A partir de los
cambios globales que se sucedieron desde comienzos del milenio, el
ámbito militar latinoamericano atraviesa un proceso intenso de
reestructuración. En este contexto, la incorporación masiva de mujeres a
las Fuerzas Armadas generó un desafío que va más allá de los números:
su arribo pone la lupa sobre los comportamientos arraigados en esas
instituciones y obliga a reflexionar sobre prácticas y objetivos que
responden a paradigmas tradicionales. A la vez, las nuevas situaciones
llevan a pensar sobre la necesidad de adaptación a las nuevas realidades
sociales, regionales e internacionales.
En el marco de los
procesos de consolidación democrática de la década de 1990 en América
Latina, se vienen experimentando cambios en la composición de los
ejércitos, no solo debido a la incorporación de mujeres, sino también a
las modificaciones experimentadas luego de la finalización de la Guerra
Fría, referidas a un mayor control civil y a variaciones en la
estructura, en una transición de Fuerzas Armadas tradicionales a
«posmodernas». Según el especialista Charles Moskos, esto introduce en
un camino de «pautas flexibles, reclutamiento voluntario (en algunos
casos multinacional), formador de recursos humanos profesionales, con
roles más diversos y de mayor inclusión social». Así se generó una
transformación en la naturaleza de las misiones militares, a la que se
añade el impacto de los avances tecnológicos y la aparición de una nueva
lógica de disuasión. En este sentido, como sostiene la socióloga Helena
Carreiras, las Fuerzas Armadas en las democracias «deben mostrar
sensibilidad hacia valores sociales más amplios y, por lo tanto, a la
sociedad en la que están inmersas y que las financia»[1]. La
sola presencia femenina y el reconocimiento de otras identidades de
género dentro de las instituciones armadas cuestionan profundamente la
«esencia androcéntrica» del ser militar, construida sobre cimientos
patriarcales con comportamientos discriminatorios y de asignación de
roles. Y esto conduce a reflexionar sobre el modelo de servicio que debe
prestar la institución militar.
Antes de abordar puntualmente el
tema de las mujeres en las Fuerzas Armadas latinoamericanas, cabe
mencionar el marco construido desde los organismos internacionales en la
última década para promover el debate y propiciar la aplicación de
políticas de género en las Fuerzas Armadas. Las medidas de
«sensibilización» se han visto impulsadas fuertemente desde la
Organización de las Naciones Unidas (onu) y son consecuencia del
accionar que comenzó desde mediados de la década de 1970 con la
visibilización de las mujeres[2].
Años después se aprobó la
Resolución 1325 del Consejo de Seguridad (2000), tendiente a aumentar la
representación de las mujeres en los niveles de toma de decisiones y en
la gestión de conflictos y procesos de paz internacionales, junto con
la incorporación de una «perspectiva de género» en la formación militar,
especialmente en aspectos referidos a derecho humanitario y de las
mujeres –que tuvo una fuerte incidencia debido al involucramiento de
numerosos países latinoamericanos en misiones de paz–[3].
Esta resolución fue complementada por otras (1820, 1888, 1898, 1960,
2103, 2122 y 2242), elaboradas entre 2008 y 2015, que consolidaron la
participación femenina, en particular con su presencia en los Cascos
Azules en Haití –en la Misión de las Naciones Unidas para la
Estabilización en Haití (Minustah) 2004-2017–.
Desde el comienzo del
nuevo milenio, este proceso fue acompañado por un fenómeno regional de
empoderamiento de las mujeres. Varias llegaron a la Presidencia de sus
países, como Cristina Fernández en Argentina, Dilma Rousseff en Brasil,
Michelle Bachelet en Chile, Laura Chinchilla en Costa Rica y Mireya
Moscoso en Panamá.
Otras lideraron los ministerios de Defensa: Nilda
Garré (2005-2010) en Argentina, María Cecilia Chacón (2011) en Bolivia,
Michelle Bachelet (2002-2004) y Vivianne Blanlot (2006-2007) en Chile;
Marta Lucía Ramírez de Rincón (2002-2003) en Colombia; Guadalupe Larriva
(2007), Lorena Escudero Durán (2007) y María Fernanda Espinosa
(2012-2014) en Ecuador; Martha Ruiz Sevilla (desde 2014) en Nicaragua;
Azucena Berrutti en Uruguay (2005-2008) y la almirante Carmen Teresa
Meléndez (2013-2014) en Venezuela. Si bien en algunos casos este
fenómeno no tuvo como correlato la implementación de políticas de género
en las Fuerzas Armadas, sí permitió la visibilización de las mujeres en
las instituciones militares y la incorporación de los derechos humanos
en la formación militar, dado el perfil progresista de varias de estas
funcionarias[4].
En el actual contexto regional, el
marcado viraje del signo político del progresismo hacia la derecha
produjo cambios en la mirada desde la cual se afrontan la defensa y la
seguridad (y la identificación de amenazas) y, por lo tanto, replantea
el rol y el accionar de las Fuerzas Armadas. Mientras tanto, a escala
mundial, una nueva oleada de concienciación sobre el abuso y el acoso
sexual y la violencia de género, disparada desde las convocatorias
#Niunamenos y #MeToo, entre otras, se sumó en América Latina a las
campañas por la despenalización del aborto en varios países. Esto ha
llevado a interpelar a los gobiernos respecto del estatus de las mujeres
en sus sociedades y a identificar su presencia en los distintos ámbitos[5].
Por
un lado, cuando analizamos el lugar de las mujeres en el ámbito militar
regional, debemos remontarnos a su participación durante las luchas
emancipadoras. Allí podemos identificar la presencia femenina no solo
acompañando a las tropas en las tareas de servicio tradicionales
–enfermería, cocina– o como compañeras-amantes de los soldados, detrás
de la línea de combate, sino también en el campo de batalla. En este
sentido, aparecen revalorizadas en la última década figuras como la
capitana Juana Azurduy en el Alto Perú; María Remedios del Valle, una
mujer negra que recibió el grado de sargento mayor de caballería en el
Río de la Plata; Catalina de Erauso, «la Monja Alférez», en Chile; María
Quitéria de Jesús, en Brasil; Magdalena «Macacha» Güemes de Tejada, en
el Noroeste argentino; Manuela Sáenz, compañera de batallas de Simón
Bolívar, en la Gran Colombia; la capitana Manuela Molina, una mujer
indígena de México; y muchas más, siendo estas solo algunas de las
historias «invisibilizadas»[6].
A pesar del desempeño
destacado en la conformación de las milicias independentistas, en la
constitución de los Estados modernos y en los ejércitos, las mujeres
fueron relegadas a cumplir el mandato patriarcal de participar
exclusivamente en el ámbito privado de cuidados y tareas domésticas.
Esta situación comenzó a revertirse un siglo después, por causas locales
diversas, pero principalmente debido a la escasez de mano de obra, como
sucedió con la incorporación femenina en la mayoría de los trabajos en
el mundo. Algunos países como Paraguay en 1932, Chile en 1937 y México
en 1937 iniciaron este proceso, en forma interrumpida y variada, solo en
las áreas de enfermería e intendencia, pero en diferentes armas y, con
distinta apertura en cuadros –de oficialidad y suboficialidad– en cada
país.
Hacia finales de la década de 1980 encontramos un panorama
en el que es posible identificar a mujeres participando en cada ejército
de la región, con la excepción de Perú, que inició el proceso recién en
1997[7]. Hasta aquí los hechos confirman los estereotipos
patriarcales de roles emplazados en la institución militar que
subordinan a las mujeres a tareas consideradas subalternas, como
administración, y servicios, como enfermería. Esta perspectiva se
mantiene en la reglamentación referida al acceso a los cuerpos comando o
de línea hasta entrado el nuevo siglo. En consecuencia, cabe
preguntarse: ¿cómo es posible que las mujeres en el periodo de la
Independencia pudieran desempeñarse en los ejércitos, e incluso algunas
de ellas fueran condecoradas por sus logros en infantería y caballería
–como consta en documentos oficiales en diferentes países– y, en la
actualidad, con el desarrollo existente en tecnologías de punta
aplicadas a la fabricación de armas livianas, se les obstaculice el
acceso o el ascenso en estas especialidades con el argumento de que
serían «físicamente débiles» o «emocionalmente inestables»?
A la
subalternidad de las mujeres debemos agregar la constante «exigencia de
demostración» de valores y capacidades en el desempeño profesional
femenino, principalmente cuando hablamos del campo de batalla. En este
sentido, a las situaciones de violencia propias del enfrentamiento
bélico se deben agregar aquellas inseguridades asociadas al entorno
cercano (violencia de género, violaciones, mercantilización de los
cuerpos con diversos fines), que en este caso tergiversan los valores
que son pilares de la institución militar, como la obediencia y la
lealtad, sin mencionar otros como el «respeto» y el «honor», y que
subsumen a mujeres, e incluso a varones, dentro de las Fuerzas Armadas.
Actualmente encontramos que el hostigamiento, el abuso y el acoso sexual
dentro de los ejércitos latinoamericanos es abordado con diferentes
grados de compromiso y mediante respuestas diversas, siendo uno de los
principales inconvenientes la dificultad para radicar denuncias y la
designación de los fueros que abordan las causas. En la región aún no
existen mecanismos de transparencia referidos al relevamiento y la
sistematización de los casos, como tampoco una protección adecuada para
quienes los denuncian con el fin de evitar represalias dentro del ámbito
laboral.
En cada país, y de acuerdo con la jurisprudencia, las
causas pueden ser tratadas en el fuero militar o civil. Existen diversas
voces que cuestionan la imparcialidad necesaria dentro de la justicia
penal militar; de allí la necesidad de mantenerlas fuera del orden
militar, incluso si posteriormente las sanciones se adecuan a los
cánones de la disciplina militar.
De acuerdo con las jurisdicciones
establecidas por los países de la región para tratar los delitos de
acoso y abuso sexual, es posible identificar tres situaciones: el uso
exclusivo del fuero civil (Argentina); los sistemas de naturaleza mixta
(Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador, El Salvador, Honduras, México,
Paraguay, Uruguay y Venezuela); y finalmente, aquellos que establecen
que deben ser juzgados solo en tribunales militares, por tratarse de
delitos penales cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas o
cometidos en el marco de las instalaciones o jurisdicción militar, sea
en el país o en el extranjero (son los casos de Colombia, Nicaragua,
Perú y República Dominicana)[8].
En Argentina, uno de
los países más avanzados en la región en materia de equidad de género
dentro de las Fuerzas Armadas, existen 21 oficinas de género en la
institución militar, creadas en el marco de la Resolución 1238/09 de
2009, con la finalidad de facilitar el acceso y la confidencialidad
necesaria para quienes realizan las denuncias. Estas oficinas se
complementan con 11 equipos interdisciplinarios de violencia
intrafamiliar. Algo similar se busca implementar en Chile desde mayo de
2018[9]. Por otra parte, y en la búsqueda de mejorar la
situación de las mujeres en la región, se incorporaron a los programas
de educación dentro de las instituciones militares cursos y talleres
referidos a derechos humanos, diversidad sexual, violencia y equidad de
género.
Este enfoque se vio favorecido por la numerosa participación de
países de la región en misiones de paz cuando la Resolución 1325 ya se
encontraba vigente. También se crearon áreas específicas dedicadas al
seguimiento y mejoramiento de la participación y el desarrollo de la
vida profesional de las mujeres dentro de las Fuerzas Armadas: el
Observatorio de la Mujer (2006) y la Dirección de Políticas de Género
del Ministerio de Defensa (2007) en Argentina y el Observatorio para la
Igualdad entre Mujeres y Hombres en el Ejército y la Fuerza Aérea
Mexicana en México (2012); comisiones de género –Brasil (2014) y
Guatemala (2017)–; la Dirección General de Equidad de Género y
Desarrollo de las Fuerzas Armadas en República Dominicana (2012); el
Consejo de Igualdad y Equidad de Género de la Fuerza Armada Nacional
Bolivariana en Venezuela (2015). En otros países, se acompaña el proceso
desde fuera de la institución militar, como ocurre con el Ministerio de
la Mujer (2015) en Chile, el Ministerio de la Mujer y Poblaciones
Vulnerables (1996) en Perú, la Coordinadora de Derechos Humanos en
Paraguay o la Unidad de Género Institucional (2015) en El Salvador.
Como
consecuencia de esta concienciación sobre la integración de las mujeres
en el ámbito militar, en diversos países se modificó la legislación
sobre cuestiones de ámbito privado del personal militar. En este punto,
se avanzó en la eliminación de las prohibiciones de matrimonios entre
personal de distintas fuerzas o de diferente categorías; la eliminación
de la solicitud de permiso a las autoridades para contraer matrimonio;
la posibilidad de separarse legalmente o divorciarse; la habilitación
para solicitar y extender beneficios sociales a hijos legalmente a cargo
(sean hijos extramatrimoniales o de madres o padres solteros);
inclusive se incorporaron regulaciones sobre lactancia y maternidad,
entre otros aspectos. Se trata de avances profundos y graduales
vinculados, en todo caso, a cambios en materia cultural y social en cada
país.
El porcentaje más alto de mujeres en las Fuerzas Armadas,
según el Informe de Resdal de 2016, lo encontramos en República
Dominicana, con 21,76%, seguido por Venezuela con 21% –allí las mujeres
tienen acceso a los cargos más altos–, Uruguay con 18,92%, y Argentina
con 17,17%. Por otra parte, resulta curioso el caso de Bolivia, donde si
bien el promedio es uno de los más bajos de la región (1,94%), una
mujer, Gina Reque Terán, llegó al cargo de jefa del Estado Mayor de las
Fuerzas Armadas. Cabe destacar el bajo porcentaje de mujeres en Brasil:
solo un 5%[10]. Por lo general, las especialidades en las que
se impedía o se impide el ingreso son aquellas relativas al
enfrentamiento directo en combate: infantería, caballería blindada,
artillería, submarinismo, pilotaje de combate y operaciones especiales,
entre otras, aunque varían de un país a otro.
Como síntesis de lo
expuesto, podemos mostrar los avances en el establecimiento de nuevas
reglamentaciones en las Fuerzas Armadas con el objetivo de promover
conciencia y equidad de género en el corto, mediano y largo plazo a
partir de la incorporación masiva de mujeres. A estas modificaciones
pueden agregarse reestructuraciones en la infraestructura, equipamientos
y uniformes –adaptadas a las necesidades de los cuerpos de las
mujeres–. Evidentemente, la cuestión de género se ha incorporado a las
agendas de los ministerios de Defensa y Seguridad en los países de la
región. Lo interesante en este proceso es que estos cambios impactaron
favorablemente no solo en las mujeres, sino también en los varones, ya
sea en relación con los casos de abuso, violencia de género y violencia
doméstica o con las modificaciones en las reglamentaciones referidas a
la vida privada del personal militar. De este modo, la presencia de
mujeres ha promovido rupturas destinadas a desnaturalizar ciertas
prácticas paternalistas, reflexionar sobre los procesos y sentido de la
inclusión y resignificar las tareas de profesionalización militar. En
síntesis: la participación de las mujeres en las instituciones militares
se ha incrementado cuantitativamente a escala regional; sin embargo,
este proceso varía en forma notoria en el aspecto cualitativo según el
país, y aún queda un largo camino por marchar.
Notas:
1. C. Moskos, John Allen Williams y David R. Segal: The Postmodern Military: Armed Forces After the Cold War, Oxford UP, Nueva York, 2000; H. Carreiras: Militares y perspectiva de género, UNDEF Libros, Buenos Aires, 2017, p. 122.
2.
En esa década confluye la tercera ola feminista que impactó en el
accionar de la onu. Desde ese organismo se promovió la i Conferencia
Mundial sobre la Mujer en 1975 (México), el Decenio de las Naciones
Unidas para la Mujer (1975-1985), la Convención sobre la Eliminación de
Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (cedaw, por sus
siglas en inglés, 1979), la ii Conferencia sobre la Mujer en 1980
(Copenhague), la III Conferencia sobre la Mujer en 1985 (Nairobi), la iv
Conferencia sobre la Mujer en 1995 (Beijing) y la Convención
Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra
la Mujer en 1994 (Belén de Pará), por mencionar solo las más
representativas, y las instancias internacionales y regionales
subsiguientes.
3. Entre ellos están Argentina,
Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras,
México, Paraguay, Perú y Uruguay.
4. M. Lucero y
Mariana Cóvolo: «La perspectiva de género en las relaciones
internacionales. El estudio de caso de países con Ministerios de Defensa
a cargo de mujeres», ponencia presentada en la IX Jornada de Historia
de las Mujeres y IV Congreso Iberoamericano de Estudios de Género,
Universidad Nacional de Rosario, Argentina, 30 de julio a 1o de agosto
de 2008.
5. Los países analizados son
Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Cuba, Ecuador, El Salvador,
Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, República
Dominicana, Uruguay y Venezuela. Cabe aclarar que debido a la dificultad
de acceso a datos más actualizados –lo que imposibilita la comparación–
o al tamaño reducido de las fuerzas de seguridad, quedan excluidos Cuba
y los países francófonos y anglófonos de la región, además de Costa
Rica y Panamá, por contar entre sus fuerzas de seguridad solo con Fuerza
Pública que actúa como fuerza policial especializada.
6. Dora Barrancos: Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos, Sudamericana, Buenos Aires, 2007; Susana Beatriz Gamba (coord.): Diccionario de estudios de género y feminismos, Biblos, Buenos Aires, 2007, p. 172; Isabel Valcárcel: Mujeres de armas tomar, Algaba, Madrid, 2005; Libro Blanco de Defensa de Brasil, 2012.
7. Marcela Donadio (comp.): Atlas comparativo de la defensa en América Latina y el Caribe, Resdal, Buenos Aires, 2016, p. 46.
8. M. Donadio (comp.): ob. cit., p. 71.
9.
Ibíd., p. 115; «Ministerios de Defensa y de la Mujer y Equidad de
Género firman convenio para fortalecer la igualdad de género en las
Fuerzas Armadas», Ministerio de Defensa Nacional, Santiago de Chile,
24/5/2018.
10. Los países que quedan excluidos
en la comparación son Nicaragua y Colombia, por carecer de estadísticas
discriminadas por sexo.
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