3/03/2017

El hambre nos llega



José Cueli
La Jornada 
Norman Mailer había anunciado un cambio de ritmo en la sociedad estadunidense: “Hay que alentar al sicópata que somos cada uno de nosotros, explorar esas zonas de experiencia en las que seguridad es sinónimo de aburrimiento y, por consiguiente –de depresión–, de enfermedad; hay que vivir en el presente, en el enorme presente, vacío de pasado y de futuro, de memoria y de proyecto. Vivir una vida en la que se camina hacia la destrucción o el éxtasis; hay que poner en juego toda la energía para afrontar las situaciones imprevisibles; hay que ‘iniciarse’: de lo contrario, uno está condenado” (Antología, Norman Mailer, Ed. Tiempo Contemporáneo).
Mientras Mailer advertía de ese enorme presente en el que refugiarse para vivir o destruir el mito de la Norteamérica presente, en México de acuerdo con datos del Coneval uno de cada cinco mexicanos sufre la falta de acceso a la alimentación, lo que en lenguaje llano quiere decir que padece hambre. ¿El 20 por ciento de la población? (La Jornada, 1/3/17).
En la experiencia de los que viven en el hambre todo pareciera situarse en el margen, en las fronteras, en el exilio, en el silencio, en la exclusión, en la tierra de nadie, en el desarraigo, en la no pertenencia, en el no ha lugar de la ley, de la fragmentación.
Inframundo donde los fantasmas danzan en incesante carrusel de escenas grotescas fantaseadas y reales, donde la angustia es el afecto predominante, donde la muerte, las pérdidas y los duelos no dan tregua, allí donde la falta de lenguaje condena al sujeto al grito y al silencio. Individuos que han sido violentamente silenciados y que, por añadidura, silenciaran a los suyos en forma violenta. Grito acompañado de ecos terroríficos cuyo origen, sin origen, emerge de la oquedad, del vacío, de la disonancia Mascarada de dolor y desencuentro, escenario del terror sin nombre. Duelos negros, muy negros.
Herederos usufructuarios de desnutrición, depresión, carencias de toda índole y duelos no elaborados, los niños vienen al mundo en condiciones precarias llevadas al extremo: servicios médicos inaccesibles, inadecuado aporte nutricional y para agravar aún más la situación llegan a un hogar donde privan el ruido, el hacinamiento y la miseria.
La mayoría de ellos crecen entre una madre deprimida y un padre ausente, o bien con problemas de adicciones y violencia. Crecen en su mayoría en hogares de un solo padre, donde varias figuras sustitutas ejercen los cuidados, pues la madre con frecuencia tiene que laborar fuera del hogar.
Hogares que se convierten en excelente caldo de cultivo para las neurosis traumáticas. Ruido, violencia, confusión de roles, hostilidad, falta de privacidad o intimidad, obediencia por imposición, relaciones incestuosas y vinculaciones primitivas matizadas por el sadomasoquismo condicionan la huida de los hijos, previa actuación, de un hogar sofocante.
La promiscuidad en los adolescentes condiciona embarazos no deseados y es el inicio de una nueva familia que vendrá a engrosar las filas de la marginalidad. En estas condiciones el nuevo niño nace cargado con la estafeta de no deseado y de fantasías filicidas. Crece entre el rechazo y la desconfianza, el reproche y el autodesprecio; aferrado a un narcisismo de muerte, a la omnipotencia (enmascaradora de impotencia), condenado a perpetuar vinculaciones de índole sadomasoquista, cargado de rencor y odio hacia los demás y hacia sí mismo y limitado severamente en sus capacidades cognoscitivas y en los procesos de simbolización.
La nueva cultura estadunidense en su omnipotencia pretende enviarnos a los
millones de mexicanos que encontraron casa, vestido y sustento en el país vecino. Habrá que estudiar con anticipación y detenidamente la integración de los doblemente exiliados con los diferentes niveles de pobreza incluida la cercanía con el hambre.

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