Miguel Ángel Granados Chapa
ÉXICO, D.F., 29 de marzo.- En el feo, por suspicaz, lenguaje judicial esta es su identificación:
“Alberta Alcántara, o Alberta Alcántara Juan dijo ser mexicana, de veintisiete años de edad en virtud de haber nacido el veintitrés de enero de mil novecientos setenta y nueve, originaria y vecina de Santiago Mexquititlán, Amealco de Bonfil, Querétaro, con domicilio conocido en el Barrio Sexto: estado civil soltera, instrucción escolar de educación primaria, sin apodo, ocupación obrera de la fábrica Caltex; dos dependientes económicos, ingresos de aproximadamente cuatrocientos quince pesos semanales; hija de Pedro Alcántara Vicente y de Amalia Juan Regino: no afecta al consumo de alcohol, tabaco y drogas o enervantes; sin señas particulares; primera vez procesada, que pertenece a un grupo indígena pero habla y entiende perfectamente el idioma castellano.
“Teresa González Cornelio dijo ser mexicana, de veintidós años de edad, en virtud de haber nacido el diecinueve de mayo de mil novecientos ochenta y cuatro; originaria de Francisco Saschmi, estado de México, y vecina de Santiago Mexquititlán, Amealco de Bonfil, Querétaro, con domicilio conocido en el Barrio Sexto; estado civil casada, con instrucción escolar de educación primaria; ocupación, el hogar, sin ingresos, sin dependientes económicos; hija de Paula Tomasa Cornelio Cirilo; no afecta al consumo de alcohol, tabaco y drogas o enervantes: como seña particular refirió una cicatriz de quemadura en el oído derecho; por primera vez procesada, que pertenece a un grupo indígena, pero habla y entiende perfectamente el idioma castellano.”
Estas dos mujeres, de habla hñahñú, fueron detenidas desde 2006 como “penalmente responsables de los delitos de privación ilegal de la libertad en su modalidad de secuestro, … y contra servidores públicos…; además la primera, por el delito contra la salud en la modalidad de posesión de cocaína…
“Por la responsabilidad del delito de privación ilegal de la libertad, en su modalidad de secuestro, se impone a cada una de las acusadas, Alberta Alcántara o Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio, las penas de veinte años de prisión y dos mil días de multa, equivalentes a noventa y un mil seiscientos veinte pesos…
“Se tienen por compurgadas las penas de un año de prisión impuestas a cada una de las sentenciadas… por el delito contra servidores públicos… y de diez meses de prisión impuesta a Alberta o Alberta Alcántara Juan por el delito contra la salud en su modalidad de posesión de cocaína.
“Se condena a Alberta Alcántara o Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio al pago de la reparación del daño causado, por la cantidad de setenta mil pesos…”
Contra esa sentencia fue presentada una apelación ante el respectivo Tribunal Unitario de Circuito. Pero la semana pasada la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación tomó para sí, de oficio, la resolución del caso, y lo asignó a la ministra Olga María Sánchez Cordero. Horas antes de que se anunciara esta trascendental decisión judicial, el Senado de la República acordó instar a la Procuraduría General de la República a explicar su posición en este caso. En la misma sesión, el senador Pablo Gómez presentó una iniciativa de ley para amnistiarlas. Y el domingo siguiente, el 21 de marzo, el senador Manlio Fabio Beltrones, junto con el gobernador de Querétaro, José Calzada, hicieron a las reclusas una visita informal y conversaron con ellas, verja de por medio.
Acaso con esos mecanismos se pondrá fin al absurdo cautiverio vivido durante cuatro años por esas mujeres. Una tecera, Jacinta Francisco Marcial, detenida en las mismas circunstancias, procesadas por los mismos delitos, está en libertad desde el año pasado porque la PGR reconoció la insuficiencia de las pruebas y se desistió de acusarla en segunda instancia.
Todo comenzó –al menos formalmente, porque la defensa cree que el siguiente documento fue elaborado con posterioridad a su fecha, 26 de marzo de 2006– con la siguiente tarjeta informativa dirigida por Rolando René Robles Sánchez al agente del Ministerio Público federal en San Juan del Río, Gerardo Cruz Sevilla:
“Por medio del presente (sic) me permito informar a usted que el día de hoy, aproximadamente a las 9 horas se recibió una llamada cuya voz pertenecía a una persona del sexo femenino, quien manifestó querer realizar una denuncia de carácter anónimo por temor de verse involucrado (sic) en represalias en su persona o su familia, indicándome que en el poblado de Santiago Mexquititlán, municipio de amelado (sic) acuden personas del estado de México a poner un tianguis de productos piratas en la plaza de dicho pueblo, entre ellas una persona del sexo femenino a la cual le apodan La Güera, de 28 años aproximadamente, quien es de complexión regular, de 1.50 m de estatura aproximadamente, medio pecosa, labios gruesos, nariz chata, cabello rizado corto y siempre está peinada con el cabello recogido; se dedica a vender productos piratas, a vender droga a las personas de la comunidad, siendo todo lo que desea manifestar.”
La realidad era muy otra. Un grupo de seis miembros de la Agencia Federal de Investigación –una corporación de vida efímera, que se extendió menos de 10 años, pero en ese lapso alcanzó triste y terrible fama– visitaron por su cuenta el tianguis referido en la población mencionada. Quizá sea verdad que allí se expenden productos pirata y acaso sea también cierto que se distribuye droga. Pero no era el ánimo de impedir esos delitos o castigar a sus perpetradores lo que movía a la media docena de fornidos y armados agentes. Iban, como seguramente acostumbraban en las poblaciones apartadas, a extorsionar a los comerciantes y aun a la clientela de esos mercados populares.
Pero encontraron resistencia. Algunas personas aceptaron pagar una cantidad porque las dejaran en paz, pero el conjunto de los tianguistas –unos 200 en total– se negaron no sólo a pagar la cuota exigida, sino que demandaron la devolución de lo indebidamente pagado, cuyo tenedor se había ya retirado a San Juan del Río. Cuando se condensó la resistencia popular, los agentes quedaron impedidos de moverse, hasta que se aceptó que alguno de ellos fuera en busca del dinero malhabido y lo devolviera a sus dueños. Así ocurrió y unas horas después de iniciado el incidente los miembros de la AFI se retiraron.
Pero se fueron ofendidos. De seguro les resultó imposible de aceptar lo que había pasado y resolvieron vengarse. Les ofreció la ocasión, al día siguiente del insólito suceso, la información y las fotografías acerca del mismo publicadas en la edición regional del diario queretano Noticias: “AFI secuestrado. Más de cien tianguistas de Santiago Mexquititlán lo retuvieron seis horas”. En la foto respectiva había una muchedumbre, pero en el primer plano, visibles por el azar de la captación periodística, tres mujeres: Jacinta Francisco Marcial, Alberta Alcántara Juan y Teresa González Cornelio. De haber sido verdad que el agente federal estuvo secuestrado, el hecho había sido cometido por una pequeña multitud. Pero los agraviados policías decidieron cargar su encono contra las tres mujeres. Inventaron, según todas las apariencias, el reporte sobre la denuncia anónima y a partir de allí montaron una averiguación previa de la que se derivó un proceso plagado de irregularidades y singularmente prolongado. Se extendió entre agosto de 2006 y noviembre de 2008, cuando que la Constitución establece que un juicio de esa índole no debe durar más de un año. La causa de la demora es que fue difícil hacer comparecer a los agentes, cuyo testimonio era la única pieza de acusación para el delito torpemente construido. Nadie en su sano juicio aceptaría que media docena de gorilones había sido reducida por tres menudas mujeres, veinteañeras dos de ellas.
La tercera, doña Jacinta, fue sentenciada antes que sus compañeras, el 21 de diciembre de 2008, y Teresa y Alberta, a quienes no llamamos doñas por su juventud, son unas muchachas, aunque una de ellas sea madre de su primogénito nacido en prisión el año pasado, lo fueron el 19 de enero de 2009. Sendas sentencias en las apelaciones, a cargo ya no de una defensa ineficaz y venal, sino del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, ordenaron la revocación de los fallos y la reposición del procedimiento, así de torcidos habían sido los de la primera instancia en cada caso.
En septiembre pasado, después de que los casos fueron hechos públicos y se generó una presión social insoslayable, y de que Amnistía Internacional declaró a doña Jacinta presa de conciencia, la PGR anunció que en el proceso repuesto formularía conclusiones de no acusación respecto de ella, no así en relación con sus compañeras. Era incomprensible el diverso trato, porque los hechos de que se componía la acusación eran los mismos en los tres casos. Pero por lo menos la injusticia cesó, no se borró, en uno de ellos. En noviembre, en cambio, la PGR presentó conclusiones acusatorias y el 19 de febrero el juez cuarto de distrito, a quien se le había antes enmendado la plana, insistió en condenar a Teresa y Alberta. Sólo redujo muy tenuemente la pena de prisión.
Es probable que la atención social, reforzada ahora por el interés de algunos políticos en el caso, y la atracción del caso por la Suprema Corte de Justicia generen el espacio jurídico y político adecuado para que las dos presas de conciencia en el penal queretano puedan volver a sus casas, con su familia (que es una solamente, ya que Teresa y Alberta son cuñadas, pues esta última está casada con un hermano de aquella).
Pero aun si quedan pronto en libertad, como ocurrió ya con doña Jacinta, nadie podrá resarcirlas del rudo cautiverio que han padecido a causa de errores procesales inducidos por una intención, que parece regir los procesos enteros: se trata de castigar a quienes resistieron la extorsión, a quienes protestaron por la conducta delictiva de los agentes policiales que contaron para su desagravio con la complicidad del Ministerio Público en todos sus niveles, hasta llegar a la propia Procuraduría General de la República, que en este periodo tuvo dos titulares, Eduardo Medina Mora y Arturo Chávez Chávez, y el terco juez cuarto resuelto a penalizar una conducta que debería, en cambio, ser loable porque supone la defensa de la propia dignidad.
Ellos deberían padecer procesos por su ilegal conducta.
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