Marco Appel
Un anaquel con refrescos en un supermercado. Foto: Alejandro Saldívar |
BRUSELAS
(Proceso).- En buena parte del mundo, las empresas productoras de
refrescos y comida chatarra destinan enormes recursos para conservar
las ganancias de sus negocios, aunque éstos afecten la salud pública.
El
16 de marzo de 2010, esas poderosas compañías consiguieron, tras una
largo e intenso cabildeo, que la Comisión de Medio Ambiente, Salud
Pública y Seguridad Alimentaria del Parlamento Europeo finalmente
rechazara la propuesta de aplicar en todos los países de la región un
sistema de etiquetas que, aun cuando destacarían el verdadero valor
nutricional de los productos, podrían ocasionar una fuerte caída de las
ventas.
Dicho sistema de etiquetas “tipo semáforo”, que ya se
utiliza en Inglaterra, hubiera permitido al resto de los consumidores
europeos identificar de manera sencilla las cantidades de azúcar,
grasas y sal que contienen los productos que compran, correspondiendo
el color rojo a “alta”, el ámbar a “regular” y el verde a “poca o nada”.
“La
industria agroalimentaria lanzó en esa ocasión una de las campañas de
lobby más agresivas que han existido en el Parlamento Europeo para
impedir tal reglamentación. La Unión de Industrias de Alimentos y
Bebidas (CIAA, por sus siglas en inglés, que en 2011 cambió su nombre
al de FoodDrinkEurope), gastó mil millones de euros para lograrlo”,
refiere a Proceso Ivan Mammana, activista de Corporate Europe
Observatory (CEO), una organización no gubernamental dedicada a
destapar los excesos del cabildeo y casos de conflictos de interés.
La
opinión favorable al sistema de semáforo que defendían las
organizaciones de consumidores y las orientadas a la protección de la
salud pública fue aplastada con los recursos económicos desembolsados
por la CIAA, a la cual pertenecen Coca-Cola, Pepsico y marcas como
Nestlé, Kraft Foods y Unilever, denunció la CEO en un reporte publicado
en junio de 2010. Esa operación de cabildeo incluyó la transmisión de
publicidad por televisión, desayunos con eurodiputados y una enorme
cantidad de recomendaciones de voto que enviaron a éstos.
En vez
de la iniciativa original, la CIAA favoreció un etiquetado que indica
las proporciones de calorías diarias recomendadas para un adulto. Pero
esto, observaron sus detractores, es más difícil de entender, menos
eficiente, menos visible y poco relevante para el público infantil, que
es el mercado al que se dirigen principalmente los productos azucarados.
La
industria empezó su cabildeo desde que en 2006 recibieron de la
Comisión Europea el primer borrador de la propuesta de reglamentación.
La CIAA señaló en uno de los “grupos de trabajo” a los que consulta la
Comisión Europea –y en los que domina la representación de las
empresas– que “mucha información en la etiqueta es inútil”. Tras la
presentación de la propuesta oficial de reglamentación, en enero de
2008, la industria logró rápidamente doblar a las autoridades, las que
aceptaron que las bebidas alcohólicas fueran excluidas de la normativa.
En
el Parlamento Europeo, los correos electrónicos de los diputados fueron
inundados de mensajes de los cabilderos. Una hora después de haber sido
designada ponente del reporte sobre el asunto, la eurodiputada Kartika
Liotard, del grupo de la Izquierda Unitaria Europea, había recibido 50
de esos mensajes y en ocasiones le enviaban hasta 150 en un día.
Con
el objetivo de extender su esfera de presión, en 2008 la CIAA pagó 670
mil euros a la firma de relaciones públicas Fleishman-Hillard para que
efectuara una campaña de comunicación y lobby en Europa.
Por otro
lado, para darle credibilidad a su propio etiquetado de proporción
diaria de calorías recomendadas (o sistema GDA), la CIAA encomendó la
realización de estudios científicos al Consejo Europeo de Información
sobre la Alimentación (EUFIC, por sus siglas en inglés), un centro
manejado por las refresqueras y las gigantes de la alimentación
(Coca-Cola, Pepsico, Nestlé y McDonald’s son algunos de sus miembros).
Su presidente, Josephine Wills, trabajo durante 18 años para la empresa
estadunidense de chocolates y dulces Mars.
Uno de esos estudios,
publicado en diciembre de 2008, tenía que ver con lo que pensaban los
consumidores de seis países europeos sobre el sistema de etiquetado GDA
de la CIAA. La conclusión, nada sorprendente y ampliamente divulgada
por la contratante, señaló que “los consumidores entienden el
etiquetado GDA y son capaces, usándolo, de hacer las correctas
elecciones de salud de los productos”.
El director general de la
Dirección General para la Salud y los Consumidores de la Comisión
Europea, Robert Madelin, recibió con beneplácito el estudio y declaró
que “sus resultados ayudarán a los tomadores de decisiones a comprender
lo que resulta un asunto altamente complejo”, destacó el reporte de CEO.
La
eurodiputada inglesa Glenis Willmott contó al programa francés Cash
Investigation que no había tenido precedente la presión por parte de
los cabilderos. Manifestó que, el día de la votación del reglamento, de
plano recibieron “guías de cómo votar” a favor o en contra de cada
enmienda.
Willmott agregó: “Cuando entramos a la sesión, antes de
la votación, encontramos sobre nuestras mesas del hemiciclo estos
papeles que nos decían cómo votar. Algunos diputados lo vieron y
pensaron que era un documento oficial, hasta que lo leyeron y se dieron
cuenta de que, en realidad, provenía de la industria”.
En la
emisión de la televisión pública francesa en el programa titulado
Azúcar: cómo la industria lo vuelve adicto, transmitido en junio de
2012, se mostró la estrategia que la industria de alimentos chatarra
utiliza en Francia para frenar cualquier legislación que atente contra
sus intereses comerciales.
Expuso en detalle la forma en que
empresas como Orangina (la segunda refresquera en Francia), Ferrero
(chocolates) o Kellog’s (cereales) han logrado asociarse con las
autoridades de salud para participar en programas escolares “de
equilibrio alimentario” o “semanas de degustación”, que sirven en
cambio para posicionar sus productos desde la infancia.
El
reportaje también describió el financiamiento que la industria ofrece a
institutos “serios” de investigación para que elaboren “estudios” a
modo, y abordó el caso de una publicación del Centro para la
Investigación y el Estudio de la Observación de las Condiciones de Vida
(Credoc, por su acrónimo en francés), un organismo subvencionado con
dinero público. Ese supuesto “documento científico”, que concluye que
no hay correlación entre el consumo de refrescos y el aumento de peso,
resultó haber sido pagado por Coca-Cola.
El trabajo periodístico
presentó un caso más de los cuestionables métodos con que opera el
lobby de la comida chatarra. El expositor dijo a la audiencia que los
alimentos azucarados no están asociados a la obesidad, de acuerdo con
un estudio de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, por
sus siglas en inglés), la máxima autoridad en la materia.
Resulta
que las investigaciones citadas por el estudio de la EFSA, publicado en
2010, fueron realizadas por las propias empresas y sus centros, además
de que 13 de los 21 expertos en nutrición con que cuenta la EFSA
prestan sus servicios o hacen recomendaciones a empresas como
Coca-Cola, Danone, Ferrero, Nestlé o Kraft Foods.
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