EDITORIAL LA JORNADA
Hoy
se cumple un año de los ataques perpetrados en Iguala en contra de
estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de
Ayotzinapa, con saldo de tres muertos, decenas de heridos de distinta
gravedad y 43 desaparecidos, además de otros tres asesinados ajenos a
ese plantel. La agresión marcó un hito en las violencias de distintos
signos que padece la población del país –la de la delincuencia
organizada y la de las acciones represivas en contra de movimientos
sociales– y en la creciente incapacidad de las instituciones públicas
para preservar la integridad y la vida de los ciudadanos, procurar
justicia y hacer frente a la impunidad. Pero la reacción social a tales
hechos ha sido también un punto de inflexión en la historia de las
movilizaciones populares recientes y en el curso de estos 12 meses se
ha derrumbado la imagen interna y externa del régimen.
Cabe recordar que las primeras indagatorias señalaron como
responsables a una organización local dedicada al narcotráfico y al
entonces presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, quien cuatro
días después pidió licencia al cargo y se dio a la fuga junto con su
esposa, María de los Ángeles Pineda Villa. Al día siguiente el
presidente Enrique Peña Nieto se pronunció por primera vez sobre los
incidentes de Iguala, señalando que la responsabilidad de esclarecer
los crímenes correspondía al gobierno estatal, encabezado entonces por
Ángel Aguirre Rivero.
Las tareas de búsqueda de los muchachos normalistas, infructuosas
hasta la fecha, dieron pie al descubrimiento de innumerables fosas
clandestinas en la región, y permitieron sacar a la luz en toda su
crudeza el fenómeno recurrente y constante de las desapariciones en
Guerrero, como una expresión particularmente aguda de una práctica
criminal que tiene lugar en todo el país.
La atrocidad generó una movilización social y popular sin
precedentes en solidaridad con las víctimas de la agresión, en
exigencia de la presentación de los jóvenes desaparecidos y en demanda
de un esclarecimiento pleno de los hechos y de la identificación de los
responsables.
Como resultado de esa intensa presión, el 4 de octubre la
Procuraduría General de la República (PGR) anunció que atraería la
investigación del caso. Jesús Murillo Karam, quien ocupaba la
titularidad de esa dependencia, presentó el 7 de noviembre una serie de
conclusiones parciales según las cuales los 43 normalistas habían sido
capturados por policías municipales y entregados al cártel conocido como Guerreros Unidos, cuyos
integrantes los habrían asesinado e incinerado en el basurero de
Cocula. La responsabilidad intelectual de todo ello recaía, según
Murillo Karam, en Abarca y Pineda, quienes ya habían sido capturados en
Iztapalapa, en una acción que –como todas en este caso– generó
suspicacias de la sociedad.
Para entonces las movilizaciones se habían extendido a localidades
pequeñas, medianas y grandes del país, e incluso a múltiples ciudades
del extranjero. El 27 de enero de este año Murillo Karam realizó una
nueva presentación que cambiaba el móvil del crimen: el ex alcalde ya
no ocupaba, en ese segundo relato, el papel protagónico: la agresión se
habría originado porque los integrantes de Guerreros Unidos habrían
confundido a los normalistas con miembros de una facción rival; la
autoridad mantuvo la narración de la incineración en el basurero y todo
ello fue proclamado
verdad histórica.
En
todo ese tiempo el gobierno dio crédito a los presuntos culpables
materiales y desechó los testimonios de los estudiantes sobrevivientes,
quienes han sostenido desde un inicio que en la agresión participaron
elementos de las policías estatal y federal así como integrantes del
Ejército. Tanto los normalistas como los familiares de los
desaparecidos y las organizaciones de derechos humanos que les han dado
apoyo afirman, con base en elementos que constan en la averiguación,
que lo ocurrido en Iguala fue un crimen de Estado en el que
participaron miembros de los tres niveles de gobierno. Por otra parte,
tanto científicos de la UNAM como el Equipo Argentino de Antropología
Forense (EAAF) aportaron datos que hacen insostenible la versión
oficial de la quema de cuerpos en Cocula.
Los cuestionamientos a la narración oficial de los hechos fueron
sistematizados en forma exhaustiva por el informe que presentó hace
tres semanas el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes
(GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Ese
documento enlista, además, numerosas omisiones, irregularidades,
ocultamientos e inconsistencias en la investigación de la PGR, niega en
forma contundente la posibilidad de la incineración y aporta elementos
nuevos no considerados o no encontrados por los investigadores
oficiales. Por añadidura, el informe del GIEI formula recomendaciones
al gobierno mexicano que son coincidentes con las demandas que
familiares, compañeros y asesores de los asesinados, heridos y
desaparecidos han enarbolado desde hace un año.
La reunión sostenida entre los familiares y compañeros de los
jóvenes desaparecidos y Peña Nieto en vísperas de este aniversario fue
emblemática de la incapacidad oficial de dar respuesta a las demandas
de esclarecimiento, justicia y trato digno. El Presidente rechazó las
ocho peticiones puestas sobre la mesa por su contraparte y, tras el
encuentro, los padres manifestaron su decepción por la negativa a
asumir cualquier compromiso sustantivo que permita recuperar la
confianza en una procuraduría que, expresaron, los ha engañado de
manera reiterada. La reunión se saldó, pues, con un nuevo fracaso de
las autoridades en su búsqueda de credibilidad y en una nueva
frustración para los de Ayotzinapa.
En suma, en el curso de este año se ha hecho evidente la incapacidad
de las instituciones para investigar, esclarecer y resolver actos tan
atroces como el de Iguala, su falta de flexibilidad y sensibilidad y su
carencia de voluntad política para hacer frente a la impunidad que
campea en el país. Por el contrario, las acciones oficiales parecen una
simulación a ojos de muchos y se traducen en ofensas adicionales al
agravio inicial. Conforme el régimen se enreda en una crisis política
cada vez más aguda, la sociedad mantiene vigente y multiplicada la
exigencia de verdad y justicia.
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