11/13/2016

Mar de Historias : Rojo intenso


Cristina Pacheco
De todas las personas que viven en este condominio, sólo llevo amistad con Maclovia. Empezó a trabajar en la casa de don César hace años, muy poco tiempo después de que él enviudó. Más que sirvienta, ella es como un pariente que se interesa por él, le cuida el dinero, procura darle gusto y respeta su manera de ser.
Según lo poco que lo he tratado y por lo que me cuenta Maclovia, me doy cuenta de que don César es un hombre excesivamente discreto, pero de ninguna manera hosco. Saluda a todo el mundo, asiste a las reuniones de condóminos, pero nunca nos ha invitado a su casa. Allí sólo recibe a seis o siete amigos que vienen los miércoles a jugar dominó.
Aunque le dejen la casa en desorden, a Maclovia le caen muy bien los visitantes porque animan a su don César y a ella la divierten con sus ocurrencias. A veces discuten, se pelean, parece que van a llegar a los golpes, pero al final se ríen y prometen futuras revanchas.
Enseguida de que se van sus amigos, don César guarda con cuidado las fichas. Luego pone música y se fuma un puro. Maclovia sabe que el médico se lo tiene prohibido, pero no dice nada y disfruta el olor del tabaco que le recuerda una de las épocas más bonitas de su vida: cuando trabajó en un café del centro adonde iban comerciantes a fumar y a componer el mundo a gritos. A veces, como los jugadores de dominó, parecían a punto golpearse, pero después quedaban tan amigos como antes.
II
Los hermanos de Maclovia conocen y aprecian a don César, pero todo el tiempo la están llamando para aconsejarle que se vaya a vivir a Zacatlán. Allí podría trabajar en la tienda de abarrotes que tienen y, si quiere vivir sola, rentar una casa barata. Me parece que la oferta es muy buena, pero a Maclovia no le interesa. Cuando le pegunto por qué me sale con lo mismo: no puede dejar solo a don César, la necesita para todo porque el pobre no sabe hacer nada. Otra cosa será el día en que él encuentre una compañera.
No dudo que muchas mujeres puedan sentirse atraídas por don César: para sus 65 años, es bastante guapo y se ve muy fuerte; lo malo es que él no tiene amigas ni asiste a las reuniones familiares en las que podría conocer a alguien que le gustara. Luego esas cosas funcionan y acaban en matrimonio. Ojalá, dice mi amiga, pensando en el futuro de don César.
III
Maclovia nunca me visita por la mañana, pero este martes lo hizo. Supuse que había ocurrido algo extraordinario y necesitaba contármelo. No me equivoqué: el lunes como a las cinco de la tarde sonó el timbre en su departamento. Maclovia contestó por el interfono. Una mujer preguntó por César Valles. Necesitaba entregarle el boleto para la comida anual de su generación preparatoriana.
Muy sorprendida, Maclovia le pidió que esperara un momentito y fue a preguntarle a don César si debía abrir o no. ¿A quién? A una señora que le trae una invitación. ¿Te dijo su nombre o de parte de quién viene? Sin responder, mi amiga corrió al interfono y pidió sus datos a la desconocida: Minerva Santos. Fui compañera de César en la preparatoria. Dígale que no le quito mucho tiempo.
Si alguien conoce a don César es Maclovia. A pesar de su expresión amable, ella notó el fastidio que le causaba la inoportuna visita de Minerva: estatura y talla regulares, ojos claros, pelo corto teñido de rubio, cero maquillaje, labios intensamente rojos. Cuando él la saludó ella le puso un sobre entre las manos: Aquí está tu boleto. Esta vez no puedes faltar. Él no supo qué decir.
Maclovia tuvo que hacerla de anfitriona.
En cuanto los vio instalados les ofreció un café. , contestó Minerva alargando la i. Con una respuesta le bastaba y se encaminó a la cocina para encender la cafetera. Procuró tardarse lo más posible en colocar las dos mejores tazas en una charolita y volvió a la sala. En el sillón chico, don César parecía un gato acorralado mientras que Minerva, toda sonrisas, hablaba y hablaba. Maclovia pensó en una forma de pararla y se acercó a ella: ¿Azúcar? Sí, gracias. Una cucharadita no hace daño ni creo que me engorde.
Según Maclovia, en ese momento don César desperdició la oportunidad de decirle algo amable a su visitante, por ejemplo: Te ves muy bien o sigues teniendo ojos bonitos, pero ¡nada! La situación era incómoda y Maclovia prefirió huir a la cocina. Desde allí escuchó el tono ligero con que Minerva hablaba de sus antiguos compañeros, de los cigarros con filtro dorado que fumaba su maestro de filosofía, de los esquimos; pero don César, ¡callado como una tabla!
Alguien tenía que ser cortés con la hablantina: ¿Otro cafecito? preguntó a distancia. Minerva dijo que no, ya era tarde y aún le quedaban otras invitaciones por entregar. Don César no intentó retenerla ni sonrió cuando ella le dijo que, según el número de sus boletos, iban a sentarse juntos en la comida.
Maclovia acompañó a Minerva al estacionamiento de visitantes y regresó al departamento. Don César no la oyó entrar y, creyéndose aún solo, siguió acariciando con mucha suavidad la taza donde había quedado la huella rojo intenso de unos labios.

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