12/12/2009

La farsa y el hartazgo

María Teresa Priego

La farsa repetida en la que vivimos. Esa calidad de vida que se arrastra, no sólo porque todo cuesta cada vez más, y nos alcanza cada vez menos, sino porque la falsedad y la puesta en escena, la impunidad se han convertido en olas abusivas, en olas tristes, que anegan la cotidianidad. Me descubro a mí misma, asumiéndolas como inevitables. Si no, me tendría que pelear casi todos los días. ¿Será útil? Me descubrí enfurecibunda ante un prestador de servicios abusivo, tomando mi computadora y huyendo airada. Airada, pero en silencio. Airada, pero sumisa.

Mi indignación silenciosa, y cobarde, no cambia nada. De este país en el que cada silencio coopera, en no cambiar nada.

Pagar impuestos es un deber. Además, el Estado mexicano tiene hambre. Hacienda está pendientísima de sus “cautivos”. Con los dientitos de fuera. ¿Cuántos millones de ciudadanos son cautivos? Sumado a que está “pendientísima”, de lo más raro. Si te hacen un depósito en efectivo adelantado, que se suma a un depósito en efectivo anterior que sobrepasa cierta cantidad, te multan con 500 pesos. No importa que baste revisar el estado de cuenta del siguiente mes para corroborar, que es una entrada regular pagada por adelantado. Que “eficaces”. Ahora les tengo que explicar cada peso que entre a mi cuenta. O mi contador vio la serie completa de Hitchcock. Admirable Hacienda. Tales grados de cumplimiento del deber. No me les voy a escapar. Es un hecho.

Ante tanta meticulosidad, no me explico cómo sucede, que al pago de un servicio me encuentro —sistemáticamente— ante la pregunta: “Con factura o sin factura”. “ ¿La opción existe? Usted está obligado a expedirme una factura”. “Obligado lo que se dice obligado no, si le doy factura le sale más caro”. La vidriera, el hospital de computadoras, la carpintería me ofrecen el servicio “más barato”, sin factura. En el consultorio médico: “El Doctor no da facturas”. Un traductor oficial de la Embajada de Francia en México, al darme el monto de sus honorarios, me especificó que le mandara su pago en efectivo.

Después de un estira y afloja en el que me explicó rencoroso y triunfante, hasta donde el cheque iba a aumentar mis gastos, y en el que me envolví en la bandera de la legalidad y la defensa del territorio nacional, aceptó hacerme el inmenso favor de expedirme una factura. No investigué su nacionalidad.

“No trabajamos con facturas, somos un negocio pequeño.” “No tenemos facturas, ¿le lleno un recibo?”. Evidentemente, me tendrían que dar precio de entrada con IVA incluido. ¿Alguien los controla? Aún en lugares en los que el precio es el precio, no expiden facturas en automático. Hay que pedirlas. A veces las hacen en la caja misma, otras una tiene que ir a hacer la cola hasta por allá, como si solicitara una imprevisible extravagancia. ¿Por qué cada negocio o prestador de servicios, no expide la factura en automático?

Así va. Cuando nos mudamos a este departamento, me llegó una cuenta de electricidad alucinante. Más de cuatro años pagué el doble del precio que mis vecinos, y vivimos el recorrido del combatiente: visitas a servicio a clientes, colas, discusiones, revisiones. Nunca aceptaron cambiarme el medidor. En invierno no usábamos calefacción, temblaba de frío y de imaginarme lo que hubiera sido esa cuenta. Redujimos a la mitad los focos. No cambió nada. A la cuarta parte. Vivimos en penumbra de night club.

Mis hijos se iban un mes de vacaciones. No cambiaba nada. Pasara lo que pasara, el medidor arrojaba el mismo gasto desmesurado.

Dos señores llegaron —una vez más— a revisar el medidor. Me propusieron el trato: “Un medidor arreglado”. “Seguro que si me lo propone es legal”. La farsa repetida: “¿Quiere pagar menos no? Legal, lo que se dice legal”. Armé un alboroto. Me cambiaron el medidor, sin diablito. En la factura, no cambió nada. Impotencia. Una amiga sugirió que si estaba segura de que no leían mi medidor, cambiara el contrato. A otro nombre. Así le hicimos. La luz se hizo, con un costo de la mitad. No me atreví a denunciar al vendedor de diablitos. Era un señor mayor ¿Y si perdía su trabajo?

Comenzó a suceder lo mismo con Gas Natural. Hace más de un año mantengo una discusión absurda. “No tengo fuga de gas, ya hice los experimentos veinte veces”. “No gasto muchísimo gas ¿cómo en qué me lo gastaría? No tengo secadora”. Pago el triple que mis vecinos. Vino un “especialista” y escribió que el medidor estaba aceleradísimo. Me lo vendrían a cambiar, no de inmediato, no tenían medidores disponibles, apenas se pudiera. Harían un análisis retroactivo de mis pagos. “Mientras, usted siga pagando”. Cuando insistí por mi medidor, nadie sabía de qué hablaba, aún cuando yo tenía un documento expedido por el técnico en el que pedía el cambio. “No sirve este documento, no está fechado”. Meses después concluyeron que era necesario cambiar el medidor. Lo cambiaron.

Me dijeron que esperara la primera factura y se haría el análisis retroactivo. A la siguiente cuenta notoriamente más baja, argumentaron que el medidor fue enviado al hospital de medidores para saber si funcionaba acelerado. “Ya lo diagnosticó el ‘especialista’, por eso lo cambiaron”. “El equipo tiene que ser analizado. Mientras, usted siga pagando”. El análisis del equipo tomaba tres meses y ya van seis o siete. El volumen de consumo bajó considerablemente, y siguió igual de bajo pero: “En la última factura (tres o cuatro después) hubo un alza, quizá va a volver a su gasto de antes, tenemos que esperar. Mientras, usted siga pagando”.
A esas actitudes “a la mexicana”, ¿qué opongo yo? Mis propias actitudes “a la mexicana”. Nunca he denunciado a uno solo de los negocios que me ha negado una factura. La sola palabra “denunciar” me hace estremecerme. Y es un ultraje el nivel de impunidad en el que se viven tantos negociantes y prestadores de servicios. No presenté una queja ante la Embajada de Francia, cuando el “efectivo” del traductor. ¿Cómo pruebo lo que me propusieron? Lo que nos proponen. Lo que ya sabemos. Cada vez que digo: “Quiero mi factura, usted sabe que podría denunciarlo a Hacienda”, me miran como si estuviera loca. “Como usted guste”. Ni una sola vez en años, he percibido en nadie, ni el más mínimo asomo de preocupación. ¿Cómo se entienden entre ellos?

¿Por qué me hago cómplice de la ilegalidad y del abuso, con mi silencio? Costoso, el silencio ciudadano. Ya me harté de “ellos”, los abusivos impunes, y de mí. No llevé mi forcejeo con la Comisión Federal de Electricidad, a la Procuraduría Federal del Consumidor, ni lo he hecho aún con el estira y afloja con Gas Natural. ¿Acaso para que los servicios sean eficientes y lo justo se cumpla, tengo que convertirme en una frenética guerrera de la vida práctica? Qué horrible. La energía. El tiempo. Pero ¿Qué pasaría si unos meses, quizá años cada ciudadana/o que es abusada/o plantara su queja? Quizá en un tiempo cuya duración desconocemos, la cotidianidad funcionaría. Repito esta pregunta que me agobia: si el Estado mexicano se desfonda también en términos económicos… ¿Por qué las facturas por ventas y servicios no es obligada?
Escritora

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