Diego Enrique Osorno
Los jóvenes de México. Fotos: León Muñoz Santini
Relegados
socialmente, los jóvenes del país viven una de las peores etapas para
su generación en la historia nacional: sus oportunidades son mínimas en
los ámbitos educativo, político, laboral y de salud, además de que son
carne de cañón para el crimen organizado y atractiva clientela para los
surtidores de droga. Ante esta realidad que viven quienes suelen ser
designados con el banal lugar común de “futuro de la sociedad”, el
fotógrafo y diseñador León Muñoz Santini recorrió distintas zonas del
país para retratar las condiciones en que viven alrededor de 3 mil
jóvenes. Con este material y el apoyo de Conaculta realizó el libro
Horizontales y verticales. Adolescentes de México, de próxima aparición
y en el que mediante fotografías y entrevistas se reflejan las
preocupaciones, realidades e ideales de los muchachos. Con autorización
del sello editorial Alas y Raíces se presenta aquí el texto escrito por
el reportero Diego Enrique Osorno como introducción a la obra.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El mundo de un adolescente mexicano de hoy es un mundo brusco. En especial cuando se mira desde San Fernando, Tamaulipas, Ciudad Juárez, Chihuahua, o La Huacana, Michoacán, donde la muerte va ganando el juego de la vida. Algunos chicos de estos lugares aparecen retratados aquí con rostros de risa y vértigo. Mientras hacemos el viaje al que nos lanza León Muñoz, los vamos conociendo. Viven en sitios donde no solamente hay un mundo alimentando de horror la cotidianidad. Si se les mira con el corazón, en sus ojos veremos cómo se trasluce una brusquedad que es todavía más dramática que la realidad gore de su entorno. Estos mexicanos del mañana transcurren su adolescencia en sociedades en las que las libertades civiles, en lugar de fortalecerse, retroceden desde hace unos años. Si los alumnos del Colegio Madrid estudian entre noticias de que en su ciudad, el Distrito Federal, ahora hay más derechos para minorías como la homosexual o para que las mujeres puedan abortar, en San Fernando, Tamaulipas, los muchachos ni siquiera tienen derecho de leer en los periódicos locales amenazados, la noticia mundial de que el día anterior fueron hallados 72 migrantes masacrados en un galpón de su pueblo. A la agonía de la libertad de prensa en sitios como en San Fernando, se suma la de la libertad de tránsito, la de la libertad empresarial y varias más, incluida hasta la de un sueño manso. Esta desproporción entre el Distrito Federal y muchas otras ciudades y pueblos del país no es nueva. Pero está más marcada que nunca a causa de los años de violencia enloquecida con los que acabó la primera década del siglo XXI.
En algún momento del libro un chico dice: “El que no usa Facebook, no vive”. Eso es cierto y quizá ya no resulte tan llamativo a estas alturas de la pandemia facebokera. Casi cualquiera que pueda comprar un plato de comida a diario, tiene la posibilidad de acceder hasta la médula de ese entramado de ilusiones ópticas que, sin embargo, cada vez produce más de nuestras realidades objetivas. Lo que llama la atención es que cuando alguien dice “El que no usa Facebook, no vive” y es de Ciudad Juárez –donde la palabra vida es desafiada a diario por la palabra muerte– podemos ponernos a reflexionar, quizá hasta a apreciar, lo que significa la realidad virtual de Facebook en espacios en los que las calles, muy seguido, son zonas de guerra, o sea, zonas de destrucción y dolor.
–¿Cómo describirías el mundo que te rodea? –pregunta León a otro chico de Ciudad Juárez.
–Casi no salgo –le responde.
Otra forma de encarar el reto de la realidad es volver a los lemas populares que nos han dado patria y extraer de ahí un poco de actitud de combate. Uno de los muchachos retratados de Tijuana dice en el libro: “Yo tengo una frase: Aquí en México tienes que chingar y rechingarte para ser alguien, viendo para arriba, porque viendo para abajo tienes que chingarte a alguien”.
Sin embargo, hay que tener cautela. La descripción del ánimo que había al momento en el que fueron hechos los retratos de este libro, quizá pueda ser otra construcción subjetiva de quienes estamos enfrascados a diario en tratar de captar y generalizar “la realidad”. Lo pienso después de leer la respuesta que le da a León un muchacho de San Fernando, Tamaulipas.
–¿Cómo describirías el mundo que te rodea?
–Gracias a Dios a mí me va bien.
¿Estamos seguros de que no hay entre los adolescentes retratados en este libro, alguno que volverá a aparecer después ante nuestros ojos, pero ahora en la calle de enfrente cargando un cuerno de chivo en los brazos?, o bien, ¿en la televisión, con el rostro parco que suelen tener los detenidos cuando son presentados públicamente por la policía? No podemos estar seguros de ello. El futuro en México es muy tramposo con sus esperanzas.
Quizá lo más lamentable de la situación que padecen muchas ciudades y pueblos de donde son los chicos retratados en este libro, no es que las autoridades hayan sido rebasadas por su propia incompetencia, sino que todavía no puedan explicar de forma convincente a las sociedades que gobiernan lo que está causando, en el fondo, esta violencia actual. Cuando una persona padece una enfermedad, el momento más difícil es aquél en el cual no se sabe qué es lo que causa tan grave malestar. Y mientras se espera a que le den un diagnóstico, la zozobra se vuelve insoportable e incluso se convierte en otra enfermedad en sí misma. Eso pasa con ciertos lugares de México. Hay muchos síntomas y dolores pero aún no se determina cuál es la enfermedad padecida.
En Los muchachos perdidos (Debate, 2011), Humberto Padgett hace el esfuerzo de dar un diagnóstico sobre dicha enfermedad, desde la perspectiva de las juventudes atrapadas por el mundo de la criminalidad. Padgett informa que más de la mitad de los adolescentes criminales del Distrito Federal crecieron en hogares con un alto grado de marginación, mientras que seis de cada 10 lo hicieron con la presencia exclusiva de la madre, cuya formación educativa suele ser mínima. “Abandonan la escuela durante la secundaria. Buena parte de ellos vivieron en casas con un solo cuarto. Muchos conocieron la violencia desde muy pequeños, con sus padres”, dice en el libro Raquel Olvera, directora de Tratamiento a Menores en la Ciudad de México.
Papás y mamás de los mexicanos del mañana también son retratados en este viaje fotográfico por nuestro país adolescente. No miramos sus rostros maduros de forma directa, pero aparecen gracias a otra virtuosa forma con la que León ha hecho este trabajo que también es un intento de diagnóstico de nuestra enfermedad. León, además de la mirada, emplea su oído para, entre foto y foto, escuchar con atención a sus más de 3 mil muchachos retratados y colocar luego, a lo largo de este libro, una interesante selección de las respuestas que le dieron. Cuando les pregunta acerca de la ocupación de sus padres, en Monterrey como en ningún otro de los lugares recorridos por León y su cámara, el mosaico de respuestas de los muchachos es tan diverso y a la vez peculiar. En la antes llamada Sultana del Norte, tenemos a un hijo cuyo papá es Presidente de la banca patrimonial de Banamex, mientras que su mamá es ama de casa; a otro cuyo papá falleció y cuya mamá vende comida. De entre ese listado sólo hay dos madres que repiten “oficio”. La del chico que responde que la suya no hace nada porque su papá murió y ella heredó una fábrica gasera, y la del hijo del vicepresidente de un equipo de fútbol, quien explica que su mamá –literalmente– no hace nada.
Hace tiempo conocí en Colombia a Gustavo Bolívar, escritor de la telenovela Sin tetas no hay paraíso, cuya trama gira sobre adolescentes de ciertos barrios de Medellín poco interesadas en estudiar y desesperadas por ver crecer sus senos para conseguirse un novio narco. “Una niña –me explicó Bolívar– prefiere salirse del colegio a conquistar el mundo y ganar dinero en las fincas de los narcotraficantes porque considera que el estudio no sirve para nada, eso mismo pasó con los sicarios. Es decir, tengo dos opciones: estudiar 15 años para que el Estado me dé un sueldo de miseria por ser un médico; o me enriquezco matando a otra persona por 10 mil dólares. Esa es una de las herencias que ha dejado el narcotráfico.”
A Alonso Salazar también lo conocí en aquel viaje. En ese momento era alcalde de Medellín, pero una década atrás, en los noventa, durante los años de Pablo Escobar, Alonso había hecho una notable investigación de los chicos de los barrios marginales que se dedicaban al sicariato. No nacimos pa’ semilla, el libro resultado de su investigación, pertenece a una saga que Fernando Vallejo llevó a su máxima expresión con la novela La Virgen de los Sicarios. En No nacimos pa’ semilla, Alonso dice que “los sicarios suicidas, si así se les puede llamar, no son un producto exótico. Son el resultado de una realidad social y cultural que se ha desarrollado frente a los ojos impávidos del país”. De acuerdo con el escritor y político, los muchachos encontraban en la violencia y el narcotráfico una posibilidad de realizar sus anhelos y de ser protagonistas en una sociedad que les había cerrado las puertas. “El sicario pone en evidencia nuestra sociedad: ‘Para conseguir el billete se hace lo que sea’. Ellos son sólo la llaga, la manifestación externa de una enfermedad que recorre todo el cuerpo social”.
Cuando lo conocí y hablamos en su despacho de la alcaldía con vista a las bellas montañas de Medellín, le pregunté sobre qué había hecho él, ahora como gobernante, para abrir a esos muchachos las famosas puertas cerradas. Me habló, entre otras cosas, de un exitoso programa de televisión oficial llamado Arriba mi barrio, a través del cual visitaron zonas bastante inaccesibles debido a la violencia de ese tiempo. Al llegar, la gente les pedía que no se hablara de sus problemas, sino de sus orgullos, de sus calidades. Para ello ponían la calle más bonita para que el programa se transmitiera desde ahí y presentaban a los adolescentes trabajadores e interesados en el deporte o el arte. Estaban invocando que su dignidad y no sus desgracias fueran lo que conociera el resto de la ciudad, la cual imaginaba a los habitantes de estos “territorios del crimen” como auténticos monstruos. El resto de la ciudad los vio en directo y comenzó a entender la humanidad que había ahí. Medellín se conoció más. Supo cuál era su enfermedad y ahora es una ciudad que cambió los altos índices de violencia por los de la esperanza.
Este admirable esfuerzo de León Muñoz representa algo parecido en medio de nuestra barbarie. Gracias a él podemos ver a muchachos mexicanos en una situación digna, aunque sepamos que su entorno está impregnado por una brusca vileza. Horizontales y verticales puede verse de muchas formas, por supuesto, pero por lo ambicioso del proyecto (los chicos retratados van desde Mérida hasta Los Cabos) y la calidad con la que se concreta, es posible decir que este libro permite que los mexicanos del mañana se conozcan. Que se miren y los miremos a los ojos. Que tratemos de descifrar sus sonrisas. Que los conozcamos y, por ende, que también nos conozcamos a nosotros mismos para iniciar de una vez el camino hacia el alivio.
No todo está perdido. Hay un mañana. Y hay unos mexicanos que se aproximan a él. Por aquí podemos asomarnos a verlos. Esos héroes nuestros ya vienen y parecen decirnos: Libraremos las trampas que nos ponga el futuro mexicano. Después de tanta muerte, la vida va a ganar.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El mundo de un adolescente mexicano de hoy es un mundo brusco. En especial cuando se mira desde San Fernando, Tamaulipas, Ciudad Juárez, Chihuahua, o La Huacana, Michoacán, donde la muerte va ganando el juego de la vida. Algunos chicos de estos lugares aparecen retratados aquí con rostros de risa y vértigo. Mientras hacemos el viaje al que nos lanza León Muñoz, los vamos conociendo. Viven en sitios donde no solamente hay un mundo alimentando de horror la cotidianidad. Si se les mira con el corazón, en sus ojos veremos cómo se trasluce una brusquedad que es todavía más dramática que la realidad gore de su entorno. Estos mexicanos del mañana transcurren su adolescencia en sociedades en las que las libertades civiles, en lugar de fortalecerse, retroceden desde hace unos años. Si los alumnos del Colegio Madrid estudian entre noticias de que en su ciudad, el Distrito Federal, ahora hay más derechos para minorías como la homosexual o para que las mujeres puedan abortar, en San Fernando, Tamaulipas, los muchachos ni siquiera tienen derecho de leer en los periódicos locales amenazados, la noticia mundial de que el día anterior fueron hallados 72 migrantes masacrados en un galpón de su pueblo. A la agonía de la libertad de prensa en sitios como en San Fernando, se suma la de la libertad de tránsito, la de la libertad empresarial y varias más, incluida hasta la de un sueño manso. Esta desproporción entre el Distrito Federal y muchas otras ciudades y pueblos del país no es nueva. Pero está más marcada que nunca a causa de los años de violencia enloquecida con los que acabó la primera década del siglo XXI.
En algún momento del libro un chico dice: “El que no usa Facebook, no vive”. Eso es cierto y quizá ya no resulte tan llamativo a estas alturas de la pandemia facebokera. Casi cualquiera que pueda comprar un plato de comida a diario, tiene la posibilidad de acceder hasta la médula de ese entramado de ilusiones ópticas que, sin embargo, cada vez produce más de nuestras realidades objetivas. Lo que llama la atención es que cuando alguien dice “El que no usa Facebook, no vive” y es de Ciudad Juárez –donde la palabra vida es desafiada a diario por la palabra muerte– podemos ponernos a reflexionar, quizá hasta a apreciar, lo que significa la realidad virtual de Facebook en espacios en los que las calles, muy seguido, son zonas de guerra, o sea, zonas de destrucción y dolor.
–¿Cómo describirías el mundo que te rodea? –pregunta León a otro chico de Ciudad Juárez.
–Casi no salgo –le responde.
Otra forma de encarar el reto de la realidad es volver a los lemas populares que nos han dado patria y extraer de ahí un poco de actitud de combate. Uno de los muchachos retratados de Tijuana dice en el libro: “Yo tengo una frase: Aquí en México tienes que chingar y rechingarte para ser alguien, viendo para arriba, porque viendo para abajo tienes que chingarte a alguien”.
Sin embargo, hay que tener cautela. La descripción del ánimo que había al momento en el que fueron hechos los retratos de este libro, quizá pueda ser otra construcción subjetiva de quienes estamos enfrascados a diario en tratar de captar y generalizar “la realidad”. Lo pienso después de leer la respuesta que le da a León un muchacho de San Fernando, Tamaulipas.
–¿Cómo describirías el mundo que te rodea?
–Gracias a Dios a mí me va bien.
¿Estamos seguros de que no hay entre los adolescentes retratados en este libro, alguno que volverá a aparecer después ante nuestros ojos, pero ahora en la calle de enfrente cargando un cuerno de chivo en los brazos?, o bien, ¿en la televisión, con el rostro parco que suelen tener los detenidos cuando son presentados públicamente por la policía? No podemos estar seguros de ello. El futuro en México es muy tramposo con sus esperanzas.
Quizá lo más lamentable de la situación que padecen muchas ciudades y pueblos de donde son los chicos retratados en este libro, no es que las autoridades hayan sido rebasadas por su propia incompetencia, sino que todavía no puedan explicar de forma convincente a las sociedades que gobiernan lo que está causando, en el fondo, esta violencia actual. Cuando una persona padece una enfermedad, el momento más difícil es aquél en el cual no se sabe qué es lo que causa tan grave malestar. Y mientras se espera a que le den un diagnóstico, la zozobra se vuelve insoportable e incluso se convierte en otra enfermedad en sí misma. Eso pasa con ciertos lugares de México. Hay muchos síntomas y dolores pero aún no se determina cuál es la enfermedad padecida.
En Los muchachos perdidos (Debate, 2011), Humberto Padgett hace el esfuerzo de dar un diagnóstico sobre dicha enfermedad, desde la perspectiva de las juventudes atrapadas por el mundo de la criminalidad. Padgett informa que más de la mitad de los adolescentes criminales del Distrito Federal crecieron en hogares con un alto grado de marginación, mientras que seis de cada 10 lo hicieron con la presencia exclusiva de la madre, cuya formación educativa suele ser mínima. “Abandonan la escuela durante la secundaria. Buena parte de ellos vivieron en casas con un solo cuarto. Muchos conocieron la violencia desde muy pequeños, con sus padres”, dice en el libro Raquel Olvera, directora de Tratamiento a Menores en la Ciudad de México.
Papás y mamás de los mexicanos del mañana también son retratados en este viaje fotográfico por nuestro país adolescente. No miramos sus rostros maduros de forma directa, pero aparecen gracias a otra virtuosa forma con la que León ha hecho este trabajo que también es un intento de diagnóstico de nuestra enfermedad. León, además de la mirada, emplea su oído para, entre foto y foto, escuchar con atención a sus más de 3 mil muchachos retratados y colocar luego, a lo largo de este libro, una interesante selección de las respuestas que le dieron. Cuando les pregunta acerca de la ocupación de sus padres, en Monterrey como en ningún otro de los lugares recorridos por León y su cámara, el mosaico de respuestas de los muchachos es tan diverso y a la vez peculiar. En la antes llamada Sultana del Norte, tenemos a un hijo cuyo papá es Presidente de la banca patrimonial de Banamex, mientras que su mamá es ama de casa; a otro cuyo papá falleció y cuya mamá vende comida. De entre ese listado sólo hay dos madres que repiten “oficio”. La del chico que responde que la suya no hace nada porque su papá murió y ella heredó una fábrica gasera, y la del hijo del vicepresidente de un equipo de fútbol, quien explica que su mamá –literalmente– no hace nada.
Hace tiempo conocí en Colombia a Gustavo Bolívar, escritor de la telenovela Sin tetas no hay paraíso, cuya trama gira sobre adolescentes de ciertos barrios de Medellín poco interesadas en estudiar y desesperadas por ver crecer sus senos para conseguirse un novio narco. “Una niña –me explicó Bolívar– prefiere salirse del colegio a conquistar el mundo y ganar dinero en las fincas de los narcotraficantes porque considera que el estudio no sirve para nada, eso mismo pasó con los sicarios. Es decir, tengo dos opciones: estudiar 15 años para que el Estado me dé un sueldo de miseria por ser un médico; o me enriquezco matando a otra persona por 10 mil dólares. Esa es una de las herencias que ha dejado el narcotráfico.”
A Alonso Salazar también lo conocí en aquel viaje. En ese momento era alcalde de Medellín, pero una década atrás, en los noventa, durante los años de Pablo Escobar, Alonso había hecho una notable investigación de los chicos de los barrios marginales que se dedicaban al sicariato. No nacimos pa’ semilla, el libro resultado de su investigación, pertenece a una saga que Fernando Vallejo llevó a su máxima expresión con la novela La Virgen de los Sicarios. En No nacimos pa’ semilla, Alonso dice que “los sicarios suicidas, si así se les puede llamar, no son un producto exótico. Son el resultado de una realidad social y cultural que se ha desarrollado frente a los ojos impávidos del país”. De acuerdo con el escritor y político, los muchachos encontraban en la violencia y el narcotráfico una posibilidad de realizar sus anhelos y de ser protagonistas en una sociedad que les había cerrado las puertas. “El sicario pone en evidencia nuestra sociedad: ‘Para conseguir el billete se hace lo que sea’. Ellos son sólo la llaga, la manifestación externa de una enfermedad que recorre todo el cuerpo social”.
Cuando lo conocí y hablamos en su despacho de la alcaldía con vista a las bellas montañas de Medellín, le pregunté sobre qué había hecho él, ahora como gobernante, para abrir a esos muchachos las famosas puertas cerradas. Me habló, entre otras cosas, de un exitoso programa de televisión oficial llamado Arriba mi barrio, a través del cual visitaron zonas bastante inaccesibles debido a la violencia de ese tiempo. Al llegar, la gente les pedía que no se hablara de sus problemas, sino de sus orgullos, de sus calidades. Para ello ponían la calle más bonita para que el programa se transmitiera desde ahí y presentaban a los adolescentes trabajadores e interesados en el deporte o el arte. Estaban invocando que su dignidad y no sus desgracias fueran lo que conociera el resto de la ciudad, la cual imaginaba a los habitantes de estos “territorios del crimen” como auténticos monstruos. El resto de la ciudad los vio en directo y comenzó a entender la humanidad que había ahí. Medellín se conoció más. Supo cuál era su enfermedad y ahora es una ciudad que cambió los altos índices de violencia por los de la esperanza.
Este admirable esfuerzo de León Muñoz representa algo parecido en medio de nuestra barbarie. Gracias a él podemos ver a muchachos mexicanos en una situación digna, aunque sepamos que su entorno está impregnado por una brusca vileza. Horizontales y verticales puede verse de muchas formas, por supuesto, pero por lo ambicioso del proyecto (los chicos retratados van desde Mérida hasta Los Cabos) y la calidad con la que se concreta, es posible decir que este libro permite que los mexicanos del mañana se conozcan. Que se miren y los miremos a los ojos. Que tratemos de descifrar sus sonrisas. Que los conozcamos y, por ende, que también nos conozcamos a nosotros mismos para iniciar de una vez el camino hacia el alivio.
No todo está perdido. Hay un mañana. Y hay unos mexicanos que se aproximan a él. Por aquí podemos asomarnos a verlos. Esos héroes nuestros ya vienen y parecen decirnos: Libraremos las trampas que nos ponga el futuro mexicano. Después de tanta muerte, la vida va a ganar.
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