Editorial La Jornada
La secretaria de
Gobernación, Olga Sánchez Cordero, informó ayer que la iniciativa de Ley
de Amnistía recién aprobada en la Cámara de Diputados, que se encuentra
en el Senado de la República, beneficiará a alrededor de 6 mil 200
personas que en la actualidad purgan sentencias por actos ilícitos,
entre ellos robo simple y sin violencia, portación de drogas o aborto,
con prioridad para los integrantes de pueblos indígenas.
La disposición, en cambio, no aplicaría en casos de hurto con
violencia, a quienes hayan usado armas de fuego en la comisión del
delito, a quienes hayan atentado contra la vida o la integridad de las
personas ni en casos de secuestro.
A la elaboración de la iniciativa señalada se suma la excarcelación,
en el año que está por terminar, de decenas de activistas y luchadores
sociales que se encontraban presos y cuya liberación ha debido
tramitarse caso por caso.
Ambas acciones apuntan a empezar a corregir la tremenda injusticia
que impera en las prisiones del país, heredada tanto por un sistema de
justicia tradicionalmente clasista, racista y misógino, como por el
populismo penal que acompañó a la estrategia antidelictiva impuesta por
Felipe Calderón, que consistió en aumentar las penas, incrementar el
número de reclusorios –y de su población–, priorizar el castigo por
encima del principio de reinserción social y satanizar a priori
a los infractores, sin considerar que buena parte de éstos son, a su
vez, víctimas de la pobreza, la desintegración social y familiar y las
deformaciones del propio sistema judicial.
Con esas consideraciones en mente resulta a todas luces necesario
restringir la permanencia en la cárcel a lo estrictamente establecido en
las leyes, erradicar situaciones en las que los reclusos pasan años sin
recibir sentencia y, sobre todo, revisar las nociones de peligrosidad
social de los internos, con el fin de reducir la población carcelaria
del país.
Debe reflexionarse en el hecho de que en muchos casos las prisiones,
en lugar de lograr la reinserción de los internos, tienden a
reafirmarlos en las conductas antisociales; es por eso que se les llama
atinadamente
universidades del crimen.
Pero no basta con reducir el número de reclusos; se debe, además, sanear los centros de reclusión, eliminar los llamados
autogobiernos–que son, en realidad, administraciones de las mafias–, combatir la corrupción que los caracteriza y garantizar la observancia de los derechos básicos de los infractores.
Estos y otros propósitos están contenidos en el Plan Nacional de Paz y
Seguridad que presentó el equipo del actual presidente Andrés Manuel
López Obrador, en la etapa de transición del año pasado, y constituyen
el punto 7 de la Estrategia Nacional de Seguridad Pública aprobada por
el Congreso de la Unión y publicado en el Diario Oficial de la Federación el 16 de mayo del año en curso.
Sin embargo, en el terreno carcelario y penitenciario el cumplimiento
de tales lineamientos no parece haber empezado, y si no se emprende su
cumplimiento a la brevedad el país seguirá enfrentando un grave factor
de fortalecimiento a la delincuencia organizada y una circunstancia que
resume gravísimas anomalías en el estado de derecho.
Cabe esperar, pues, que más allá de la amnistía en proceso de
aprobación y de la excarcelación de infractores responsables de delitos
mínimos, se haga frente al desafío que representa el terrible estado
actual de las cárceles.
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