¿Ya a descansar?Él se limita a sonreír y a mantener el paso firme rumbo a la estación del Metro.
En el pasaje que corre hasta el otro lado de la calle encuentra los puestos de periódicos y de comida que ha mirado desde hace años. ¿Su cafecito?
, le pregunta La Güera en cuanto lo ve aparecer. Esta mañana Ignacio preferiría seguir de largo, pero no se atreve a rechazar la oferta que suena a invitación. Sin apresurarla como todas las mañanas anteriores, espera a que la mujer le entregue el vaso desechable humeante y la dona azucarada envuelta en papel encerado que le vende todas las mañanas.
Hasta ayer, en cuanto recibía el pedido, Ignacio se apresuraba escaleras abajo. Esta vez jala un banquito de plástico azul y se sienta contra la pared, en donde no estorba a los viajeros. Nunca antes había tenido oportunidad de observarlos. Ahora que puede hacerlo le sorprende que sean tantos y que todos tengan la misma expresión angustiada. Lo ataca un mareo y se lleva la mano a la frente. Se ve que está cansado
, comenta La Güera en un tono que no admite réplicas.
Ignacio se da cuenta de que es la primera vez, y también será la última, que permanece en el puesto de La Güera más de los minutos indispensables para la compra. Mañana, a estas mismas horas, estará desayunando en su casa, junto a Loreto y no, como tantas otras veces, solo frente a la mesa en donde su mujer le dejaba lo necesario para hacerse el desayuno y en ocasiones un recado: No pude esperarte porque estamos en inventario y tengo que llegar más temprano a la tienda. Nos vemos en la tardecita
.
Loreto regresaba entre siete y ocho de la noche y él salía rumbo a su trabajo a las 10 para llegar puntual a la bodega en Santa Clara. Divididos entre el cansancio y la prisa, muchas veces malhumorados, aprendieron a resolver precariamente su vida de pareja.
II
Ignacio sonríe al pensar en todo lo que cambiará en su vida a partir de mañana o mejor dicho desde ahora. Por lo pronto ha podido quedarse en el puesto de La Güera para tomarse el café despacio, no tendrá que dormirse la mayor parte del día ni afeitarse al anochecer para irse corriendo a la bodega. Allí ha montado guardia a lo largo de 20 años, desde las 12 de la noche hasta las siete de la mañana siguiente, para cuidar un negocio que no es suyo.
Todo ese tiempo, durante sus rondines solitarios, Ignacio estuvo anhelando un esquema de normalidad: trabajar durante el día, quedarse frente a la tele hasta muy tarde y luego irse a la cama con Loreto. Ahora que podrá hacerlo ni siquiera logra imaginarse cómo será permanecer la noche entera al lado de su esposa y levantarse juntos para que ella corra a la tienda y él ¿a dónde?
Lo asusta no tener un destino trazado para el resto de su vida.
Por lo pronto visitará a su hermano Elías. Tal vez él pueda recomendarlo en el taller donde trabaja. Con su aval no serán un obstáculo sus 40 años, de los cuales la mitad ha vivido de noche, con un arma entre las manos, cada vez más temeroso, atento a las sombras, los murmullos, las sirenas, los gritos, las torretas bicolores de las patrullas, los gatos que bajan de las azoteas. Con uno atigrado se encariñó mucho y hasta le puso nombre, Mota, pero jamás logró que el animal tomara la leche que él le ponía en la lata de sardinas.
Ese fue el principal refrigerio de Ignacio durante sus años de velador. A partir de hoy, si se le antoja comer a deshoras, podrá levantarse, tomar algo del refrigerador y regresarse a la cama junto a Loreto. Por las mañanas no tendrá que conformarse con la tibieza que su mujer dejaba en el lecho a la hora en que él volvía del trabajo para dormir.
Pensando en esos contrastes, Ignacio se pregunta cómo pudo habituarse a una vida tan extraña, tan alrevesada, a cambio de tres salarios mínimos y la satisfacción de ser buen velador. La mañana en que le propuso el retiro, su patrón se refirió a los buenos servicios que Ignacio le había prestado, le deseó muy buena suerte y le dijo que en cuanto pudiera regresara a verlo para entregarle una indemnización: No será lo que mereces, porque los tiempos son muy malos, pero de algo te servirá
.
Ignacio imagina la expresión feliz de su mujer cuando le mencione el dinero. Sea mucho o poco, de seguro Loreto pensará en destinarlo a la casa. Los dos cuartos con baño y cocina no han superado el nivel de obra negra, es hora de que la enjalbeguen y la pinten. Ignacio piensa que él podría hacer ese trabajo. Se imagina pintando paredes al rayo del sol y experimenta la misma sensación de libertad que lo envolvía las mañanas en que con sus padres y su hermano iba a Xochimilco a caminar, a ver las plantas, a divertirse con el paso de las trajineras.
III
A partir de mañana ya no tendrá que pasarse las tardes de los domingos dormitando para levantarse a las 10 de la noche de mal humor y frustrado. Como acostumbran otros matrimonios, podrá ir con Loreto de visita a la casa de parientes y amigos, recorrer las plazas comerciales, cenar despacio en alguna hamburguesería o ver películas piratas sin límite de tiempo y no como hasta ahora, que a las seis merienda y se va a la cama donde goza a contrarreloj y duerme sobresaltado por temor a fallar en sus obligaciones laborales.
Lo desconcierta pensar que por el momento ya no tiene ninguna. Su único proyecto es visitar a Elías y pedirle que lo recomiende en el taller. Aceptará el puesto que le ofrezcan, menos el de velador. No luce, resulta cada vez más peligroso y es desgastante. Se lo dicen con frecuencia el espejo y Loreto: Ay Nacho: ¿viste la cantidad de canas que te han salido? No te preocupes: a mí también, pero como me pinto el pelo no me lo notas
.
Ignacio siente curiosidad ociosa por saber si La Güera también se tiñe el cabello. Si no se lo pregunta ahora no lo hará nunca. Tal vez jamás vuelva por esos rumbos, pero si llega a hacerlo es posible que La Güera no esté. Entonces, ¿dónde? No puede concebirla lejos del toldo de plástico que la protege y sin las fumarolas de vapor que la rodean en su incesante trajín. Quizá tampoco ella logre imaginarlo en otra parte que no sea ese túnel en donde se han visto durante 20 años sin saber gran cosa uno del otro.
Ignacio siente agobio al pensar que no volverá a ver a La Güera. Esa inminente ausencia lo lleva a figurarse muchas otras: sus relevos, los policías que en la madrugada lo saludan desde la patrulla, la mujer que se asoma a la ventana para esperar a su marido que es taxista, el barrendero que cubre el primer turno, el gato atigrado, los transeúntes con los que coincide todas las mañanas en la calle y le preguntan: ¿Ya a descansar?
Ignacio comprende que a partir de ahora todo eso forma parte de las noches que quedaron atrás para siempre. Como su juventud.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario