Según Felipe Calderón, los mexicanos vivimos en una democracia, aunque la realidad demuestre que nos hemos alejado de tal ideal, por el que ofrendó su vida Francisco I. Madero y miles de mexicanos más, debido a la preeminencia de poderes fácticos sobre el sistema político, de una manera cada vez más brutal. Es comprensible, desde luego, que quien está al frente del Estado en nombre de la minoría que se beneficia con la simulación que caracteriza la vida política nacional, considere que alcanzamos esa meta. Lo cierto es que México es el país de América Latina que camina en sentido inverso al curso de la historia del subcontinente.
En el aniversario del inicio de la Revolución Mexicana, Calderón aseguró que los mexicanos “conquistamos la democracia”, cuando las evidencias muestran precisamente lo contrario. En este sentido, es insostenible el llamado que hizo a que “todas las instituciones del Estado luchen por defender a la sociedad de sus mayores amenazas que representan la violencia, criminalidad e impunidad”. Este cúmulo de graves problemas es consecuencia de la falta de democracia, que se agudizó a partir del año 2000, cuando el PAN accedió a Los Pinos gracias al voto de castigo a un PRI que abusó de la antidemocracia, igual que lo está haciendo el partido blanquiazul ahora.
De acuerdo con los discursos durante la ceremonia conmemorativa de la primera revolución social del siglo veinte, el principal enemigo de la democracia es la delincuencia organizada. Se trata de una afirmación tramposa, porque lo que más daña la vida política nacional es la injusticia social, que genera problemas mayúsculos como el creciente desempleo, la marginación, la pérdida de valores éticos. Si vivimos una realidad cada día más dramática, es porque el desgobierno de Calderón se ha dedicado a combatir los efectos de sus políticas públicas antidemocráticas, no a corregir sus causas.
Lo más lamentable de nuestra realidad es que la simulación democrática tiene un costo altísimo, no sólo por los nulos resultados, sino por las sumas exorbitantes que se gastan en mantener un aparato estatal que favorezca tal situación. En este orden de ideas, tiene razón la Arquidiócesis de México al afirmar, como lo hizo el domingo, que el Instituto Federal Electoral (IFE) “es una institución controlada por los partidos políticos”. Claro que su señalamiento obedece a que quisiera ser la institución eclesial la que tuviera tal control, no porque le preocupe la falta de democracia en México. Ciertamente, el IFE es una institución “cada vez menos vinculada al interés de los ciudadanos”, pero ¿acaso esto no obedece a que las elites han propiciado tal estado de cosas, así como la propia Iglesia Católica?
Tal realidad podría empeorar, desgraciadamente, si esa elite antidemocrática se empeñara en burlarse de la voluntad popular en los próximos comicios federales. Entonces se metería al país en una inercia de gravísima descomposición social, mucho peor de la que nos caracteriza en la actualidad. Que tal posibilidad es real, lo dejan ver las obtusas declaraciones de Jesús Ortega, en el sentido de que “Marcelo Ebrard era el que podía ganar la Presidencia de la República durante las elecciones del 2012”. Es obvia su pretensión de dividir a la izquierda, lo que patentiza claramente, por si quedara alguna duda, a qué intereses sirve el dirigente de “Los Chuchos”.
Ortega está dando por hecho que Andrés Manuel López Obrador perderá la elección, con lo que se adelanta a justificar un posible fraude como el de 2006. Llama la atención que no haya puesto una mínima atención al hecho de que con tales palabras está demostrando cuál es su verdadero papel en el entramado de la izquierda: el de provocador. Lo bueno es que con su odio a López Obrador descubre sus verdaderas intenciones, así queda definitivamente descartado para seguir ocupando posiciones relevantes dentro de la izquierda. En este momento, lo fundamental es preservar a toda costa la unidad por encima de discrepancias. De ahí que actitudes como las que mueven a Ortega quedan absolutamente descalificadas.
Sí hay que defender a la sociedad de sus mayores amenazas, como lo pide Calderón, y hacerlo con firmeza y convicciones, sin perder de vista el imperativo de salvaguardar la paz. Sin embargo, tales amenazas están en la pirámide de la estructura social, no en sus bases. Por ejemplo, la corrupción se desprende en cascada desde arriba de la misma, ocasionando en su caída una escalada de descomposición social cada vez más dramática y lamentable. Por eso, parte vital de esta defensa es que la sociedad tome plena conciencia de la naturaleza real de sus verdaderos enemigos, en primer lugar una oligarquía apátrida y mezquina que desearía ver a los mexicanos desunidos e indefensos ante sus embestidas.
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