El uso del lenguaje no es neutral. No somos todo lo que decimos pero
lo que enunciamos o callamos nos sitúa en algún punto, flexible, de una
red de relaciones sociales y de poder significativa. Los usos de la
palabra, y del silencio, no son irrelevantes, contribuyen a expresar y
moldear el mundo en que vivimos, cómo lo percibimos y cómo nos
relacionamos con los demás, cerca o lejos, en armonía o en
confrontación. Por eso, la manipulación del lenguaje y la contaminación
de la conversación social por el poder y sus discursos autoritarios daña
la convivencia social y afecta la calidad de la democracia que requiere
del diálogo y del sentido crítico.
Mucho se ha escrito en estos días acerca del lenguaje divisivo que ha
caracterizado el discurso oficial en el último año. No es asunto menor,
en efecto, que desde la tribuna o púlpito del Poder Ejecutivo se
asesten a diestra y siniestra descalificaciones a quienes no coinciden
con el proyecto sexenal o critican el actuar gubernamental, así lo hagan
en defensa de principios que el actual régimen dice defender, tales los
derechos de las comunidades indígenas amenazadas por el mal llamado
tren “maya”, o los de las mujeres marginadas a quienes se afecta con
políticas que poco contribuyen a la justicia social. Lejos de promover
la unidad en la diversidad, a la que a veces se exhorta, la voz cantante
del poder ha fomentado una estridencia verbal que intensifica las
manifestaciones de discriminación ya existentes, y excesivas, en México.
Sin embargo, la contaminación del discurso social por la mentira, la
descalificación y la hostilidad hacia los “otros” y “otras” –quienes no
piensan “como yo”, quienes son diferentes, quienes no alaban o no
vilipendian al líder y un largo etcétera– no es sólo responsabilidad del
presidente, su gabinete y otros actores políticos. Retomar, usar,
repetir sus calificativos excluyentes, despreciativos, agresivos nos
convierte en caja de resonancia de ese discurso divisivo, de las
descalificaciones y burlas que criticamos en boca de otras personas.
La sociedad mexicana de por sí carga con un hondo problema de
discriminación. Nuestro lenguaje está atravesado de expresiones machistas,
clasistas y racistas que ninguna receta de lenguaje incluyente podrá eliminar
porque en ellas se manifiesta una forma de vernos y de ver a los demás cargada
de prejuicios, que se reproducen en una sociedad plagada de desigualdades y
poco crítica de sí misma.
A las viejas expresiones, y actitudes de superioridad de unos y
negación de otros, se han ido sumando vocablos sacados del cajón del
resentimiento, de la mofa, que se usan sin pudor porque están
“autorizados” desde la voz oficial. Así, al ya amplio arsenal de
etiquetas con que restamos inteligencia, derechos y humanidad a otros y
otras, se añade hoy una clasificación dualista que reproduce, en
síntesis, la rancia división en seres “buenos” y “malos”, “puros” e
“impuros”, que deriva en “dignos” o “indignos” de confianza, respeto,
duelo o derecho a existir.
Hay quienes se autocalifican con la palabra excluyente de moda, como
intento de resignificación, o como reconocimiento de no pertenencia al
grupo en el poder. Las palabras sin duda pueden adquirir nuevos
significados y negar la exclusión original. Sin embargo, en el contexto
actual, esta resignificación es sólo relativa: mal que bien nos situamos
de un lado de la brecha trazada desde la mirada oficial y adoptamos o
parecemos adoptar la visión de que aquí sólo hay dos bandos separados o
al borde de la confrontación.
El paso del discurso excluyente al discurso de odio no es lineal. Sin
embargo, reproducir y aceptar la descalificación continua separa y daña: reduce
nuestra comprensión de la diversidad de formas de pensar y vivir y la capacidad
de diálogo necesaria para enfrentar y superar problemas que afectan el presente
y futuro de todas y todos.
Sin etiquetas, el 2020 puede ser mejor.
CIMACFoto: César Martínez López
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