Editorial La Jornada
El pasado fin de semana el Estado Mayor Presidencial estableció un férreo bloqueo de varias calles y avenidas aledañas al Palacio Legislativo de San Lázaro, en tanto el Gobierno del Distrito Federal ordenó el cierre de cuatro estaciones del Metro y de varias del Metrobús. Tales medidas, supuestamente destinadas a garantizar la seguridad del recinto durante la ceremonia de toma de protesta de Enrique Peña Nieto, programada para el próximo sábado 1º de diciembre, resultaron excesivas en tiempo y espacio, violatorias del derecho ciudadano al libre tránsito y, en consecuencia, injustificables. El cerco policial y militar resultó especialmente lesivo para los habitantes de los barrios aledaños al recinto legislativo, para quienes laboran en esa zona de la ciudad y para quienes deben transitar por ella.
Ayer, a las protestas ciudadanas por el bloqueo se sumaron las de
integrantes de la bancada perredista en la Cámara de Diputados, algunos
de los cuales derribaron algunas de las vallas metálicas.
Posteriormente el presidente de ese órgano legislativo, el priísta
Jesús Murillo Karam, se deslindó de tales acciones y aseguró haber
realizado una gestión para que se
restringiera el excesode seguridad.
Formal y legalmente el responsable principal del atropello es el
Ejecutivo federal, por cuanto fue el Estado Mayor Presidencial el que
coordinó el bloqueo de la extensa zona. Sin embargo, el mensaje
político que se envía a los ciudadanos con el dispositivo es el de un
blindaje ante la sociedad por parte del gobierno saliente, del entrante
y del Poder Legislativo mismo.
En
el caso de este último, resulta deplorable que una de sus sedes
principales, que debiera ser emblema de la pluralidad y el espíritu
republicano, haya sido convertida, con el paso de los años, en un
búnker inexpugnable, rodeado de cercas, retenes y medidas de seguridad
a todas luces intimidantes. Esa seguridad perimetral e interna del
recinto, de por sí sobrada, tendría que bastar para garantizar la
seguridad de protagonistas e invitados a la ceremonia de transición de
poderes, sobre todo cuando no hay en el escenario una amenaza
consistente de ruptura violenta del orden en el curso de la sesión
solemne del próximo sábado.
Tampoco es positiva la señal que se envía al país y al mundo cuando
la supuesta normalidad democrática requiere, para llevar a cabo uno de
sus rituales, de la implantación de un estado de sitio de facto en
una amplia porción de la ciudad capital. A fin de cuentas, la
institucionalidad oficial exhibe, con esta clase de medidas, su recelo
de la población, y pone en evidencia la crisis de representatividad que
aqueja al conjunto de las instancias constitucionales.
Desde luego, el sábado próximo y todos los días debe garantizarse la
seguridad en el Palacio Legislativo de San Lázaro y en el resto de los
locales oficiales. Pero la decisión de paralizar al Centro Histórico y
sus alrededores parece formar parte de esas actitudes gubernamentales a
la vez prepotentes y paranoicas que, lejos de asegurar la vigencia del
estado de derecho, lo violentan en perjuicio de la ciudadanía y
terminan por ahondar la distancia entre ésta y quienes deben actuar
como sus representantes.
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