El fraude sí se instrumentó, como en
cada elección, pero fue rebasado por una copiosa votación. La
participación de millones dejó sin efectos los intentos de volver a
robar los comicios, como en 1988, 2006 y, probablemente, 2012. Esta vez
el manotazo gubernamental no fue posible.
López Obrador asumirá la Presidencia con
altas expectativas de un pueblo empobrecido, humillado, explotado,
violentado. Dice que no buscará revancha ni venganza. Y aspira a lograr
una “cuarta transformación” del país a la altura de las otras tres: la
Independencia, la Reforma y la Revolución.
La austeridad, el combate a la
corrupción y la imparcialidad son sus banderas y los ejes de su
programa. Apenas reconocido su triunfo, les habló a los mercados y a los
dueños del dinero para tranquilizarlos: no va contra ellos; incluso,
mantendrá la “disciplina” financiera y fiscal, la autonomía del Banco de
México y les dio garantías de respeto a sus bienes (nada de
expropiaciones ni de cancelación de contratos y concesiones).
¿Así se logrará la “cuarta
transformación” del país? ¿La “honradez” basta para detener el despojo y
erradicar las profundas desigualdades? ¿Cómo mejorará la economía y
aumentará los salarios de los trabajadores si le garantiza a la
burguesía financiera que seguirá controlando los hilos macroeconómicos?
Hoy su programa y su equipo presentan
graves inconsistencias; al punto, de no saber qué proyecto de país ganó
realmente este 1 de julio. Defensores de derechos humanos,
ambientalistas, indígenas defensores de sus territorios, sobre todo, la
izquierda social, se muestran con poco entusiasmo.
Celebran la derrota del fraude y de los
grupos políticos que apoyaron a José Antonio Meade y Ricardo Anaya, las
dos caras de la derecha neoliberal que por 7 lustros se han regodeado
impunemente en los negocios al amparo del poder, el despojo y la
explotación de seres humanos y recursos naturales. Pero se muestran
cautelosos, incluso preocupados, por el desinterés del hoy presidente
electo ante las comunidades rurales (mestizas e indígenas) que resisten a
los megaproyectos de minería, parques eólicos, turísticos, carreteros,
represas…
Mientras hay quienes echan las campanas al vuelo,
hay quienes vemos un horizonte complicado, de profundización del
despojo ante los compromisos adquiridos por el próximo presidente de la
República.
Por un lado promete echar atrás el
engendro llamado “reforma educativa”, pero designa al presidente de la
Fundación Azteca y exsecretario de Gobernación, Esteban Moctezuma
Barragán, próximo secretario de Educación Pública. Sólo es un ejemplo.
En materia indígena, apenas ha nombrado a
los pueblos indios de manera genérica en el paquete de grupos humanos
vulnerables. No le ha interesado siquiera entablar un diálogo con
algunas de sus organizaciones.
Ahora que se ha convertido en presidente
electo, López Obrador ha iniciado los contactos para encontrarse con
líderes indígenas del viejo y el nuevo oficialismo. Pero no ha buscado
al Congreso Nacional Indígena. Y no lo hará porque no tiene nada que
platicar con ellos.
No quiere escuchar que los indígenas de
este país no están demandando migajas ni que los incluyan en programas
asistencialistas. La principal demanda de los pueblos indígenas es la
autonomía. Si en verdad López Obrador se plantea encabezar una
transformación “radical” del país, debería empezar con un mínimo de
justicia. ¿En verdad quiere iniciar la Cuarta República? ¿En verdad
desea transformar el sistema político mexicano? Puede empezar con algo
sencillo: la aprobación de los Acuerdos de San Andrés. Contará con
mayoría en el Congreso y, con voluntad política, tal propuesta
fácilmente puede alcanzar la mayoría calificada.
Los Acuerdos de San Andrés sobre
Derechos y Cultura Indígenas fueron firmados por el Ejército Zapatista
de Liberación Nacional (EZLN) y el Estado mexicano el 16 de febrero de
1996, en San Andrés Larráinzar, Chiapas. El EZLN y los pueblos indígenas
se habían mostrado insatisfechos con la redacción pero, en aras de
reconocer que sí representaban un avance y mostrar voluntad para seguir
dialogando, decidieron firmarlos. Quien decidió no cumplirlos, a pesar
de haber estampado su firma, fue el gobierno federal encabezado entonces
por Ernesto Zedillo. La traición no sólo fue del Poder Ejecutivo. El
Legislativo (con todos los partidos políticos entonces representados
ahí) y el Judicial hicieron lo propio para no reconocer a los pueblos
indígenas de México como sujetos de derecho público y, con ello, no
otorgarles autonomía real.
El gobierno se había comprometido
modificar la Constitución y asumir “el compromiso de construir, con los
diferentes sectores de la sociedad y en un nuevo federalismo, un nuevo
pacto social que modifique de raíz las relaciones sociales, políticas,
económicas y culturales con los pueblos indígenas. El pacto debe
erradicar las formas cotidianas y de vida pública que generan y
reproducen la subordinación, desigualdad y discriminación, y debe hacer
efectivos los derechos y garantías que les corresponden: derecho a su
diferencia cultural; derecho a su hábitat: uso y disfrute del
territorio, conforme al artículo 13.2. del Convenio 169 de la OIT
[Organización Internacional del Trabajo]; derecho a su autogestión
política comunitaria; derecho al desarrollo de su cultura; derecho a sus
sistemas de producción tradicionales; derecho a la gestión y ejecución
de sus propios proyectos de desarrollo”.
Se acabaría de tajo con las pretensiones
de mineras y de otros sectores que ven los territorios de los pueblos
indígenas como un botín. ¿Realmente está dispuesto López Obrador a
transformar el país? Con la aprobación de los Acuerdos de San Andrés
tendría al menos el beneficio de la duda del movimiento social, aquél
que desde hoy, y desde la izquierda, ya es oposición frontal.
Zósimo Camacho
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