John M. Ackerman
Sergio García Ramírez y Leonardo Valdés. Complicidades Foto: Benjamin Flores |
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- “Quien no invierte 10 millones de pesos en una campaña
no gana, el que no compra votos el día de la elección no gana, el que
no reparte despensas y otras cosas, tampoco”. Son las palabras de Zac
Mukuy Vargas Ramírez, secretaria de Asuntos Juveniles del Partido de la
Revolución Democrática, expresadas a la periodista Claudia Herrera, de
La Jornada. La dirigente partidista resume con toda claridad la
naturaleza corrupta de nuestro sistema político. En la “democracia”
mercantilizada que vivimos, la posibilidad de dirigir a la nación no es
un asunto abierto a ciudadanos bien intencionados, con liderazgo social
o con propuestas creativas, sino un negocio reservado para políticos
experimentados en la recaudación de fondos de procedencia desconocida,
la compra de lealtades y la manipulación mediática.
La situación que resume Vargas Ramírez es la triste realidad de todos los partidos políticos actuales. No gana quien juega respetando las reglas; lo hace quien patea con más fuerza el tablero. Mentiría el dirigente partidista o funcionario electoral que afirme lo contrario.
Tal es el legado directo de José Woldenberg, Luis Carlos Ugalde y Leonardo Valdés, quienes han custodiado nuestra “transición” fallida desde 1996. La gran mayoría de los consejeros y magistrados electorales, tanto federales como locales, también han contribuido gustosos a generar estas circunstancias al sustituir la objetividad, inteligencia y valentía que reclama su actuación por conductas pasivas, parciales o abiertamente corruptas.
El reemplazo del Instituto Federal Electoral (IFE) por el nuevo elefante blanco llamado Instituto Nacional Electoral (INE) no resolverá el problema. No se echará de menos al viejo IFE, pero muy probablemente el INE será aún menos efectivo que su antecesor.
La soberbia de los ocupantes de la casona de Viaducto Tlalpan rebasará cualquier límite, pues los nuevos virreyes de la “democracia” no solamente podrán negociar votos y lealtades en función de los comicios federales, sino que también tendrán entre sus manos las riendas de las elecciones estatales y municipales del país. Las oportunidades para la búsqueda de nuevos cargos, empleos y acomodos políticos se ampliarán y, si llegan a jugar bien sus cartas, los consejeros gozarán de un futuro posburocrático lleno de lujos y prebendas.
Antes que cualquier reforma legal, lo más importante son los perfiles de quienes dirigen las instituciones. En vez de lucrar personal, política o económicamente con su cargo, un buen funcionario electoral busca entregarse a la defensa de las causas ciudadanas y a enfrentar a los poderes fácticos. Un efectivo consejero electoral se asume como un auténtico líder social en lugar de esconderse en los laberintos de la simulación legalista.
Ya basta de tímidos burócratas y ambiciosos ególatras cuyas mayores preocupaciones son la elección del restaurante para su próxima cena de “trabajo” o el destino de su siguiente congreso internacional. Se requiere una nueva generación de consejeros y magistrados que se distingan por su humildad, valentía y dignidad.
Los detalles de la nueva legislación electoral evidentemente también tienen su relevancia. El ámbito más importante es el de la fiscalización y la vigilancia de las campañas electorales. Específicamente, dicha ley debería dejar perfectamente claro que el IFE, o el INE, no es un simple “árbitro” de las contiendas electorales, sino un verdadero órgano regulador de la competencia política.
La autoridad debe ser obligada por ley a vigilar de manera activa y en todo momento cada aspecto del proceso electoral. Por ejemplo, el IFE tendría que desplegar miles de observadores equipados con la más alta tecnología para contabilizar de manera independiente todos los gastos hechos por partidos, candidatos, militantes y simpatizantes en los 300 distritos electorales; ejercer una vigilancia escrupulosa y en tiempo real de absolutamente todos los depósitos realizados por cualquier persona física o moral en las cuentas bancarias de las principales empresas mediáticas, así como de sus filiales, socias y aliadas; y el día de la jornada electoral, el IFE debería ser obligado por la ley a organizar un enorme operativo de vigilancia fuera de las casillas para prevenir y documentar el acarreo, la compra y la coacción del voto.
El actual proceso de fiscalización burocratizado y casi exclusivamente ex post ha resultado ser una enorme simulación. La ley debiera requerir la dictaminación de todos los informes y la resolución de cada una de las quejas en la materia antes de la calificación de validez de los comicios; asimismo, incluir el rebase de topes de gasto de campaña como causal de nulidad automática de la elección.
Nos encontramos en una situación de fraude electoral institucionalizado y consolidado. La única forma en que un ciudadano puede defender la soberanía popular e influir en las políticas públicas es por medio de la protesta social. Es por ello que los maestros disidentes y los jóvenes activistas son nuestros demócratas más destacados.
A quienes incomodan las protestas habría que recordarles que estas manifestaciones son síntomas de un problema estructural más profundo de ilegitimidad democrática. En lugar de caer en el perverso juego del linchamiento mediático, sería preciso trabajar arduamente para desplazar a la caduca clase política con nuevos liderazgos juveniles, así como recuperar el espacio político-electoral como un escenario de competencia auténtica y debate informado.
www.johnackerman.blogspot.com
Twitter: @JohnMAckerman
La situación que resume Vargas Ramírez es la triste realidad de todos los partidos políticos actuales. No gana quien juega respetando las reglas; lo hace quien patea con más fuerza el tablero. Mentiría el dirigente partidista o funcionario electoral que afirme lo contrario.
Tal es el legado directo de José Woldenberg, Luis Carlos Ugalde y Leonardo Valdés, quienes han custodiado nuestra “transición” fallida desde 1996. La gran mayoría de los consejeros y magistrados electorales, tanto federales como locales, también han contribuido gustosos a generar estas circunstancias al sustituir la objetividad, inteligencia y valentía que reclama su actuación por conductas pasivas, parciales o abiertamente corruptas.
El reemplazo del Instituto Federal Electoral (IFE) por el nuevo elefante blanco llamado Instituto Nacional Electoral (INE) no resolverá el problema. No se echará de menos al viejo IFE, pero muy probablemente el INE será aún menos efectivo que su antecesor.
La soberbia de los ocupantes de la casona de Viaducto Tlalpan rebasará cualquier límite, pues los nuevos virreyes de la “democracia” no solamente podrán negociar votos y lealtades en función de los comicios federales, sino que también tendrán entre sus manos las riendas de las elecciones estatales y municipales del país. Las oportunidades para la búsqueda de nuevos cargos, empleos y acomodos políticos se ampliarán y, si llegan a jugar bien sus cartas, los consejeros gozarán de un futuro posburocrático lleno de lujos y prebendas.
Antes que cualquier reforma legal, lo más importante son los perfiles de quienes dirigen las instituciones. En vez de lucrar personal, política o económicamente con su cargo, un buen funcionario electoral busca entregarse a la defensa de las causas ciudadanas y a enfrentar a los poderes fácticos. Un efectivo consejero electoral se asume como un auténtico líder social en lugar de esconderse en los laberintos de la simulación legalista.
Ya basta de tímidos burócratas y ambiciosos ególatras cuyas mayores preocupaciones son la elección del restaurante para su próxima cena de “trabajo” o el destino de su siguiente congreso internacional. Se requiere una nueva generación de consejeros y magistrados que se distingan por su humildad, valentía y dignidad.
Los detalles de la nueva legislación electoral evidentemente también tienen su relevancia. El ámbito más importante es el de la fiscalización y la vigilancia de las campañas electorales. Específicamente, dicha ley debería dejar perfectamente claro que el IFE, o el INE, no es un simple “árbitro” de las contiendas electorales, sino un verdadero órgano regulador de la competencia política.
La autoridad debe ser obligada por ley a vigilar de manera activa y en todo momento cada aspecto del proceso electoral. Por ejemplo, el IFE tendría que desplegar miles de observadores equipados con la más alta tecnología para contabilizar de manera independiente todos los gastos hechos por partidos, candidatos, militantes y simpatizantes en los 300 distritos electorales; ejercer una vigilancia escrupulosa y en tiempo real de absolutamente todos los depósitos realizados por cualquier persona física o moral en las cuentas bancarias de las principales empresas mediáticas, así como de sus filiales, socias y aliadas; y el día de la jornada electoral, el IFE debería ser obligado por la ley a organizar un enorme operativo de vigilancia fuera de las casillas para prevenir y documentar el acarreo, la compra y la coacción del voto.
El actual proceso de fiscalización burocratizado y casi exclusivamente ex post ha resultado ser una enorme simulación. La ley debiera requerir la dictaminación de todos los informes y la resolución de cada una de las quejas en la materia antes de la calificación de validez de los comicios; asimismo, incluir el rebase de topes de gasto de campaña como causal de nulidad automática de la elección.
Nos encontramos en una situación de fraude electoral institucionalizado y consolidado. La única forma en que un ciudadano puede defender la soberanía popular e influir en las políticas públicas es por medio de la protesta social. Es por ello que los maestros disidentes y los jóvenes activistas son nuestros demócratas más destacados.
A quienes incomodan las protestas habría que recordarles que estas manifestaciones son síntomas de un problema estructural más profundo de ilegitimidad democrática. En lugar de caer en el perverso juego del linchamiento mediático, sería preciso trabajar arduamente para desplazar a la caduca clase política con nuevos liderazgos juveniles, así como recuperar el espacio político-electoral como un escenario de competencia auténtica y debate informado.
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