La información disponible sobre el episodio de los sobrevuelos de aviones no tripulados estadunidenses en territorio mexicano –con el supuesto fin de obtener información sobre grupos criminales– no sólo ha desvelado una clara e inadmisible violación a la soberanía nacional por una potencia extranjera, ahora también ha puesto al descubierto contradicciones alarmantes de las autoridades mexicanas frente a ese hecho, que merman su de por sí maltrecha credibilidad.
Es pertinente recordar que, luego de que se difundió la operación de los drones estadunidenses sobre territorio mexicano, las autoridades calderonistas buscaron desactivar las críticas de diversos actores políticos y sociales del país mediante argumentos como que el gobierno de México ha solicitado en ocasiones y eventos específicos al gobierno de los Estados Unidos el apoyo de aviones no tripulados para la obtención de elementos de información
; que la definición de los objetivos, la información a recolectar, y las tareas específicas a realizar (por esos sobrevuelos) han estado bajo el control de autoridades mexicanas
, y que “cuando se realizan, estos operativos siempre se hacen con la autorización, vigilancia y supervisión operativa de agencias nacionales, incluida la Fuerza Aérea Mexicana”, según afirmó el secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, Alejandro Poiré, en un comunicado fechado el 16 de marzo. Por su parte, en el contexto de una comparecencia en el Senado de la República un día después, la titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), Patricia Espinosa, afirmó que esas operaciones no violan la soberanía nacional ni la Constitución, y sostuvo que los aviones no tripulados estadunidenses operan en el país a petición del gobierno mexicano y bajo control de éste, en el contexto de la cooperación bilateral en materia de seguridad.
Sin embargo, a raíz de una petición de información pública presentada por La Jornada, la propia SRE se vio obligada a admitir que, luego de una búsqueda exhaustiva
en sus archivos, no encontró registro de solicitud alguna que México haya enviado al gobierno de Estados Unidos para que los artefactos mencionados sobrevolaran territorio nacional.
Si la afirmación de que la operación de esas aeronaves en el país había sido solicitada por el gobierno calderonista resultaba escandalosa –pues implicaba afirmar que esa intervención en territorio nacional había sido consentida e incluso requerida por el propio gobierno mexicano–, la respuesta de la SRE a la petición de que diera a conocer los documentos correspondientes arroja una perspectiva aún peor: la inexistencia
alegada por esa dependencia federal alimenta la percepción pública de que la operación de las aeronaves no tripuladas fue una imposición del gobierno de Washington a sus contrapartes mexicanas, más que una decisión tomada en el ámbito de la cooperación bilateral
; confirma la subordinación de las autoridades nacionales respecto de las de Estados Unidos en materia de seguridad, y, lo más grave, revela una actitud deshonesta del calderonismo frente a la población: si es verdad, como afirma la cancillería, que no hay registro de solicitudes del gobierno mexicano al estadunidense para tales operaciones, es inevitable concluir, entonces, que el gobierno federal mintió a la sociedad con las expresiones formuladas en su momento por Espinosa y Poiré; si, por el contrario, tales peticiones se dieron formalmente, como afirmaron hace casi dos meses ambos funcionarios, la declaratoria de inexistencia
de la SRE equivaldría a un inaceptable designio de ocultamiento.
En cualquier caso, contradicciones como las referidas explican la creciente erosión de la confianza ciudadana hacia sus autoridades, particularmente acentuada en los terrenos de la seguridad pública y nacional. El gobierno calderonista tiene, en esa pérdida de credibilidad, una razón adicional para reformular su estrategia actual de combate al crimen organizado y para esclarecer, en lo inmediato, las inconsistencias surgidas en torno a este episodio.
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