Es un fenómeno y eso sí se sabe, por lo que no es propio decir que en esos meses se construyó. Viene de lejos. De las luchas por la democracia que sabíamos inmolación en tiempos de hegemonía. Del inspirador, épico, “Éxodo por la Democracia”, que ocurrió cuando muchos éramos niños, y para una enorme porción del electorado, si acaso, referencia histórica de los tiempos convulsos con aspiraciones democráticas… porque hace 30 años que el fenómeno arrancó desde la caliente y húmeda Chontalpa.
(Viéndolo bien, entre quienes votaron por él, hay quienes eran niños en la primera derrota, quienes no tenían edad para votar en la segunda y que ni idea tienen del Éxodo, los reclamos por fraude en Tabasco, su dirigencia en el PRD y su influencia en la reforma electoral que posibilitó las alternancias o la jefatura de gobierno).
Él dice que viene de más lejos. De antiguas luchas y de los veteranos –muchos extintos– luchadores sociales que pedían por todos los medios transición democrática, convencidos de que la vía armada no era, si alguna vez lo fue, una opción para el cambio. Él lo dice y, si acaso, debemos admitir que vio las viejas luchas con simpatía, pero a la distancia, desde el ala más social del PRI, y algunos de aquellos participantes o herederos directos (no todos) se le sumaron en su largo trayecto a la victoria, porque encontraron un piso mínimo de acuerdo. La reivindicación de hoy quizás sea justa.
Fue a base de campaña negra, ese estimulo al prejuicio, como la historia de lucha por la democracia de más de tres décadas quedó anulada por la idea de que tiene un talante autoritario, ínfulas dictatoriales o aspiraciones dinásticas, en buena medida alimentado por, eso sí, una intolerancia a la crítica, principalmente cuando era (o al menos, él creía) injustificada, y reaccionaba como opositor rudo que siempre lo fue. Sin embargo, no hay acto represivo (al menos yo no lo registro) que se le pueda imputar en su trayectoria.
También se alimentaba en la ausencia de formas democráticas, señalada y recientemente, en el seno de Morena. Y López Obrador se burlaba de que a sus críticos les molestara tanto la práctica de votaciones a mano alzada. Se sabe que en todos los partidos la antidemocracia interna campea, pero el nivel de exigencia, bien intencionada o no, tiene que ver con su oferta discursiva de ser diferente.
Luego está la transparencia, componente de todo modelo democrático, que tampoco ha sido su fuerte. Desde la jefatura de gobierno, hubo asuntos como el segundo piso del Periférico, hasta meses recientes, con la calificación más baja para Morena de entre todos los partidos en la Plataforma de Transparencia, que hacen pertinente la duda. Él, candidato permanente, solía descalificar al sistema (por fifí) y apostarlo todo al ejemplo personal, la honestidad con un valor superior a la norma y la técnica. Vieja disyuntiva: el gran hombre o la gran institución. En democracia, sabemos, debe creerse en la segunda opción.
Hay un principio del derecho social (lo había, en la doctrina, hasta hace poco): el de igualdad por compensación. Es aquello de ayudarle un poco a la parte en desventaja frente a la parte poderosa. Si ese principio podía aplicarse con Andrés Manuel, se acabó, como también la celebración, porque él ha iniciado, inclusive con cierta desmesura, la toma del poder; empieza a ser el sistema.
Lejos del prejuicio (del tipo que se plantea el absurdo de una reforma para reelección o un proceso represivo, meramente especulativas) y de la simpatía que todo perdona y festina –inclusive de periodistas, analistas y comentaristas, legítimamente hartos de que en el país no pasa nada– debe dejar de lado la celebración por el hombre. Esta vez, no debe haber cautela ni período de gracia.
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