José Antonio Meade. Foto: Octavio Gómez |
Vanessa Rubio, su mejor aliada, lo llenó de atributos cada vez que la
entrevistaban en la radio. Con solo mencionar su nombre, de su boca
salían virtudes y atributos de un ser excepcional, en un país donde el
gobierno, partidos políticos y autoridades, tienen el sello indeleble de
la corrupción.
Nada de esa “cultura”, como la llamó Enrique Peña Nieto, salpicaba la
figura del candidato. Era como un ave que camina por el pantano sin
manchar ni una sola de sus plumas. La corrupción no le había hecho mella
en su carrera de 20 años de funcionario público en tres sexenios.
Se trataba de un político excepcional porque ninguno de los
escándalos que hubo en las secretarías de Hacienda, Economía, Relaciones
Exteriores, Desarrollo Social y Energía, lo alcanzaron, y se mantuvo
inmaculado en su paso por cada una de ellas. Eso, al menos es lo que
decían y defendían sus biógrafos oficiales.
Por eso, Peña Nieto y el PRI lo eligieron como candidato y quitaron
los candados de los principios estatutarios que por años fueron
defendidos por los priistas de viejo cuño para evitar, precisamente, que
personajes de fuera del partido se apoderaran de las candidaturas.
Eso no fue un impedimento, bajo la égida del manto presidencial y con
su historia inmaculada como certificado de nacimiento, lo lanzaron como
el candidato idóneo que el sistema necesitaba porque los empresarios,
la iglesia, las grandes empresas de medios de comunicación y otros
grupos poderosos, lo veían con buenos ojos.
Ni la militancia ni los simpatizantes importaron en esta decisión.
Total, al final se disciplinan y siguen las líneas que mandan desde la
dirigencia y, en este caso, desde Los Pinos. Al menos eso es lo que
pensaron en el momento en que ungieron al primer candidato presidencial
ciudadano en la historia del PRI.
Con ese pronombre convertido en adjetivo calificativo de “candidato
ciudadano”, encabezó la alianza Todos por México y se placeó por todo el
país dando un discurso de que él era el mejor candidato de todos por su
honestidad y experiencia.
Pero algo de este experimento no funcionó bien desde el primer día.
Cada vez que en uno de sus eventos hablaba de corrupción, la gente
recordaba los escándalos del presidente Peña y de decenas de integrantes
del PRI. Y cada vez que se autonombraba “candidato ciudadano”, los
priistas volteaban a mirarse entre sí y luego hacia el escenario,
tratando de entender esa esquizofrenia del ser o no ser en el mismo
discurso.
Así fue su peregrinar como un candidato incomprendido por propios y
extraños, como un político excepcional que en cualquier país
desarrollado hubiese sido valorado por su inmaculada historia de
honestidad y transparencia, no en México, donde todas sus propuestas
para llevar al país a ser una potencia mundial fueron ignoradas y
ninguneadas.
Por cierto… Pero con toda esa historia inigualable de rectitud,
honestidad, experiencia y capacidad, uno se pregunta ¿por qué aceptó ser
candidato de un partido y de un presidente marcados por la corrupción?,
¿por qué no denunció todos los casos de desvío de recursos públicos que
se exhibieron en cada una de las secretarías que encabezó?, ¿por qué
nunca se deslindó de un gobierno del que se benefició?, ¿por qué,
finalmente, no hizo ninguna de sus propuestas para sacar al país de la
crisis en los 20 años que estuvo como funcionario público? El voto del
enojo social también tiene que ver con estas preguntas que José Antonio
Meade difícilmente puede responder.
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