Plan B
Foto: Alberto Roa/ Cuartoscuro
Hace catorce
años durante un congreso feminista una joven vestida a lo darketa se me
acercó para decirme que mi conferencia sobre intervención con mujeres
víctimas de violencia le había gustado mucho, que tenía un par de
preguntas, pero no se atrevió a hacerlas frente a su colectivo porque lo
tenía prohibido. Se hacían llamar Lesboterroristas.
Utilizaban una vestimenta específica, un look de cabello, ojos
delineados, tatuajes, capuchas y piercings. Platicamos casi una hora
sobre nuevas formas de intervención con niñas violadas. Nunca le
pregunté por qué tenía miedo de su colectivo; pude comprender que el
sentido de pertenencia es tan poderoso para la raza humana que
cuestionarlo en ciertos contextos puede romper el diálogo. Su colectivo
planteaba castrar a los violadores, erradicar la presencia masculina de
toda marcha o movimiento feminista. No querían hablar de igualdad y
equidad, sino de justicia pura y llana. Pude observar durante varios
días la gran diversidad de grupos feministas allí reunidos, los más
pacifistas, los espirituales, los filosóficos y los radicales. Nunca he
pertenecido a grupos, voy por la libre con mi ideología feminista,
escucho la diversidad de postura, indago en las rabias, los miedos, las
desesperaciones y los grandes logros.
Desde que era adolescente me descubrí feminista al caminar en las calles de México y defender mis propios derechos,
luego de sentir que andar por allí, inteligente y libre, era una
afrenta insoportable que insulta o disminuye la masculinidad de muchos
que se creen dioses propietarios del decreto de lo femenino sumiso; los
cosificadores.
Tuve la fortuna de estar cerca de cientos de mujeres sabias, maestras
que me enseñaron a encontrarle forma a mis ideas, a buscar palabras
nuevas para viejos vicios sociales, estrategias contra las taras de la
misoginia cultural. De ellas aprendí que hay feminismos integradores,
los de la diferencia y los de la igualdad, los radicales y los light,
los académicos y los de activismo puro a pie de calle; los feminismos
indígenas y los anarquistas. En su diversidad filosófica, el pensamiento
feminista tiene una gran coincidencia: repele y pretende erradicar toda
forma de violencia contra las mujeres; eliminar el odio hacia los
femenino, el acoso y todas las violencias que millones de hombres
ejercen contra millones de mujeres y niñas. Entre ellas hay quienes
están en la etapa de la ira, del descubrimiento, que avizoran una
defensa no violenta de los derechos propios, pero aun no confían en
otros.
La diferencia radica en las formas y prácticas de liderazgo: Hay
quienes juzgan la violencia que ejercen los varones, pero no la de las
mujeres, hay quienes se niegan a ser “mujeristas”, es decir, a defender a
las mujeres aunque sean machistas. Hay quienes defienden el hembrismo
manipulador y juran que son feministas porque quieren una vida libre de
violencia. Hay feminismos diversos, pero todos libertarios.
Las marchas de ayer por el caso #Mara, que derramó una gota más de la
sangre acumulada de las mujeres asesinadas en México, mostraron esa
diversidad. Madres acompañadas de sus familias, hombres caminando con
sus parejas, con sus hijas a los hombros, padres llorando por sus hijas
perdidas, mujeres indígenas, jóvenes, ancianas, transexuales, caminando
contra la violencia mortal que millones aun justifican en la radio, en
la televisión, en los diarios, en los hogares y en los libros.
Un pequeño grupo de jóvenes sacó de su contingente a dos o tres
hombres, sí una de las chicas llevaba un tolete y amenazaba con él, pero
no hizo más que eso y una parte de las redes ardió en solidaridad con
mi amigo Jenaro Villamil que, pálido pero ileso, se alejó de las
radicales.
La pregunta que millones de mujeres desesperadas, furiosas, rabiosas,
indignadas y asustadas se hacen frente a los crecientes feminicidios
es: dónde están los hombres no misóginos para juzgar, educar, detener,
fustigar a los machistas y evitar que otros hombres nos maten. La
pregunta es válida, la violencia no lo es. El argumento de que las
madres son las únicas culpables de educar a los machos ha sido
desmontado al comprender los mecanismos del control ideológico que el
machismo tiene en la familia con sus mecanismos de poder y aceptación o
exclusión entre débiles y poderosos.
Estamos rodeadas de hombres que se asustan frente al
feminismo y se indignan de palabra frente a la misoginia, pero no hacen
nada contra ella; ni en la oficina, ni en las calles, ni en las
escuelas, ni en los medios, ni en la cantina con sus amigos que denostan
y cosifican a las mujeres. Todos los días nos topamos con un
“manexplainer” ese tipo de hombre que nos explica lo que debemos hacer,
pensar y decir para ser escuchada por las élites machistas. Los
“maniterrupter” esos que a media frase de una mujer interrumpen para
contradecir los argumentos sólidos porque le incomodan; los
“intelecmachos” esos intelectuales poderosos, las élites caviar, que
descalifican las ideas de las mujeres y creen que todo tiempo lejano fue
mejor. Todos los días algún Perelló aparece diciendo que a las mujeres
les gusta que las violen, o un presidente o un gobernador se compra
esposas floreros en las televisoras; todos los días hay un hombre de
poder que les recuerda a estas jóvenes que no tiene la razón, que su
miedo no es real, que su furia no tiene sentido. Todos los días alguien
que no ha estado en su piel, se niega a escuchar sus argumentos, sus
temores, su clamor de libertad, su angustia de vivir con la libertad
acotada por el machismo que hace juicios de valor sobre cómo deben
vivir, vestir y actuar las mujeres.
Todos los días hay un hombre que nos corrige cuando decimos que ha
llegado la hora de que los hombres, así como género de la raza humana,
se hagan cargo de educar a los hombres que eligen la violencia contra
las mujeres como el ejercicio del despliegue de su masculinidad, como un
inalienable derecho natural al territorio físico e intelectual de
aquellas que considera inferiores.
Sí, estamos rodeados, rodeadas de violencias, de corrupción e
impunidad. A los hombres los asesinan los hombres, a las mujeres las
asesinan los hombres. Durante ya un siglo las mujeres feministas hemos
tomado la batuta para evidenciar el absurdo cultural de la inequidad
entre hombres y mujeres; hemos creado leyes, hemos fomentado una
educación igualitaria, una paridad política. Hemos trabajado horas
extras desde el lugar de la exclusión para decirles a quienes nos han
excluido que ya basta; les hemos invitado, muchas feministas hemos
trabajado triple jornada para incluir a los hombres en nuestras batallas
culturales; duran poco, son intermitentes, les aburre porque están del
otro lado de la moneda.
La noticia no es que de cien mil mujeres que marcharon diez excluyeron a tres hombres de una marcha,
la noticia es que durante siglos ellos, los más poderosos ilustres de
la virilidad violenta, han excluido a las mujeres de los espacios de
libertad, y hoy en pleno Siglo XXI, en las redes sociales las jóvenes
planifican cómo salir en grupo para que no las maten, cómo elegir pareja
para que no las mate si eligen divorciarse, cómo llegar a un juez que
no la culpe de la violación. La violencia misógina ha llegado al límite
de la irracionalidad justificada porque los hombres con poder de incidir
no han participado de la lucha por la educación masculina que no tenga
privilegios a costa de robarle los suyos a las mujeres y niñas. Los
hombres han mirado del lado la ira contenida de sus hijos varones
educados como machos controladores por el ejemplo de sus padres y
abuelos, jefes y amigos, esa ira que se despliega con la muerte de su
pareja cuando ella elige tomar decisiones propias; ese cinismo
antojadizo de un joven taxista que decide tomar a una chica por la
fuerza y arrojarla como despojo humano después de utilizarla como
objeto.
Todo se reduce a dos preguntas ¿qué han hecho los hombres, varones, para cambiar la cultura colectiva de masculinidad violenta?
Y ¿quién les ha hecho creer que caminar a lado de las sobrevivientes
les eximirá de la responsabilidad de no haber participado en la ruptura
del paradigma del machismo cultural en sí mismos, en sus hijos y sus
hermanos? A ellos los excluyen de la marcha, a ellas de la vida. Quien
se enfoca en lo primero apenas conoce el sabor de la exclusión y el
miedo.
Efectivamente miles de hombres son excluidos de ciertos grupos de
poder por no reproducir los valores del machismo, de la violencia o la
corrupción. Pero muy pocos están dispuestos a crear movimientos sociales
poderosos, diversos, que cuestionen la violencia masculina y sus
efectos sociales. Se han unido sí, para atacar a las feministas, se han
unido para erradicar la diversidad, pero apenas un puñado de amigos
notables se han dado a la tarea de salir de la comodidad de sus
privilegios para convertirse en un ejemplo vivo de hombres no violentos.
La sociedad no puede esperar, las calles son suyas, ojalá las tomen
para proteger la vida y la libertad que otros pretenden erradicar.
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