Sara Sefchovich
La semana pasada escribí mi opinión sobre la guerra que se está llevando a cabo contra el crimen organizado. Por supuesto, y dado que se trata de un tema que sufrimos en carne viva y que despierta intensas pasiones en la sociedad mexicana, pues recibí muchos comentarios.
Y quiero hablar de ellos hoy, porque me sirven para cumplir con mi objetivo como analista en este espacio de EL UNIVERSAL.Las dichas respuestas fueron de dos tipos: en algunas se me felicitaba calurosamente y en otras se me ponía como chancla. Dos extremos absolutos, blanco y negro total. Ningún gris. A los que le gustó mi posición se excedían en elogios y a los que no, se excedían en regaños.
Lo que puedo concluir de ese intercambio con los lectores, son dos cosas: la primera, que en nuestra sociedad no hay forma alguna de ponerse de acuerdo para enfrentar el problema (este de la guerra contra el narco o cualquiera de los muchos que nos agobian), porque nadie está dispuesto a escuchar al otro, a debatir con él, a reconocer que quizá tiene razón en alguna de las cosas que dice, a ceder un ápice para que se logre algún tipo de acuerdo que lo permita. No hay ninguna de esas comunicaciones en la que la persona que la manda muestre la mínima disposición a abrirse para escuchar otra opinión diferente a la suya. Cada quien está montado en su caballo y sin ninguna gana de escuchar lo que el otro tiene para decir.
Eso sucede de los lectores hacia mí pero también de los lectores entre ellos. Que ese es nuestro modo de ser es más que evidente cuando vemos el ejemplo de nuestro “venerable” Congreso de la Unión.Lo segundo que puedo concluir, es que la violencia no es cosa de los criminales y delincuentes, y que no está allá lejos en donde suceden los actos criminales o los enfrentamientos, sino que está aquí en nosotros mismos y más aún, totalmente a flor de piel y lista para brotar a la menor provocación.
Esto lo digo porque aquellos que no están de acuerdo conmigo no solamente me lo dicen, lo cual está perfecto, así debe ser, sino que son sumamente agresivos: me insultan, me acusan de vendida, me tachan de estúpida o ignorante y hasta se preguntan con qué derecho dispongo de este espacio para expresarme.
Pero más todavía: algunos hasta me amenazan, en niveles de intensidad que van desde el “yo la leía siempre pero nunca más la volveré a leer” hasta “le deseo que le suceda algo terrible para que cambie de opinión”. Así de fuerte.En ninguna de las comunicaciones que recibí (y fueron muchísimas), sucede que quien la escribió esté dispuesto a debatir con respeto y seriedad, sin insultos y calificativos. Así de fuerte.
Todo esto es sólo un ejemplo y se podría pensar que un solo caso no vale para semejantes conclusiones. Sin embargo, ya he hablado en reiteradas ocasiones de lo mismo y mis colegas en estas páginas lo perciben de la misma manera. Son situaciones que hacen evidente que se trata de una sociedad cuya violencia está en cada uno de nosotros. Porque la violencia no son solamente las balas y los golpes, son también las palabras agresivas, los modos de expresarse, los tonos de la voz.
Por eso no deja de llamarme la atención que en la marcha reciente, que se llamaba “por la paz” se escucharan gritos pidiendo muerte para los políticos que no les gustan y venganza (que no justicia).Lo anterior me lleva a una conclusión aún más terrible: ¿Serán así las cosas porque una parte de la sociedad mexicana no quiere que esto cambie?Sabemos bien que para que una situación social se modifique es porque la sociedad en su conjunto verdaderamente lo desea.
Sin embargo, aquí parecería que no es así. Y me pregunto: ¿Tiene esto que ver con que a tantos le conviene la criminalidad, el clima de impunidad, el vacío de gobierno, la falta de leyes y la corrupción?Lo digo porque estoy segura de que las madres y padres y esposas y hermanas y vecinos y amigos de los que cometen actos de delincuencia lo saben y lo callan, ya que reciben los beneficios.Es muy doloroso y muy pesimista, pero tal vez en eso reside el problema.
Escritora e investigadora en la UNAM
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