7/13/2020

La carcoma suicida


La Jornada
Hermann Bellinghaussen

Son días de carcoma. Y de termitas. La madera y lo sólido se ahuecan hacia adentro. La ciudad, inmóvil en un primer largo momento de cuarentena, se vio removida de donde estaba y puesta en otra parte, donde experimenta una aceleración del tiempo, imperceptible como la corrosión que producen los coleópteros mal llamados domésticos, inmaduros y salvajes devoradores de madera y papel. Si el virus de 2020, el año chino de la Rata, es rápido, y al que ha de consumir se lo despacha en cuestión de días o semanas, las termitas ejercen su acción casi inaparentes, y le dedican todo el tiempo del mundo. Su jerarquía recuerda a las abejas, aunque el ciclo sea más caótico e improductivo. La abeja construye y produce, la termita carcome y destruye.
Conviene precisar los términos. Se habla de carcoma en un sentido amplio y figurado, como la consunción interna de algo. También designa la fase larvaria de ciertos escarabajos, suerte de gusanos que cavan túneles en el corazón de la madera.
Las termitas cuando las vemos es porque salieron a volar por primera y última vez. Y lo hacen de la manera más estúpida, van sin ton ni son, atraídas en la noche por un foco o una veladora, y de día extraviadas en la luminosidad. Pierden las alas con facilidad y quedan convertidas en bichos repugnantes de oscuro destino. Son las termitas voladoras, cuya función es encontrar nuevas colonias. En el nido permanecen las obreras y la reina.
¿Qué hacer contra ellas? Siendo termitas las carcomas más comunes en la ciudad, la piedra de toque de cualquier estrategia es localizar y liquidar a la termita reina, más secreta y temible que cualquier abeja reina. A lo mejor de ellas nacen los mitos y creencias que oponen la reina de la noche a la del día.
Uno puede perder el tiempo en escaramuzas contra las torpes termitas voladoras o fumigar los orificios por donde brotan insidiosas. La opción del flitmatabichos es la primera que se le ocurre a cualquier urbanita, así que pide a la tienda de la esquina que le manden el espray más letal en existencia. Cierra puertas y ventanas. Se prepara para salir huyendo del inmueble en cuanto la nebulización haya invadido la atmósfera, en particular los muebles y los soportes donde se consumen los pilares de la casa. Lo bueno es que estos días tenemos a la mano filtros faciales y máscaras antigases que facilitan la tarea. Habrá oportunidad de pasear en el parque recién reabierto, echarse una cascarita clandestina en un estacionamiento vacío, vagar por ahí como perros sin dueño. O ir de compras, que es lo primero que a la gente se le ocurre. Quizás algo ayudan los insecticidas de la esquina, pero la única manera de veras efectiva es fumigar profesionalmente, contratando cazafantasmas en escafandra que disparen armas químicas de alto calibre. No que falten métodos artesanales, pero, como en toda panoplia moderna, tienen menor alcance.
Una noche apacible escuchando música y jugando con fuego, sufrimos el embate de una flota de termitas que abandonaba su escondite para venirnos a caer en la cabeza y perderse en nuestro pelo, o girar hipnotizadas y agónicas en torno a los focos del techo. Decidimos apagar las luces y disponer velas en dos o tres puntos. Los bichos dejaron de molestar y proseguimos con la música y los brindis. Mejor aún, a la mañana siguiente confirmamos que las flamas esbeltas y pulcras fueron letales y exterminaron gran cantidad de termitas voladoras cuyos cuerpos y alas, ni siquiera tatemadas, se esparcían por los alrededores de las velas consumidas.
Menos eficaz, pero satisfactoria en términos emocionales, esta forma de combatir las plagas, con su dejo anacrónico, tiene un elemento de crueldad específicamente humano, el mismo que nos llena de placer asesino contra mosquitos, hormigas y cucarachas crujientes. Ecológicamente más responsable, no envenena el aire, sin más energía que la flama de un pabilo.
Si uno mismo sucumbe a la flama de sugerentes formas y gama de amarillos, como a los rojos rescoldos de una hoguera o las volutas en gris del incienso.
Cayeron también un par de polillas que sin duda preparaban la siguiente carcoma. Dura advertencia. Por las noches nos desvelamos cavilando cuál será la próxima batalla, contra qué clase de coleóptero invasor, dónde se oculta la maldita reina.
Las arañas completan el cuadro, tejiendo con parsimonia en los rincones más altos o recónditos sus telares de plata y polvo, que les permiten cazar su desayuno, que incluye en el menú a las odiosas termitas, las moscas, los malvados mosquitos y toda clase de diminutos enemigos que roban el sueño. Nos acechan el temor y los instintos primarios de sobrevivencia, que llamamos bajos instintos, tachonados de imaginación que, esa sí, es una mutación específica de los humanos.

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