Carlos Martínez García
El vendaval ciudadano todo lo levantó. Los vientos recios de la jornada electoral dejaron en harapos a los partidos Revolucionario Institucional (PRI), Acción Nacional (PAN) y de la Revolución Democrática (PRD). Si bien es cierto que las encuestas de intención de voto marcaron desde un inicio claramente que Andrés Manuel López Obrador se alzaría con el triunfo, no deja de ser impactante la debacle de los partidos que dominaban el escenario político del país.
El mazazo recibido por el PRI es mayor, mucho mayor, que el del año 2000, cuando Vicente Fox alcanzó la Presidencia de la República. También lo es en cuanto a las elecciones de seis años después, cuando la cuestionada victoria de Felipe Calderón, si bien hizo estragos en el PRI, para nada son parecidos al huracán que ha dejado semidesnudos a los priístas.
De acuerdo con el Programa de Resultados Electorales Preliminares consultado al momento de redactar este artículo, el candidato presidencial priísta, José Antonio Meade, rondaba 16 por ciento de los sufragios. Porcentaje parecido alcanzaron sus compañeros de partido que aspiraban a llegar a la Cámara de Diputados o de Senadores. Ahora sí que se fueron al despeñadero. Las elecciones de 2012 dejaron al PRI con 204 diputados de los 500 que integraron el Congreso, y 48 senadores de 128. Después del proceso de hace tres días el PRI y sus aliados (partidos Verde y Nueva Alianza) se quedan con 67 diputados y 13 senadores (datos de Jesús Alejandro Sánchez).
El Partido Revolucionario Institucional ha quedado colapsado. La generación que supuestamente lo revigozaría, la de Enrique Peña Nieto, lo llevó al desbarrancadero por sus propios yerros y desatada corrupción. ¿Quiénes se quedarán para reconstruirlo, y los que permanezcan serán capaces de levantarlo de una manera más o menos decorosa? Para efectos prácticos, hemos sido testigos de un final de época. Se va, deseo que para siempre, lo que con singular cinismo declaró un priísta de cepa, Carlos Hank González:Un político pobre es un pobre político.
A la catástrofe que lo sepultó con papeletas electorales, Ricardo Anaya (que alcanzó poco menos de 23 por ciento de la votación) debe sumarle las cuentas que le van a cobrar los panistas que con malas mañas desplazó para quedarse con la candidatura presidencial del PAN. Anaya señala como culpable de su caída a la campaña que dice en su contra realizó el gobierno de Peña Nieto. Siempre se victimizó pero nunca dejó en claro el origen lícito de múltiples operaciones financieras, de tal manera que gran parte de la opinión pública y publicada le recordó su incongruencia al señalar las corruptelas de los priístas sin explicar cabalmente su propia estela de corrupción.
Todos los que pisó Anaya para encaramarse en la cima del PAN, están esperándolo ahora que se ve obligado a bajar. Su soberbia lo encegueció, pensó que con oratoria podría encubrir las trapacerías perpetradas para deshacerse de adversarios que creyó eliminados para siempre. Todavía en el discurso de reconocimiento de su derrota, Ricardo Anaya echó mano nuevamente de la explicación justificante de su rotundo fracaso: la persecución legal y mediática orquestada en contra de él por la administración de Enrique Peña Nieto. Comparándolo con la actitud y palabras de José Antonio Meade al reconocer que la victoria le era ajena, el del PRI se vio elegante y certero, mientras el llamado joven maravilla lució grotesco.
Por su parte, el Partido de la Revolución Democrática, que ya estaba desfondado por la constante migración de cuadros y militantes hacia Morena, perdió contundentemente la joya que ostentó desde 1997 con Cuauhtémoc Cárdenas. De las 16 alcaldías que comprende Ciudad de México, el PRD aliado con el PAN y Movimiento Ciudadano (si las tendencias del conteo permanecen) se quedaría con Benito Juárez, Coyoacán, Milpa Alta y Venustiano Carranza. Los perredistas acusaron el desgaste de gobernar, y le sumaron inocultables prácticas de corrupción que la ciudadanía les ha cobrado en las urnas. Su representación en los congresos de los estados y federal será escuálida.
El vendaval ciudadano tuvo en su favor miles de hombres y mujeres que resguardaron la voluntad popular depositada en las urnas. La participación electoral fue alta (alrededor de 63 por ciento), pero no tanta como auguraba la movilización desde distintos frentes. Los intentos de revertir el sentido de los sufragios se vieron férreamente contenidos por la ciudadanía que laboró voluntariamente en las casillas. Hombres y mujeres se apersonaron en los centros de votación desde muy temprano y hasta que concluyeron el conteo de sufragios, conformaron un ejército que salvaguardó la democracia e inhibieron las intentonas de torcer lo marcado por los votantes en las papeletas.
Fue un vendaval refrescante.
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