Marta Lamas
Tamaulipas. Elecciones bajo vigilancia. Foto: Juan Cedillo |
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Hoy, 60 años después de la obtención del voto
femenino, cuesta imaginar lo que significó esa lucha que inició a
finales del siglo XIX pero que arreció después del Constituyente de
1917. La historiadora Gabriela Cano ha relatado espléndidamente cómo
miles de mujeres participaron en congresos y debates públicos donde se
planteaba, una y otra vez, la importancia de dicho sufragio.
Cano registra la amplia movilización de principios del siglo XX: Además del Primer Congreso Feminista de Yucatán (1916), entre los años 20 y 30 se celebraron el Primer Congreso Feminista de la Liga Panamericana de Mujeres (1923), el Congreso Liga de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas (1925), tres congresos nacionales de Obreras y Campesinas (1931, 1933 y 1934), un Congreso sobre Prostitución (1934), y finalmente, en 1935, se formó el Frente Único Pro-Derechos de la Mujer.
Tal activismo fue un elemento decisivo para que en 1937 el general Lázaro Cárdenas, entonces presidente, enviara al Congreso de la Unión una iniciativa de reforma al artículo 35 constitucional que establecía el derecho de las mujeres a participar de igual manera y en las mismas condiciones que los hombres en procesos electorales como candidatas y votantes. Tanto la Cámara de Diputados como la de Senadores aprobaron la iniciativa presidencial, pero ésta quedó sin efecto al mantenerse congelada, según unas personas, por la burocracia legislativa, y, según otras, por el temor de que las mujeres votasen conservadoramente.
En 1947, durante el gobierno de Miguel Alemán, se estableció el sufragio femenino a nivel municipal, y en 1953, durante la gestión de Adolfo Ruiz Cortines, se hizo a nivel federal. Hay una versión simplista de la historia que ofrece la imagen de Ruiz Cortines como el caballero que concedió el voto femenino. Para nada. Así como no hay que creer que por carecer del derecho al sufragio las mujeres estuvieron al margen de la vida política durante la primera mitad del siglo XX, tampoco hay que pensar que no hubo hombres progresistas que apoyaron la causa igualitaria.
Uno muy destacado fue Salvador Alvarado, con cuyo respaldo se celebró el Primer Congreso Feminista en Yucatán en 1916; con Felipe Carrillo Puerto, entre 1922 y 1924, hubo en Yucatán mujeres del Partido Socialista del Sureste ocupando diputaciones locales, además de un cargo de elección en el ayuntamiento de Mérida; entre 1924 y 1925 Rafael Nieto, en San Luis Potosí, otorgó derechos políticos a las mujeres que supieran leer y escribir; y con César Córdoba, en 1925 en Chiapas, tuvieron derecho a participar en los comicios municipales y estatales. Además de esos enormes avances en algunos estados, indudablemente el general Lázaro Cárdenas comprendió bien lo que prometía el sufragio femenino: la igualdad política entre mujeres y hombres.
Cano subraya que, a diferencia de la mayor parte de los revolucionarios, Lázaro Cárdenas no pensaba que el sufragismo fuera una moda extranjera, ajena a la realidad social y a los deseos de las mujeres mexicanas, sino que veía en el voto femenino una profundización del programa de la Revolución Mexicana. La historiadora considera que para el general Cárdenas el establecimiento del sufragio femenino era una necesidad política, muy acorde con la línea de su gobierno, que fue de grandes avances para la actividad de las mujeres en la esfera política. Por eso, a pesar del desenlace del proceso de reforma al artículo 35 constitucional, la postura de Cárdenas sirvió para confrontar los prejuicios en boga sobre los supuestos desastres sociales que el voto de las mujeres acarrearía a la sociedad.
Sin negar que la obtención del voto femenino fue una victoria parcial que hay que celebrar, contemplada retrospectivamente es evidente que aunque el derecho a votar y ser votadas emparejó formalmente a las mujeres con los hombres, no significó la disolución del privilegio político masculino. Las leyes, por sí solas, jamás han bastado para asegurar la concreción efectiva de los derechos que enuncian, y el acceso de las mujeres al voto no ha provocado una real igualdad política con los hombres.
Como en todo el mundo, en México las mujeres están subrepresentadas en las élites que toman las decisiones políticas en el gobierno y el Congreso. La homogeneidad política masculina en la administración se adorna con unas cuantas mujeres, pero los núcleos centrales del poder sustantivo están compuestos casi absolutamente por varones. Esta brutal realidad no se debe a la inexistencia de mujeres capaces o preparadas, sino a una dinámica cultural machista que permea la vida social y política de nuestro país.
El hecho de que el poder político sigue repartido desigualmente entre mujeres y hombres erosiona la promesa de igualdad entre los sexos que proyectó hace 60 años la obtención del voto. La igualdad ciudadana no resuelve la desigualdad sustantiva entre mujeres y hombres, ni enfrenta el problema de superar las limitaciones que produce la ausencia de mujeres en los espacios de toma de decisiones políticas. El desafío hoy se perfila como el de desarrollar una política democrática radical que, para lograr la igualdad sustantiva entre los sexos, use la palanca de la paridad de mujeres y hombres en los lugares de verdadero poder.
Cano registra la amplia movilización de principios del siglo XX: Además del Primer Congreso Feminista de Yucatán (1916), entre los años 20 y 30 se celebraron el Primer Congreso Feminista de la Liga Panamericana de Mujeres (1923), el Congreso Liga de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas (1925), tres congresos nacionales de Obreras y Campesinas (1931, 1933 y 1934), un Congreso sobre Prostitución (1934), y finalmente, en 1935, se formó el Frente Único Pro-Derechos de la Mujer.
Tal activismo fue un elemento decisivo para que en 1937 el general Lázaro Cárdenas, entonces presidente, enviara al Congreso de la Unión una iniciativa de reforma al artículo 35 constitucional que establecía el derecho de las mujeres a participar de igual manera y en las mismas condiciones que los hombres en procesos electorales como candidatas y votantes. Tanto la Cámara de Diputados como la de Senadores aprobaron la iniciativa presidencial, pero ésta quedó sin efecto al mantenerse congelada, según unas personas, por la burocracia legislativa, y, según otras, por el temor de que las mujeres votasen conservadoramente.
En 1947, durante el gobierno de Miguel Alemán, se estableció el sufragio femenino a nivel municipal, y en 1953, durante la gestión de Adolfo Ruiz Cortines, se hizo a nivel federal. Hay una versión simplista de la historia que ofrece la imagen de Ruiz Cortines como el caballero que concedió el voto femenino. Para nada. Así como no hay que creer que por carecer del derecho al sufragio las mujeres estuvieron al margen de la vida política durante la primera mitad del siglo XX, tampoco hay que pensar que no hubo hombres progresistas que apoyaron la causa igualitaria.
Uno muy destacado fue Salvador Alvarado, con cuyo respaldo se celebró el Primer Congreso Feminista en Yucatán en 1916; con Felipe Carrillo Puerto, entre 1922 y 1924, hubo en Yucatán mujeres del Partido Socialista del Sureste ocupando diputaciones locales, además de un cargo de elección en el ayuntamiento de Mérida; entre 1924 y 1925 Rafael Nieto, en San Luis Potosí, otorgó derechos políticos a las mujeres que supieran leer y escribir; y con César Córdoba, en 1925 en Chiapas, tuvieron derecho a participar en los comicios municipales y estatales. Además de esos enormes avances en algunos estados, indudablemente el general Lázaro Cárdenas comprendió bien lo que prometía el sufragio femenino: la igualdad política entre mujeres y hombres.
Cano subraya que, a diferencia de la mayor parte de los revolucionarios, Lázaro Cárdenas no pensaba que el sufragismo fuera una moda extranjera, ajena a la realidad social y a los deseos de las mujeres mexicanas, sino que veía en el voto femenino una profundización del programa de la Revolución Mexicana. La historiadora considera que para el general Cárdenas el establecimiento del sufragio femenino era una necesidad política, muy acorde con la línea de su gobierno, que fue de grandes avances para la actividad de las mujeres en la esfera política. Por eso, a pesar del desenlace del proceso de reforma al artículo 35 constitucional, la postura de Cárdenas sirvió para confrontar los prejuicios en boga sobre los supuestos desastres sociales que el voto de las mujeres acarrearía a la sociedad.
Sin negar que la obtención del voto femenino fue una victoria parcial que hay que celebrar, contemplada retrospectivamente es evidente que aunque el derecho a votar y ser votadas emparejó formalmente a las mujeres con los hombres, no significó la disolución del privilegio político masculino. Las leyes, por sí solas, jamás han bastado para asegurar la concreción efectiva de los derechos que enuncian, y el acceso de las mujeres al voto no ha provocado una real igualdad política con los hombres.
Como en todo el mundo, en México las mujeres están subrepresentadas en las élites que toman las decisiones políticas en el gobierno y el Congreso. La homogeneidad política masculina en la administración se adorna con unas cuantas mujeres, pero los núcleos centrales del poder sustantivo están compuestos casi absolutamente por varones. Esta brutal realidad no se debe a la inexistencia de mujeres capaces o preparadas, sino a una dinámica cultural machista que permea la vida social y política de nuestro país.
El hecho de que el poder político sigue repartido desigualmente entre mujeres y hombres erosiona la promesa de igualdad entre los sexos que proyectó hace 60 años la obtención del voto. La igualdad ciudadana no resuelve la desigualdad sustantiva entre mujeres y hombres, ni enfrenta el problema de superar las limitaciones que produce la ausencia de mujeres en los espacios de toma de decisiones políticas. El desafío hoy se perfila como el de desarrollar una política democrática radical que, para lograr la igualdad sustantiva entre los sexos, use la palanca de la paridad de mujeres y hombres en los lugares de verdadero poder.
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