La premisa narrativa de Mi otro yo (The Beaver), película dirigida por Jodie Foster, es delirante, y tratada con menos talento podría incluso parecer ridícula: un hombre maduro, maniaco depresivo, incapaz de superar su condición mediante las terapias tradicionales, recurre al expediente de enguantarse un muñeco de peluche (un castor), prestarle su propia voz, y hacer que todo mundo, en lugar de dirigirse a él, escuche y le conteste a su mascota parlante. Walter Black (Mel Gibson) no pretende ser un ventrículo más empuñando a su títere para un entretenimiento colectivo. El hombre y su mascota no fingen teatralidad alguna, gesticulan y hablan al mismo tiempo y de igual manera, hasta volver perturbador e insoportable el trato de Walter con su familia y sus colegas de trabajo. Asistimos a un comportamiento bipolar trivializado, a una esquizofrenia vivida a la luz del día, inquietante siempre y paradójicamente funcional.
Con esta extraña terapia el mundo de Walter cambia por completo, su vida profesional prospera inesperadamente y al empresario en franca decadencia, todo parece de pronto salirle mejor. La medicina clásica se ve remplazada ventajosamente (al menos eso parece), por una estrategia de manual de autoayuda que se revela exitosa. Esta operación de servirse de una mascota como intermediario frente a un mundo percibido como hostil, permite a Walter descubrirse como hombre virtualmente sano rodeado de personas neuróticas e insensibles, hasta alcanzar muy pronto la notoriedad mediática. Las portadas de todas las revistas muestran al castor y a su amo como dos facetas, prácticamente intercambiables, de una misma personalidad fascinante. Como muchas otras creaciones anómalas o monstruosas, el castor, inicialmente simpático e inofensivo, adquiere paulatinamente vida propia hasta llegar a ejercer sobre su amo una tiranía implacable. Esta inversión de roles es sin duda el aspecto más interesante de la película de Jodie Foster. Es notable el comentario irónico a propósito de una sociedad satisfecha en sus nociones de bienestar y salud, de pronto cuestionada por el hombre enfermo que, en medio de su colapso emocional, adquiere la extraña lucidez que le confiere cierta superioridad moral en relación con su entorno familiar y social.
Este cuestionamiento social no dura mucho. Una trama secundaria y endeble muestra a Porter (Anton Yechin), hijo de Walter, en una relación accidentada con una novia misteriosa y rebelde (Jennifer Lawrence) que termina ahogada en un mar de convencionalismo moral. El retrato que la actriz y directora Jodie Foster hace de Walter Black (Mel Gibson) es el de un padre de familia que atraviesa por una crisis existencial, agudizada por el estrés y el alcohol, distanciado de su esposa, incomprendido y rechazado por su hijo adolescente, que lentamente recobra, para alegría de todos, el sentido verdadero de los valores familiares. Todo esto a través del punto de vista de Meredith (la propia Foster como cónyuge atribulada), quien de la desesperación inicial transita al tono fastidioso, entre comprensivo y regañón, de una trabajadora social.
Mi otro yo tiene los elementos dramáticos que funcionan a la perfección en la taquilla comercial. Mel Gibson interpreta su papel con brío y facilidad, inclinándose gustoso por el patetismo y la sobreactuación, sacando el mayor provecho de su pequeña leyenda personal de hombre irascible e intolerante, con públicos alardes de antisemitismo, homofobia y misoginia, que busca recobrar en la pantalla el favor del público mediante el tour de forcé de interpretar a un Walter esquizofrénico decidido a reparar sus faltas mediante una terapia propia, a la vez original y contundente. Jodie Foster y su guionista Kyle Killen conducen esta empresa de lavado de imagen y expiación de culpas de modo interesante en la primera parte de la cinta, pero el conjunto de la trama pronto se encamina a una resolución convencional con cargada de tintes moralizantes. Queda la mascota y su extraño protagonismo, su modo humorístico de colocarse en medio de una pareja en crisis, de compartir jocosamente sus raros momentos de intimidad física, y su tránsito juguetón de fetiche adorable a instrumento maligno con poderes casi sobrenaturales. El drama doméstico con un toque de horror, explorado apenas a medias. Mi otro yo, un largo exorcismo moral para beneficio de las buenas conciencias.
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