Pedro Miguel
Hay que decirlo sin
tapujos: el primero de julio de 2018 no tuvo lugar una elección, sino
una insurrección para deponer a un régimen y lo que le sigue no es un
cambio de gobierno, sino una revolución, es decir, la destrucción del
viejo orden político y social y la construcción de uno nuevo. Una
porción de los ciudadanos que acudieron a las urnas el año pasado
eligieron en forma positiva el proyecto de nación enarbolado por López
Obrador, pero muchos otros se manifestaron en contra de la continuidad
del ciclo neoliberal y de la corrupción, la injusticia y la criminalidad
gobernantes hasta entonces y no votaron con la razón sino con la rabia
acumulada de más de tres décadas de agravios. El que uno y otro procesos
se hayan ceñido a las vías legales y a métodos pacíficos no los hace ni
menos insurreccional ni menos revolucionario. En tanto las derechas –y
una parte de las izquierdas– sigan queriendo reducir ambos fenómenos a
una elección y a una sucesión presidencial y a analizarlos con las
lógicas políticas del viejo régimen, estarán condenadas a no entender
nada de nada por una simple razón: esas lógicas se derrumbaron y se
descoyuntó el aparato con el cual la oligarquía corrompida se perpetuaba
en el poder.
Lo anterior no significa que la disputa por el poder se haya resuelto
de manera definitiva y ni siquiera en forma perdurable; en cambio, se
trasladó de las calles y las urnas al seno de las instituciones del
Estado, donde se desarrolla una lucha de posiciones tan pacífica como
intensa.
Barrer las escaleras de arriba hacia abajo, como lo ha preconizado López Obrador, no es una tarea sencilla ni de obvio desenlace. La oligarquía neoliberal creó durante décadas un sistema de trincheras y barricadas en comisiones, institutos y organismos autónomos de los cuales aún mantiene el control parcial o total; en el Judicial, en los gobiernos, congresos y judicaturas estatales, e incluso en dependencias del Ejecutivo federal, hay enquistadas una multitud de rémoras personales y grupales que siguen operando para los intereses corporativos que coparon la totalidad del poder público hasta 2018. Su capacidad para obstaculizar, torpedear o sembrar confusión no debiera menospreciarse. Signo de los tiempos, en tales escenarios las batallas correspondientes han de librarse con buenos modales republicanos o, en los casos más extremos, por la vía de los tribunales y de las cámaras legislativas.
Lo más preocupante –por su poder de alimentar la violencia y de
desestabilizar– es la persistencia política de grupos e individuos del
viejo régimen vinculados con la criminalidad organizada. Para esa
alianza, un objetivo meridianamente claro sería crear o exacerbar
conflictos entre el gobierno lopezobradorista y movimientos sociales y
populares, o bien propiciar la agudización de la oleada delictiva. Por
ejemplo, es difícil desvincular el atrincheramiento en el cargo del
fiscal impuesto en Veracruz por Miguel Ángel Yunes, Jorge Winckler, con
el recrudecimiento de la violencia criminal en esa entidad. Y desde
luego, dista mucho de ser el único caso.
En forma paralela a esas pugnas, fuera de las instituciones, en el
terreno de la opinión pública –medios y redes– tiene lugar una intensa
batalla en la que los derrotados de julio conservan una estridencia
desmesurada y desproporcionada con respecto a su capacidad de
organización, por más que sus argumentos suelen mellarse muy rápido por
efecto del descrédito en retrospectiva: los que más gritan son los que
llevaron al país a la catástrofe y sus voceros e ideólogos de siempre.
(Una pregunta insoslayable es quién paga ahora a los enjambres de bots y trolls que permanecen tan activos como lo estaban hasta antes del primero de julio, si no es que más.)
Las confrontaciones en estos y otros escenarios entre la Cuarta
Transformación y el régimen derrotado –que es mucho más que una
estructura política y que se extiende hasta el ámbito de los reflejos
mentales– agregan confusión a la naturaleza desconcertante de los
momentos revolucionarios, que pueden caracterizarse como coyunturas en
las que lo viejo no acaba de derrumbarse y lo nuevo no ha terminado de
nacer. El lunes próximo se cumplen los 100 primeros días de la
presidencia de López Obrador y sería disparatado pretender que en ese
lapso se hubiese dirimido en su totalidad la erradicación de las
miserias que han caracterizado el ejercicio del gobierno por las
camarillas neoliberales o que se hubiese culminado la construcción de un
orden nuevo en el país. Esos procesos se llevarán tiempo; seis años,
para ser optimistas.
Twitter: @Navegaciones
No hay comentarios.:
Publicar un comentario