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La Jornada
Pedro Miguel
El término visión
tiene sentidos distintos y hasta contrapuestos. Además de la complicada
función fisiológica que conocemos como el sentido de la vista, designa
actos epistemológicos como (tercera acepción de la RAE) la
contemplación inmediata y directa sin percepción sensibleo la
iluminación intelectual infusa sin existencia de imagen alguna; denota, asimismo, las cualidades de la comprensión y la perspicacia (como cuando elogiamos la visión política de alguien), pero también la “creación de la fantasía o imaginación, que no tiene realidad y se toma como verdadera (sexta acepción) y la
iluminación intelectual infusa sin existencia de imagen alguna(novena acepción). Me parece que esa polisemia está presente en la Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes, un ejercicio extraordinario de evocación, por todos los medios imaginables del conocimiento, de lo que fue este pobre valle de México. Qué bueno que don Alfonso no tuvo a la vista una pantalla con el Google Earth ni logró hacer zoom in, en consecuencia, a ese conjunto de costras grises y resecas sobre las que millones de pobladores sobrevivimos a nuestros propios engendros urbanísticos y políticos y a la nueva conquista del Anáhuac por las tropas de la avaricia, la especulación urbana y la privatización, necesitados, más que nunca, de ese fulgor de la emoción histórica para iluminar el teatro con una luz distinta.
Reyes, el regiomontano deslumbrado por las resonancias de nación
presentes en el valle de México, construyó el mundo del Anáhuac con una
diversidad de materiales: la historiografía, la geografía, la
incomprensión explícita, la nostalgia del conocimiento perdido, la
imaginación, lo sensorial y el idioma. Al hacerlo fabricó, en forma
paralela, un nuevo género literario: la visión, que toma elementos de la
crónica de viajes (Humboldt, la marquesa de Calderón), el registro
histórico, o como sea que se llame eso que hicieron los cronistas de la
Conquista, la exaltación topográfica y una suerte de ejercicio de
introspección sociológica que antecede al Laberinto de la soledad de
Paz. El Anáhuac de Reyes es mítico, así sea sólo por la carga de
juicios y consideraciones del autor, pero al mismo tiempo es un lugar al
que cualquiera puede acudir con sólo abrir un libro y, por ello,
merecería aparecer en los mapas. Nota a los programadores de Google
Earth: ojalá que en las siguientes versiones de su programa incluyan el
Anáhuac y otros sitios aún más reales como Ítaca, la Ínsula Barataria y
Macondo.
La Visión de Anáhuac inspiró otras cosas. El
texcocano Abraham Nuncio se preguntaba por qué Reyes no había empeñado
su pluma en una construcción referida a Monterrey y encontró que se la
impedía la cercanía sentimental. Abraham no se propuso nunca, como él
mismo lo dice, llenar una ausencia en la obra alfonsina, pero tuvo la
idea de emprender un ejercicio análogo: aplicar a la capital de Nuevo
León
una tectónica de valores y referencias culturalesa una ciudad que ha llegado a tal grado de desarrollo que
desborda su geografía y aun la del paísy
llenarse de su historia. Y se abocó a escribir, a investigar, a interconectar, a remembrar, a respirar, a amar y a detestar a la ciudad en la que había decidido hacer su vida. El resultado fue Visión de Monterrey, un libro publicado hace 20 años, con motivo del cuarto centenario de la fundación de la ciudad.
La visión de Nuncio es tan distinta a la de Reyes como lo es el
templado valle lagunar de México de la meseta aridoamericana de clima
arisco en la que los colonos españoles se empecinaron en fundar una
ciudad, expropiando el espacio a pueblos indígenas de los que no quedó
ni el recuerdo. A diferencia de la construcción alfonsina de
Tenochtitlan, el discurso nunciano no puede erigir nada en un pasado
prehispánico que se disolvió en la invasión y el despojo, y cuya cultura
nómada y precaria fue expulsada geográfica y conceptualmente de la
ciudad.
Por lo demás, la pujante Monterrey contemporánea –la de la segunda
mitad del siglo XX y los albores del XXI– guarda poca relación con el
insignificante y ensimismado enclave establecido en 1594 sin más afán
que el ánimo de posesión y expansión de la corona española y que fue, a
lo largo del Virreinato y de las primeras décadas de la república
independiente, un ariete en la guerra de sometimiento y exterminio en
contra de los habitantes originarios de la región. El asentamiento tenía
población insuficiente, estaba lejos de los centros urbanos prósperos
de la época –Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Saltillo,
Monclova– y su entorno geográfico le quedaba grande.
No es sino hasta fines del XVIII que la ciudad empieza su
despegue, hecho posible por el desarrollo de la minería en regiones
próximas y por la fundación de instituciones clericales y sustentado,
luego, por una incipiente industria asociada a las guerras: la de
Independencia, los conflictos internos de la joven república y,
posteriormente, de la invasión estadunidense, que en Monterrey se
tradujo en dos años de ocupación y en un
acercamientode la frontera a la ciudad. Los invasores descubrieron un destino propicio para las inversiones, se incrementó el comercio transfonterizo y a ello se sumó una inmigración de empresarios europeos que habría de cuajar en un proceso de mestizaje oligárquico del que proviene en buena medida el empresariado regiomontano contemporáneo. Se configura, así, el escenario adecuado para el boom industrial y financiero que empezará en la capital neoleonesa a fines del XIX.
Sobre esta base histórica, Abraham Nuncio construye el relato
descarnado, realista y preciso de la gestación de un centro
metropolitano que
desborda su geografía y aún la del paísy en cuyo pulso
se presiente, con todos sus vicios y virtudes, el futuro de otras ciudades del mundo aún colonizado por las finanzas de las potencias económicasy que –recuérdese que el libro se escribió a principios de la última década del siglo pasado– empieza a dejar atrás su etapa industrial. Esa visión que se dirige al futuro y no al pasado, como la de Reyes sobre el Anáhuac, obliga a recordar sin embargo que,
como en el principio, la ciudad es un reinoy que
quienes mandan son diez. Un reino caracterizado así:
Altas torres, palacios privados y públicos, jardines y perros a los que se da periódico atavío, colecciones de pinturas y joyas de las que se habrían podido jactar las antiguas repúblicas italianas, señores que disponen de todo y de todo disponen, una corte domiciliada en la casa de los espejos; pero también barracas pobres, mendigos privados de todo y analfabetas carentes de computadora conectada a la red internacional y sin página electrónica en su futuro; malos olores, mugre y epidemias coloniales.
En sus notas finales, la Visión de Monterrey adquiere tintes
de oráculo y el visionario Abraham Nuncio deja que las palabras finales
sean la condición de los habitantes que Raúl Rangel Frías describió en
1972:
Erguidos contra sí mismos, para rehuir la soledad y la locura.
Construyen más altos los muros de la ciudad, para defender los bienes
que encubren la desviación y el extravío. Y que llevan dentro bajo la
máscara de la razón, de la fortuna, del éxito. Una armadura rígida por
donde asoma, pese a la victoria de las armas y las galas decorativas de
las artes, otro rostro. El reflejo inquieto, descompuesto, del ángel de
la melancolía, que es hijo de la locura que hizo préstamos a la razón
para edificar este mundo lineal, abstracto, vacío.
Hoy las cosas son peores, como lo advierte Nuncio en el prólogo a la segunda edición:
La Sultana del Norte ha dejado de serlo. Presa de la incuria, sus calles, incluso en el primer cuadro de la ciudad, son testimonio, salvo en algunos lugares, de un presente que presagia ruina.
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