Por Ricardo Raphael
Hay casos judiciales en la historia de cada sociedad que por su simbolismo rebasan el territorio de lo legal. Episodios que hacen época y marcan por generaciones a partir de la polarización social que produjeron y también por su desenlace.
El affaire Dreyfus, ocurrido en Francia hacia la última década del siglo XIX, es uno de ellos: un capitán acusado falsamente de traidor y enjuiciado, no por las leyes, sino por el furibundo humor antisemita que predominaba en el hexágono por aquel entonces.
En 1966, el caso Miranda vs. Arizona dejó igualmente una profunda marca para la justicia estadounidense. Arturo Miranda, un mexicano sentenciado por haber secuestrado y violado a una mujer de 18 años de edad, fue liberado desde Washington por la Suprema Corte porque, al momento de su aprehensión, le negaron sus derechos procesales.
Gracias a tal resolución del máximo tribunal vecino es que hoy se conoce como la fórmula Miranda a la frase que la policía repite cuando detiene a un presunto criminal: “Tiene usted derecho a guardar silencio o sus declaraciones serán utilizadas en su contra”. Todavía más, el caso Miranda aseguró que ningún detenido en ese país pueda hoy ofrecer testimonio sin que se halle antes asesorado por un abogado.
Es larga la lista de casos emblemáticos que aquí podrían seguirse citando. En nuestro país, por ejemplo, los procesos Acteal, Avena, Campo Algodonero, Radilla o Lydia Cacho han marcado profundamente la cultura jurídica en unos cuantos años. Y es justamente junto a ellos que terminará inscribiéndose el affaire Cassez, el cual, por cierto, algo tiene de Dreyfus y otro tanto de Miranda.
De Dreyfus, no por el antisemitismo pero sí por la xenofobia que despierta el acento de la mujer francesa, y de Miranda, también por el odio al extranjero, pero sobre todo por lo que tiene que ver con la violación a los derechos procesales.
No tengo duda de que los ministros sentados en la primera sala de la SCJN están conscientes de las altas llamas que se escapan del expediente comentado. Un asunto que, insisto, como los casos previos, no posee implicaciones únicamente legales sino también marcas políticas y culturales.
Acaso si la cuestión se redujera a un debate sobre el principio de legalidad, consagrado por el artículo 16 constitucional, y sobre cómo éste se aplicó en el caso Cassez, el próximo 21 marzo la mujer sería liberada. Como bien advierte Arturo Zaldívar, el ministro ponente, la evidencia del caso fue devastada por las autoridades que apresaron a la ciudadana francesa y con lo que quedó de ésta muy poco puede hacer un juez.
La autoridad policial cometió errores que se apilan en dos sentidos: de un lado privó a las víctimas para que se beneficiaran de la justicia y del otro, dañó la posibilidad de defensa que tenía la señora Cassez.
De esta equivocación simultánea es que se deriva el dilema central del caso: si los ministros de la Corte deciden liberar, al mismo tiempo estarían culpando a la autoridad que “devastó” la evidencia.
Los nombres y los apellidos de esa autoridad son Genaro García Luna y Luis Cárdenas Palomino. En este caso no fue Emilio Zolá quien escribió el j’accuse para defender a Dreyfus, fue el ministro Arturo Zaldívar en cuyo razonamiento apuntó sin ingenuidad contra los funcionarios citados.
Tengo para mí que es en esta coordenada donde el asunto alcanza su complejidad más ciega. Acusar a Genaro García Luna en este sexenio ha sido tomado una y otra vez como una traición al Presidente y a su gobierno. Nadie ha gozado de tanta deferencia y protección por parte de Felipe Calderón como su secretario de Seguridad Pública. Justo en sentido inverso a la hebra política se halla la reforma cultural que el caso Cassez podría propinar a las formas y los modos autoritarios que predominan en la policía mexicana.
Si la SCJN confirma los criterios y principios defendidos por el ministro Zaldívar, será difícil que vuelva a haber en nuestro país otro (super)policía, (super)impune que se atreva a subordinar el debido proceso para reventarnos con demagogia su muy autoritario e ilegal talante para resolver la criminalidad.
Como consecuencia se colocaría también una suerte de impedimento —de facto— para que el actual secretario de Seguridad Pública, o su socio, el señor Cárdenas Palomino, repitan en el cargo durante la próxima administración.
Se trataría, en efecto, de un repudio definitivo contra quienes manipulan la ley a favor de su inaceptable y torcido arbitrio, un rechazo valiosísimo frente a quienes en vez de perseguir los delitos hacen relaciones públicas para beneficiarse políticamente.
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