4/02/2010

Pederastas....



Pederastia e hipocresía


Editorial La Jornada.
En el contexto de una homilía realizada ayer en la Catedral Metropolitana, el arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, indicó que su arquidiócesis no tolerará o defenderá a curas pederastas; llamó a los obispos auxiliares a realizar una revisión exhaustiva en la arquidiócesis, a efecto de detectar a sacerdotes responsables de abusos sexuales contra menores; convocó a la ciudadanía en general a denunciar cualquier caso de este tipo a las autoridades civiles y a las eclesiásticas, y sentenció que los sacerdotes no gozamos ni debemos gozar de ningún fuero.

Por severas que resulten, las advertencias de Rivera Carrera son insuficientes e inverosímiles dentro de un contexto en el que los agravios a escala nacional e internacional son muchos, y en el que, pese a la política de control de daños emprendida en semanas y meses recientes por el Vaticano –y continuada, según puede verse, ayer mismo en la catedral capitalina–, persisten los señalamientos sobre el patrón de encubrimiento e impunidad en el seno de la jerarquía católica.

Al respecto, no puede soslayarse que el propio Rivera Carrera ha sido objeto de acusaciones por encubrir a curas abusadores. Baste señalar, como botones de muestra, las denuncias en su contra por brindar protección al sacerdote Nicolás Aguilar –acusado de múltiples agresiones sexuales contra menores durante su estadía en la diócesis de Tehuacán, Puebla– y por desempeñar un papel determinante en su traslado a Estados Unidos, donde, a su vez, el cura fue acusado por la violación de 26 niños. A lo anterior deben añadirse los testimonios del ex integrante de los legionarios de Cristo Alberto Athié, quien ha sostenido que el arzobispo primado de México, enterado de las acusaciones de pederastia que pesaban sobre el fundador de esa orden religiosa, Marcial Maciel, las consideró parte de un complot contra la Iglesia, y minimizó posteriormente la suspensión a divinis impuesta a ese religioso michoacano con el argumento de que sólo lo invitaba a retirarse a la vida privada.

Con tales antecedentes, la declaración emitida ayer por Rivera Carrera resulta, además de tardía e inverosímil, hipócrita, pues hay indicios suficientes, y hasta ahora no desmentidos contundentemente, de que el purpurado no sólo toleró casos de pederastia, sino que hizo lo posible para que no salieran a la luz pública y para que los responsables no cayeran en manos de las autoridades seculares.

Por lo demás, la afirmación del arzobispo primado de México de que los sacerdotes no tenemos fuero choca con el desempeño, cuando menos remiso, de las autoridades civiles mexicanas en su responsabilidad de procurar justicia ante estos crímenes, presentar imputaciones a los curas pederastas e investigar a los presuntos encubridores de éstos: a contrapelo de lo afirmado por Rivera Carrera, tal actitud se asemeja mucho a un fuero de facto para los integrantes del clero.

En suma, si la Iglesia católica aspira a recuperar la credibilidad y la autoridad moral que ha perdido a raíz de la difusión de los escándalos de pederastia a escala planetaria, se requiere de una revisión y un análisis exhaustivos, dentro de la propia Iglesia, de los delitos en los que se han visto involucrados algunos de sus integrantes durante muchos años; de una postura autocrítica y honesta de las autoridades religiosas para reconocer sus fallas en lo concerniente a esos crímenes, así como de un compromiso serio y sostenido en la exclusión y la sanción de los sacerdotes responsables, y en la reparación del daño a las víctimas. En tanto esos compromisos no se reflejen en los hechos, declaraciones como la de ayer no dejarán de ser vistas, en el mejor de los casos, como meros gestos de relaciones públicas.

Cleropederastia
La Iglesia del silencio

Soledad Loaeza

En los años álgidos de la guerra fría la Iglesia católica en los países del este de Europa, miembros del bloque socialista, era conocida como la Iglesia del silencio. La represión estatal –nos decían– prohibía a la Iglesia la difusión de su mensaje evangélico y de su trabajo pastoral. El Estado totalitario silenciaba a la Iglesia y al hacerlo impedía la prédica de la verdad. Las denuncias de la Iglesia mártir eran un componente central de la propaganda anticomunista en los países de América Latina. Poco pensábamos entonces en el valor que la Iglesia siempre había atribuido al silencio, y recibíamos esas acusaciones como prueba de la perversidad profunda del comunismo.

Ahora sabemos que la Iglesia del silencio también es la que deliberadamente calla sus propias fallas, encubre los crímenes de sus sacerdotes y con ello pretende mantener autoridad moral para condenar lo que a ella le parece mal: la planificación familiar, el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Estas causas son difíciles de defender en el contexto de una sociedad que se moderniza, pero hoy la Iglesia difícilmente puede erigirse en juez de los comportamientos sociales pues tiene que defenderse de escandalosas revelaciones relativas a sacerdotes que abusaron sexualmente de niños que estaban a su cuidado. Las acusaciones fueron formuladas en algunos casos hace tres décadas; sin embargo, las autoridades eclesiásticas aconsejaron a los quejosos, y a los obispos que querían detener los abusos sexuales de malos curas, que guardaran silencio. Sometidos por el voto de obediencia, los religiosos callaron, mientras los violadores de niños seguían actuando a sus anchas incluso en las mismas parroquias en las que habían sido denunciados.

Muchas de estas historias ocurridas en Estados Unidos y en Europa, en particular en Irlanda y en Alemania, han sido publicadas por The New York Times en semanas recientes. Por esa razón, el Vaticano emitió una protesta contra reporteros y editorialistas de ese periódico, que –dice– ha sido injusto con la Iglesia y ha presentado una imagen parcial y sesgada de los hechos.

La reacción es injustificada. Si leemos los acontecimientos tal y como los presenta The New York Times, la actitud de la Iglesia no se aparta de los patrones establecidos de una institución que ha puesto siempre su propia salvación por encima de la de sus fieles, o incluso de seres humanos que si bien no eran creyentes también eran hijos de Dios. Pensemos nada más en el silencio cómplice de Pío XII respecto del exterminio de judíos en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces el silencio también fue un arma, pero en este caso, como ahora, en manos de la propia Iglesia.

Hoy el reproche fundamental de las autoridades vaticanas en contra de la prensa es que trata este asunto con escándalo, y uno se pregunta: ¿acaso no es escandaloso que un sacerdote a cargo de niños sordomudos haya abusado de más de 200 de ellos en un lapso de casi un cuarto de siglo, como lo hizo Lawrence Murphy en Milwaukee? ¿No es un escándalo que, en su momento, la denuncia contra este mal cura, que presentó ante el Vaticano el obispo de Wisconsin, haya sido pasada por alto, porque de todas formas cuando llegó a conocimiento del cardenal Ratzinger –según las fechas que da el Vaticano– Murphy ya estaba muy enfermo y como se iba a morir muy pronto enfrentaría el juicio de su Creador?

No es escandalosa la información acerca de estos crímenes. Lo escandaloso son los crímenes mismos, el hecho de que los sacerdotes violadores de niños se hayan aprovechado de seres vulnerables que no tenían más protección que la de Dios frente a sus apetitos y su egoísmo. Su comportamiento es reprobable también porque fue un abuso de confianza y un abuso de poder. Imaginemos qué puede pensar un niño a solas con un sacerdote que es el representante de Dios sobre la tierra, de sus avances, sus peticiones y sus exigencias. No queda más que obedecer.

En días pasados el periódico Reforma publicó una fotografía en la que se ve a Marcial con consagradas del Regnum Christi, la elite de la orden millonaria que fundó Maciel. Pero de la foto mencionada lo que más sorprende es la presencia de todas estas mujeres sometidas a la voluntad y a las mentiras de este hombre –al que sus seguidores pretendían santificar. También llama la atención su actitud. No están incómodas, parecería que están más bien confusas, como si estuvieran halagadas de estar en compañía de un hombre al que miraban como a un santo, pero en realidad ¿qué pensaban?, ¿qué sabían?, ¿qué callaban?

The New York Times apunta a la discrepancia fundamental entre una Iglesia que entiende la violación de niños como un pecado que es perdonado, si existe arrepentimiento sincero, y no como lo entienden las autoridades civiles: un crimen que merece castigo. La Iglesia tampoco quiere discutir las causas posibles de este comportamiento. Pero lo más irritante es que pretenda mantener un régimen de excepción –que hasta ahora sólo ha servido para solapar a los criminales– y dejar a los pecadores en manos de la justicia divina, como si tuviéramos certeza de que existe.


Por quién doblan las campanas

José Cueli

Llegaron los tan ansiados días de asueto. En la inusitada (y también anhelada con desesperación) calma que se vive en la ciudad de México, algunos de nosotros aprovechamos el tiempo para leer y reflexionar un poco. En la vorágine en que vivimos, apenas podemos cumplir con nuestras obligaciones porque, hágase lo que se haga, la realidad cotidiana nos rebasa.

Mi primera reflexión en estas fechas va en torno a cómo solemos llamar a estos días. Las opciones más usuales son: vacaciones, días de descanso, semana santa, semana mayor, días santos, días de guardar, etcétera. Ninguna de estas frases parece encuadrar con lo que enuncian.

En mi mente aparecen escenas y sucesos, unos recientes y otros no tanto que chocan con la realidad. En ella encuentro como protagonistas a la mentira y los dislates humanos que aparecen por doquier. Tanta es la incongruencia que uno no sabe por dónde empezar el inventario. En el principio, diría San Juan, hablemos del consumismo. Las salidas de la ciudad enloquecen a los pobres ciudadanos, las carreteras se congestionan, las playas se abarrotan de personas y los hoteleros y los comerciantes intentan hacer su agosto en abril.

Ni qué decir de los accidentes automovilísticos y de los niveles elevados de alcohol, de imprudencia y de salvajismo que emergen asociados a ellos.

Si nos aproximamos a la celebración religiosa, las cosas no pintan mejor: procesiones, representaciones religiosas delirantes, latigazos y demás manifestaciones del mea culpa. Por un lado los VTP y los resorts cinco estrellas prometen el paraíso de la negación y la manía. Por el otro, haz penitencia y siéntete culpable (o actúa con piedad hipócrita) y el buen Dios te perdonará. ¡Todo es mentira! Pero las hay peores y más graves. El balance es terrible: Dieciocho mil muertos, desempleo, pobreza, violencia extrema, ingobernabilidad y un negro porvenir es hasta ahora el panorama del actual sexenio que nos prometió bienestar y trabajo.

La Iglesia católica también ha obtenido un vergonzoso puntaje en la escala de la mentira y el escarnio. La pederastia se le convirtió al clero en un entretenimiento costoso. Sus inmensas riquezas se han visto algo mermadas, debido a las demandas que enfrentan por abusos sexuales.

Creen que basta con decir hay que perdonar a los pecadores ¿Y las víctimas y su sufrimiento? ¡Bonita semana santa en el Vaticano! No le bastará a Ratzinger lavarles los pies a los seminaristas de Roma, como acto de humildad para borrar las atrocidades de los pederastas protegidos bajo su santo manto.

A todas estas barbaridades se agregó esta semana el homicidio de una indefensa niña de cuatro años de edad que apareció muerta en su propia casa. El dictamen forense preliminar señala que la menor murió por asfixia, pero no deseo entrar en la trama policiaca. Mientras los medios de comunicación se interesan en este tema, aún está fresca la tinta de las notas en torno a la muerte de los jóvenes de Ciudad Juárez y los estudiantes asesinados del Tec de Monterrey.

Las familias siguen sumidas en el dolor y bien sabemos que el duelo por la muerte de un hijo nunca se elabora. Lo mismo sienten las familias de las víctimas de los feminicidios en el norte del país. Duelos que se agregan a otros duelos, pérdidas siempre inelaborables.

Termino estas líneas recordando la Meditación XVII de Devotions Upon Emergent Occasions que en el siglo XVII escribió el poeta metafísico inglés John Donne: La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti.

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