Desde sus orígenes
en el siglo XIX, México fue una sociedad del desacuerdo. La larga
contienda entre liberales y conservadores, que entrecruza la primera
parte de su historia, no fue una lucha por dirimir las reglas para
cohabitar en el mismo Estado, sino un incesante intento de erradicar al
otro de la geografía política. Tanto los liberales como los
conservadores heredaron del mundo novohispano la máxima principal de su
antigua forma de gobernar: obedecer y callar. Esa forma derivó en una
sociedad incapaz de fincar su cultura política en un principio básico
que distingue a las sociedades modernas: el principio de que el único
acuerdo posible duradero consiste, primero, en la posibilidad de
enunciar y fijar el desacuerdo, y, segundo, en el arte de dirimirlo de
manera institucional. Toda crítica era leída como una afrenta y toda
impugnación como un llamado a la confrontación. El resultado fueron tres
guerras civiles –que se inician a partir de la rebelión de Ayutla– y
una guerra de intervención.
No es una casualidad que la primera versión de un poder estable se
haya traducido en el monolítico orden que sostuvo a Porfirio Díaz, el
representante por excelencia del liberalismo decimonónico. En México,
liberalismo y democracia han sido –y hasta la fecha lo son– dos
realidades visiblemente enfrentadas. A estas alturas, ya se podría
decir, incompatibles.
El Estado que produjo la revolución perfeccionó y dio bases sociales a
esta cultura política. Durante seis décadas, desde 1929 hasta 1988,
disentir –con la presidencia, por supuesto– significaba oponerse, –es
decir situarse en la puerta de salida del régimen–, y oponerse equivalía
a colocarse en el espacio del enemigo. No me refiero a la figura del
adversario político, sino a la del enemigo a secas: alguien al que se
debe obligar a claudicar o rendirse. Desde los años 40, la izquierda
–ciertas franjas de la derecha– tuvieron que lidiar con este ostracismo.
El principio era muy simple: todos contra uno. El presidente debía
garantizar la unanimidad de esta lealtad, el aparato de Estado, ponerla
en práctica. La guerra fría proporcionó los dispositivos ideológicos de
esta configuración bicéfala. En el léxico priísta, el término de
unidadfue siempre un sinónimo de lealtad, y el de lealtad de sometimiento.
En la década de los 90, parecía las cosas podrían cambiar. La
sociedad política se abrió a un intento de pluralismo, y a una nueva
cultura política sobre el desacuerdo: fuerzas enfrentadas lograron
(durante un breve lapso) cohabitar (y esforzarse) para sostener un
endeble proceso de democratización de la vida pública. El intento no
duró mucho. Ante el dilema de gobernar bajo principios mínimamente
democráticos o arrinconar a las opciones que pugnaban por un cambio de
rumbo –ahora fijadas por la tecnocracia global–, Vicente Fox optó por la
segunda. En algún momento entre 2002 y 2004, la transición política se
interrumpió. El resultado fue la catástrofe de 2006: el fraude
electoral, el PAN escenificando las mismas prácticas que habían
distinguido al antiguo sistema. Una vez más, el retorno a la sociedad
del desacuerdo.
Lo que siguió con Felipe Calderón –y después con Peña Nieto–
fue la construcción de un aparato de Estado dedicado a demostrar que
nada iba a cambiar, incluso si ello requería entretejer a ese aparato
con las redes profundas de una nueva técnica de gobierno: la
criminalización de los órdenes políticos de la vida cotidiana. Los
recientes comicios en el estado de México y Coahuila muestran la
profundidad que ya adquirió esa técnica de gobierno. El proceso de
democratización ya ingresó en un interregno.
Las elecciones que se avecinan en 2018 tienen como punto de partida
lo que se podría definir como un escenario de repetición: al igual que
en 2006 y en 2012, el todos contra uno. Es falso que hoy existan las
condiciones para construir un frente de fuerzas antipriístas. Ni el PAN
ni el PRD pueden permitirse ese lujo (aunque lo necesitarían para
rehacer consensos perdidos). Ese
unoserá por tercera lo que hoy reúne Morena.
Frente a esa disyuntiva, AMLO ha optado por disminuir los rubros
sociales de su programa, abrir expectativas de alianzas múltiples y dar
la bienvenida a cual sea que el destino haya colocado fuera de la
coalición gobernante. Se ve difícil (aunque no imposible). Su dilema
principal no es tanto el contexto nacional –18 años de política de
austeridad han desacreditado tanto al PRI como al PAN de manera ya
impredecible–, sino el sistema de fuerzas globales que intervienen sobre
México. La banca global, las redes de las corporaciones, las agencias
de seguridad que dan oxígeno a los tráficos mexicanos quieren ver un
tecnócrata en Los Pinos, ya sea del PAN o del PRI. Alguien formado por
ellos y con ellos, al que puedan controlar de la misma manera que a
Calderón y Peña Nieto. Por más que reduzca su programa y extienda sus
alianzas, AMLO no lo es. Es un extraño en ese mundo. Y quien pone su
dinero en créditos, no lo pone en manos de una posible duda.
Sin embargo, hay dos factores que son impredecibles.
1) La política local en México se ha volatilizado. En una elección
presidencial es perfectamente impredecible. El PRI no podrá repetir la
escena del estado de México en 32 estados. No tiene ni recursos, ni
gente, ni consenso para hacerlo.
2)
Las fuerzas globales nos son homogéneas. Trump ha desquiciado las
alianzas internacionales, y no hay pocos interesados –sobre todo en
Europa– en apoyar en México una zona de contención contra Washington. En
Estados Unidos mismo, las fuerzas que quisieran ver un presidente
mexicano con más capacidad de resistir no son pocas.
Todo está por verse. Mientras que el PRI y el PAN no nominen a sus candidatos, la contienda aún no comienza.
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