8/29/2010

200 azotes y un hilo de sangre


Hannia Novell

Baktay es una niñita que quiere asistir a la escuela pero es muy pobre y no tiene las posibilidades, así que a sus cortos seis años ahorra para poder comprar un cuaderno y un lápiz con los cuales tomar clase. En el camino se encuentra con unos niños un poco más grandes que ella, la detienen en medio del desierto y le preguntan a dónde cree que va, ella contesta que al colegio, los niños se burlan, le dicen que no irá, que ella es mujer y por lo tanto hija del diablo. La pequeña observa impotente cómo rompen en trocitos el cuaderno que con tanto esfuerzo compró para cumplir su sueño. Ignorando su llanto, la pandilla comienza a cavar un hoyo; Baktay, extrañada, les explica que ya no le está gustando ese juego. De manera tosca, llena de odio y rabia le gritan: “No es un juego, es tu tumba, te vamos a enterrar viva”… El final de la historia no se los cuento porque es una película y no quiero echárselas a perder si aún no la han visto.

Lo que sí les puedo relatar es que hace algunos años estuve en Afganistán, en Kabul, donde precisamente se desarrolla esa historia. Era la época del Talibán, justo cuando el ejército de la Alianza del Norte liberó, junto con tropas estadounidenses, la capital de ese pueblo sometido por aquel régimen totalitario, fundamentalista y cruel.

Ellas, con quienes apenas podía hablar, vestían sus burkas, era imposible que se asomara por alguna esquina de su vestimenta una insinuación de piel, los ojos también estaban cubiertos por una fina malla que apenas les permitía ver para caminar sin tropezarse. Sólo podían salir a la calle acompañadas de un hombre que, por ley, tenía que ser pariente directo: esposo, padre, hermano o hijo.

Muchas de ellas, las que no tenían familiares, hartas de tanto sometimiento, se arriesgaban a abandonar solas el hogar, conscientes de lo que eso les costaría. Acudían a escuelas y pequeños negocios clandestinos, como salones de belleza, en los que estudiaban o trabajaban, pero de ser descubiertas les esperaban azotes. Hombres, que hacían las veces de policías, patrullaban para identificar a estas mujeres y azotarlas con cables de luz y en plena calle, impartían sentencia. Si la falta era considera mayor eran arrastradas a espacios públicos más grandes y con espectadores. Cual si fuera un partido de futbol, ahí eran amarradas, flageladas o enterradas en un foso para finalmente apedrearlas hasta la muerte. Eran mujeres, insignificantes en ese mundo.

El Talibán se ha reestablecido, se reagrupó, se rearmó. Una vez más está prohibido ser mujer, tal como lo demuestra el reciente caso de Bibi, la viuda que cometió el delito de volverse a casar por lo que fue acusada de adulterio y no sé cuántas estupideces más. A ella la asesinaron entre gritos de la turba con 200 azotes y tres certeros disparos en la cabeza. Cerró sus ojos y cayó al suelo, un hilo de su sangre me hizo recordar que la vida es tan ligera que hay que viajar sin odios, sin rencor, sin maldad.

Ni los cientos de manifestaciones en el mundo para que la liberaran, para un juicio justo, para que la asilaran en otro país, nada… ni yo, ni tú, ni nadie pudo detener esa injusticia. Así se encuentran las mujeres en Afganistán, sometidas, muriendo en manos de desalmados.

Según un reporte de la ONU sobre este país, ocho de cada 10 mujeres sufren violencia doméstica, 60% son obligadas a contraer matrimonio antes de cumplir 18 años; el actual gobierno de Hamid Karzai incluso permite a los maridos castigar a sus esposas privándolas de alimento si ellas no los complacen sexualmente.

Pero esto no se debe a que la violencia contra la mujer sea inherente al islam. La Sura 33 Ayat 35 del Corán deja muy claro la relación que debe existir entre mujeres y varones: “Los musulmanes, las musulmanas, los creyentes, las creyentes, los que oran, las que oran, los verídicos, las verídicas… …los que recuerdan, las que recuerdan constantemente a Dios, a todos éstos, Dios les ha preparado un perdón y una enorme recompensa”.

Sin embargo, el Talibán ha pretendido exaltar y presumir su religiosidad imponiendo una de las interpretaciones más estrictas de la sharia (ley) que el mundo musulmán ha conocido.

Así que lo peor no es que a Baktay la vayan a enterrar viva sus amiguitos, ni que a Bibi la hayan matado como parte de un espectáculo, lo peor es que son miles quienes viven a diario esta terrible realidad. Una realidad que no dista mucho de la nuestra, con nuestros propios crímenes en casa, con nuestra propia violencia contra las mujeres; Ciudad Juárez es un ejemplo. Triste, doloroso, pero es nuestro Afganistán sin el pretexto religioso.

Periodista

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