AUTORA
Lola López Mondéjar
Escritora.
Psicoanalista. Autora de la novela "Cada noche, cada noche" (Siruela) o
del libro de relatos “Qué mundo tan maravilloso” (Páginas de Espuma)
Al
observar algunas de las reacciones que las mujeres como colectivo hemos
adoptado en las redes ante los delitos y los abusos ejercidos por los
hombres contra nosotras, me ha llamado la atención la forma patriarcal,
retaliativa y reactiva (ley del Talión) de algunas de nuestras
respuestas, a menudo parecidas a ese populismo punitivo que ruge con
deseos de venganza, y demanda penas mayores ante delitos de intenso
calado social.
Cabe entonces preguntarse lo siguiente: la justicia que las mujeres
deberíamos preferir para reparar un daño sufrido ¿tiene que tener
forzosamente los mismos mimbres que la justicia punitiva patriarcal? O,
por el contrario, ¿podríamos promover desde el feminismo formas nuevas
de reparación de la víctima y de rehabilitación del agresor?
Intentando responder a esta cuestión pensé de inmediato en la justicia que impartieron Nelson Mandela y Desmond Tutú en Sudáfrica al investigar los crímenes del apartheid mediante la creación de la Comisión para la verdad y la reconciliación
de 1996; así como en otras formas de reparación que se utilizan
terapéuticamente en algunos casos de incesto. La Comisión sudafricana
confrontaba a las dos partes de un delito en una confesión pública que
buscaba el rechazo de la violencia ejercida por el agresor y la
reparación de la víctima, buscando llegar al perdón y a la reparación
del daño, si bien este nunca puede ser del todo cicatrizado, como bien
saben quienes siguen la sociedad sudafricana actual. Lo mismo sucede en
los casos de incesto; el reconocimiento del incesto por parte del
agresor restituye el orden de la convivencia, refuerza la prohibición y
la ley, y facilita la reconciliación, aunque la víctima puede elegir qué
tipo de relación prefiere mantener en adelante con el familiar que la
agredió.
No soy especialista en Derecho, pero investigué someramente al
respecto y encontré una amplísima literatura, desconocida para mí, sobre
la llamada Justicia restaurativa, que confirmó mis intuiciones. Este
texto debe leerse solo como aproximación a un campo que ha despertado
enormemente mi interés, y espero que también despierte el suyo,
ayudándonos a pensar sobre lo que aquí se plantea.
En el Manual sobre Justicia restaurativa de Naciones Unidas, el proceso restaurativo se define así: es
cualquier proceso en el que la víctima y el ofensor y, cuando sea
adecuado, cualquier otro individuo o miembro de la comunidad afectado
por un delito, participan en conjunto de manera activa para la
resolución de los asuntos derivados del delito, generalmente con la
ayuda de un facilitador.
Pero, en texto ya clásico, El pequeño libro de la justicia restaurativa, de Howard Zehr, se va más allá y se afirma que en los procesos restaurativos: No debería haber ningún tipo de presión, ni para perdonar ni para buscar la reconciliación.
Pues se insiste en que este tipo de justicia no ha de confundirse con
la mediación, donde se supone que las dos partes litigantes son
responsables del conflicto, sino que en aquella hay un reconocimiento
explícito de la existencia de una víctima y un agresor. Para
participar en encuentros restauradores, los ofensores siempre tienen que
aceptar en alguna medida la responsabilidad por su delito, puesto que
un componente importante de tales programas consiste en identificar y
reconocer el mal causado. El lenguaje neutral usado en los procesos de
mediación puede ser engañoso y a veces hasta puede resultar ofensivo
para las víctimas.
Se trata de una justicia que no excluye la justicia retributiva o
punitiva actual, ni el encarcelamiento, ni el sistema legal que nos
regula, sino que amplía el campo de intervención a la comunidad
implicada en el hecho, insiste en la reparación del daño y en la
necesidad de que el ofensor reconozca su culpa y analice las causas de
su comportamiento. La justicia restaurativa se basa en que el daño
causado comporta obligaciones del ofensor hacia la víctima y hacia la
comunidad, La justicia restaurativa requiere, como mínimo, que
atendamos los daños y necesidades de las víctimas, que instemos a los
ofensores a cumplir con su obligación de reparar esos daños, e
incluyamos a víctimas, ofensores y comunidades en este proceso.
La justicia restaurativa se basa en que el daño causado comporta obligaciones del ofensor hacia la víctima y hacia la comunidad,
Me preocupa la masculinización de las mujeres, que hemos
sido educadas en la plasticidad psíquica, elaborando una capacidad
extrema para mimetizarnos con los otros y con los imperativos culturales
que pretenden definirnos (la llamada heterodesignación); observo el
abandono de formas empáticas de conducirnos, derivadas de nuestra
identidad relacional y de nuestra tradicional atención a los afectos y
al cuidado, sustituidas por formas masculinas de uso del otro que tan bien conocemos como víctimas. Creo sinceramente que un mundo donde se pierda definitivamente el ethos de cuidado
no es un mundo habitable, no es un lugar donde podamos vivir una buena
vida. Me adhiero a quienes, desde Norbert Elías a Judith Butler, desde
José María Esquirol o Adam Phillips o Martha Nussbaum, reivindican los
lazos afectivos y la proximidad como ejes constitutivos de lo humano, y
advierten sobre el peligro creciente del individualismo.
Como rechazo de todo lo anterior, desearía que una sociedad más igualitaria no repitiera los vicios de la sociedad patriarcal que nos ha oprimido,
sino que inaugurase una convivencia realmente nueva, solidaria y atenta
a la vulnerabilidad ontológica que nos constituye. Una sociedad que no
fomentase los comportamientos de omnipotencia individualista, de
reactividad vengativa y no- empática, que se postulan ahora como ejes de
un solipsismo consumista, sino que fomentase la solidaridad y la
sororidad que, sin embargo, vemos cómo se alejan cada vez más de nuestro
horizonte en las sociedades desiguales del neoliberalismo y del
capitalismo avanzado.
En este contexto, creo que desde el feminismo sería necesario
interrogar profundamente nuestra justicia retaliativa y punitiva bajo el
prisma que proporciona la justicia restaurativa. Que la teoría
feminista tendría que oponer resistencia, tanto íntima –en las
conciencias subjetivas de cada uno de nosotros y nosotras –, como
pública –mediante la producción de discursos políticos y teóricos – a
las formas convencionales de comportamiento patriarcal, tanto en lo
personal como en lo colectivo, que tienen que ver con el ejercicio de
una justicia punitiva que ha demostrado su insuficiencia en la
rehabilitación de los agresores. Es evidente que habrá violentos
irrecuperables, y que el ideal de justicia estará siempre por delante de
nuestros progresos; como lo es también que no podemos sostener un ideal
de venganza ni una credulidad ingenua. Pero sí podemos concebir la
construcción de una sociedad igualitaria como un largo proceso en el que
las contradicciones se vayan resolviendo poco a poco, atendiendo
siempre a la complejidad de las sociedades humanas.
En nuestro país, la reacción de la madre del pequeño Gabriel Cruz,
asesinado por la novia de su padre, Ana Julia Quezada, ha sido un
ejemplo de comportamiento empático, no reactivo ni vengativo, que invita
a la convivencia y a aislar el delito, alejándolo de los ideales de la
comunidad. Una reacción en las antípodas de la observada en otros
padres, afectados por el mismo dolor, que claman por un populismo
punitivo. Curiosamente, es una mujer quien da ejemplo y se aleja de la
venganza masculina que, sin embargo, Ana Julia sí ejerció.
Hace unos días, la antropóloga argentina Rita Segato
reflexionaba sobre cómo el escrache surgió en su país no como un modo
de linchamiento, sino de juicio justo contra la impunidad; pero también
advertía: Cuidado con las formas que aprendimos de hacer justicia desde lo punitivo que están ligadas a la lógica patriarcal. El desarrollo del feminismo no puede pasar por la repetición de modelos masculinos, sino por la reparación de las subjetividades dañadas de la víctima y el agresor. La única forma de hacerlo, afirma Segato, es la política, una nueva política que implicaría colectivizarte y vincular.
Las mujeres fuimos educadas en el cuidado de los vínculos y los afectos,
acceder al poder, ocupar la plaza pública que se nos arrebató, no
debería significar arrojar el niño con el agua, esto es, despreciar
nuestras singularidades de género a favor de la adquisición de unos
comportamientos patriarcales, que siempre estuvieron y siguen estando en
el origen de las desigualdades, para convertirnos en agentes de la
lógica patriarcal que todos llevamos involuntariamente dentro. Las
mujeres deberíamos utilizar nuestra percepción de la vulnerabilidad para
acercar nuestra sociedad a formas más humanas de relacionarnos, de
reparar el daño, de impartir justicia.
Comparto la opinión de Segato cuando afirma:
Hilamos, tramamos, tejemos la política dentro de la sociedad,
construimos una sociedad nueva, des-generada, despatriarcalizada. Ese es
nuestro trabajo, y va a incidir directamente en el formato de la
política y en el rumbo de la historia.
Pensemos, pues, el modo de hacerlo juntos.
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