Las nuevas disposiciones de la
Ley de Residuos Sólidos de la Ciudad de México, entraron en vigor el
primer día del año, y con ellas la prohibición de comercializar,
distribuir y entregar bolsas de plástico dese-chables. Esta medida,
mediante la cual se busca consolidar con la fuerza de la norma un cambio
de hábitos que ha ganado presencia entre los habitantes de la
metrópoli, obliga a reflexionar acerca del carácter ubicuo de ese
material sintético en la vida contemporánea. Ante todo, se impone
considerar las consecuencias que estas maleables materias tienen hoy, y
las que tendrán en el futuro, para las condiciones de habitabilidad del
planeta.
El principal problema que plantean los plásticos ya es bien conocido:
una vez sintetizados por el ser humano a partir de hidrocarburos u
otros, su reintegración a la naturaleza toma tanto tiempo –entre 60
meses y 600 años, según el tipo de polímero– que en términos prácticos
deben considerarse una fuente imperecedera de contaminación. Esto
significa que, de no recibir un tratamiento apropiado, esos materiales
desechados se desintegrarán en fragmentos cada vez más pequeños pero
igualmente imposibles de absorber en la naturaleza: denominados
microplásticos cuando su tamaño se ubica por debajo de cinco milímetros
de diámetro, estos fragmentos se encuentran ya en los aparatos
digestivos de la tercera parte de los peces marinos, y constituyen una
bomba de tiempo para el colapso de los ecosistemas.
Símbolo y motor de la sociedad de consumo, en menos de medio siglo
los plásticos pasaron de ser un material infrecuente y poco apreciado a
formar parte de casi todo cuanto nos rodea, ya sea como materia prima
del objeto mismo o como material de embalaje cuyo tiempo de vida útil se
limita al que le toma al consumidor llegar de la tienda a su domicilio
(o abrir una mercancía recibida en su propio hogar, en un contexto en
que parece irreversible el auge del comercio electrónico). La simbiosis
entre plástico y sociedad de mercado es tal que, respondiendo a
intereses inconfesables o movidas por las intenciones más loables,
organizaciones y personas preocupadas por el medio ambiente promueven
solucionesmediante cambios meramente cosméticos o de la rentabilización de unos desechos cuya mera existencia resulta injustificable por el costo ambiental en términos energéticos e hídricos que acarrea la producción de objetos a todas luces innecesarios (ejemplos de los cuales son los embalajes excesivos, diseñados para hacer más atractivo un producto; o los vegetales despojados de sus cáscaras y vendidos en recipientes de un solo uso).
La prohibición de las bolsas desechables en la Ciudad de México
ilustra de qué manera los intereses mercantiles y las conductas
arraigadas en una cultura del desecho pueden desvirtuar a una velocidad
pasmosa los intentos de poner manos a la obra ante esta problemática:
por una parte, supermercados, tiendas departamentales e incluso pequeños
comerciantes han encontrado en las nuevas disposiciones un filón para
la venta de bolsas reutilizables (en algunos casos a precios abusivos);
mientras no pocos clientes encuentran más fácil adquirirlas en cada
compra antes que prescindir de cualquier bolsa o cargar una consigo.
Si persiste este proceder, el fin de las bolsas desechables no sólo
no supondrá un beneficio al medio ambiente, sino que se revelará
contraproducente: debido a la cantidad de material y los procesos de
manufactura que requieren las bolsas llamadas
ecológicas, las que únicamente tienen un impacto menor al plástico cuando son reutilizadas en más de 100 ocasiones.
Lo anterior no debiera interpretarse como un señalamiento contra la
voluntad del gobierno capitalino para avanzar en un tema a todas luces
ineludible, sino como una advertencia de todo el camino que falta por
recorrer en materia regulatoria, así como sobre el hecho de que ningún
acto de las autoridades será efectivo mientras iniciativa privada y
ciudadanos no asuman sus propias responsabilidades ante una crisis que
concierne a cada habitante del planeta.
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