Pedro Miguel
Para tirios y troyanos es difícil aceptarlo: se acabó. El régimen instaurado mediante un golpe de Estado electoral el 6 de julio de 1988 –y que se gestó en las mismas entrañas del viejo modelo del desarrollo estabilizador desde inicios de esa década– tiene las horas contadas y fecha precisa de terminación. El próximo 1º de diciembre, es decir, en menos de cinco meses, estará muerto. Algunas de sus expresiones más horribles han desaparecido ya y en las siguientes 16 semanas se extinguirán otras. La sublevación social y ciudadana que se concretó el domingo primero de julio entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde ha liberado al país de una dictadura oprobiosa del grupo político, empresarial, mediático y delictivo que dominó durante 30 años y que operó en ese periodo un colosal programa de destrucción nacional: desmanteló políticas de Estado, hizo de la corrupción un rasgo estructural del poder público, liquidó la soberanía, destruyó la industria nacional, arruinó el campo, barrió con empresas públicas, liquidó sindicatos y comunidades, fomentó el acanallamiento de sectores sociales enteros, hizo negocios con la devastación del territorio y los recursos naturales, empujó a la delincuencia a cientos de miles y en su último tramo, en las presidencias de Calderón y de Peña Nieto, propició, por omisión o por dolo, un cuarto de millón de asesinatos, decenas de miles de de-sapariciones e incontables viudeces y orfandades.
Después de varios intentos fallidos por sacudirse esa tiranía, la sociedad mexicana finalmente encontró una salida en el programa político que López Obrador y sus colaboradores han venido modelando desde 2004 y que proponía, dicho muy en síntesis, concientizar, organizar y unificar para conformar una mayoría capaz de tomar las urnas por asalto con un consenso básico: erradicar las redes de corrupción e impunidad –que han sido los principales aglutinantes de la oligarquía neoliberal–, gobernar en acuerdo con las leyes y reorientar la administración pública, que ha sido convertida en oficina de gestión de intereses privados, para ponerla al servicio de la población en general. Tras 14 años de acumulación de fuerzas y tras dos intentos frustrados por el abierto fraude electoral (2006) y por la compra masiva de votos en 2012, la insurrección tuvo éxito en los comicios del domingo. Unos 32 millones de ciudadanos terminaron por concluir que la persistencia del régimen oligárquico era ya insoportable, de una u otra manera encontraron acomodo, viabilidad y futuro en la tercera versión del proyecto de nación lopezobradorista, confluyeron en un polo que fue atrayendo a individuos, organizaciones, sectores y movimientos, algunos desprendidos del propio grupo en el poder, y conformaron un frente amplio en el que confluyen ideologías, clases y visiones del mundo a veces contrapuestas, pero alineadas en torno a las premisas básicas referidas.
El éxito de la sublevación dependía de un factor cuantitativo: a fin de neutralizar los instrumentos que el régimen tenía en sus manos para la distorsión de la voluntad popular, era obligatorio desbordar las urnas con un tsunami de votos; se requería de una mayoría absoluta que sepultara toda tentativa de fraude, y también era necesario comunicar poderío desde antes de la elección para desmoralizar al poderoso adversario. Hubo además la circunstancia afortunada de una ruptura enconada en el seno del grupo gobernante. Tradicionalmente éste disponía de varias franquicias electorales que le servían para dirimir sus pugnas internas y para acomodar a su favor los escenarios legislativos y electorales con la apariencia de la pluralidad y que siempre terminaban aliándose en contra de la oposición real. Por alguna razón, en este proceso electoral las rivalidades cosméticas desembocaron en un pleito real y el régimen se quedó sin la posibilidad de coordinar a sus distintas patentes partidistas para hacer frente a lo que se le venía encima.
Hacia las dos de la tarde la afluencia de sublevados a los centros de votación marcaba ya una tendencia irreversible; los cuartos de guerra de las dos vertientes del oficialismo conocieron a esas horas las primeras encuestas de salida y cuando éstas empezaron a ser difundidas por medios y redes sociales, la capacidad de maniobra del régimen colapsó. A sus tres principales representantes –el Presidente y los dos candidatos– no les quedaba ya más remedio que preparar sus respectivos discursos de aceptación de la derrota.
Las masas sublevadas y victoriosas, en cambio, tienen un largo camino por delante. Para empezar, deben terminar de asimilar la hazaña que lograron y luego deberán enfrentar la hermosa incertidumbre de modelar y reconstruir un nuevo país. Es difícil comprender el fin de lo durable y en las próximas semanas habrá que repetirse y repetirlo: el régimen oligárquico y neoliberal mexicano ha llegado a su fin.
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