora, amante de un hombre casado y célebre: Auguste
Rodin. La señora Rose, esposa de Rodin, sabe de la situación y no puede
sino tolerarla. Paul, el poeta hermano de Camille arroja con furia las
copas contra las paredes por la conducta "disoluta" de su hermana. Ella
sigue su vida. Trabaja día y noche.
Sólo una vez me le acerqué,
caminaba junto al Sena con su gesto distraído, sus cabellos revueltos,
su vestido con manchas blancas de yeso. La detuve. Le dije que la
entendía, que la admiraba, que en siglos por venir su obra estaría en
los museos. Me preguntó si era yo una vidente. No. ¿Acaso lo soy? Sólo
respondí: "no serás olvidada Camille, tu nombre se escribirá en las
páginas que aprecian el arte, no por el señor Rodin, sino por tu fuego,
por ti". Camille Claudel es una mujer libre, una mujer con un oficio al
que ama, una gran artista. Yo soy una mujer paralizada por el miedo. Por
el miedo a mí misma.
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