Por Sara Lovera*
La encuesta que se acaba de publicar sobre la cultura política de las y los mexicanos es un indicador del tremendo fracaso de lo que un día consideramos la transición hacia la democracia y es caldo de cultivo para el autoritarismo impune que nos corroe y nos invade día a día.
La encuesta, realizada por el INEGI, órgano gubernamental, a petición de la Secretaría de Gobernación, muestra, además, que esa masa de ciudadanía inerte ante las medidas de autoridad es, al mismo tiempo, taimada, desconfiada, irreverente, no confía en las instituciones del populacho: partidos políticos ni en el Congreso.
Se antoja pensar que menos puede estar interesada en que haya paridad en las listas electorales y los órganos de representación popular. Da igual una política que un político. No se puede saber si hay alguna diferencia y no se puede saber si existe algún beneficio.
Dice esa encuesta, aplicada a sólo 4 mil personas mayores de 18 años en todas las entidades del país, que la gente sigue creyendo que el o los gobiernos deben resolverlo todo; creen más en la iglesia que en el Instituto Federal Electoral (IFE) y no le da valor a leyes y normas.
El trasfondo indica que no reconoce en las leyes la solución de sus problemas, por ello el valor a los diputados y los partidos políticos no existe en la cabeza de quienes han visto reducido su ingreso, perdido su empleo, lastimada su familia por un secuestro o por un fuego cruzado que le hizo perder un ser amado.
Digo, si lo que esa encuesta dice es verdadero, si acaso sólo el 4 por ciento cree que vale la pena el trabajo de los partidos políticos, el 96 por ciento no confía ni un ápice en esas formaciones que alguna vez significaron la palanca para la convivencia social y la democracia.
Se confía más en la iglesia (42 por ciento) o en el ejército (38 por ciento) e, incluso, en el IFE (31 por ciento) que en los y las políticas, y se espera (el 77 por ciento) que el gobierno resuelva todo. El gobierno es identificado como el que administra y decide: Felipe Calderón, los gobernantes locales y autoridades municipales.
Además, menos del 25 por ciento de las personas interrogadas, piensan que tiene algún valor participar en política. Eso hace bien claro que no les interesa y si participan es para conseguir empleo, como en las organizaciones sociales o no gubernamentales.
Con estas cifras pudiera suponerse que son muy pocas las personas que trabajan en la tarea colectiva o humanitaria, pro activa para defender los derechos humanos o construir ciudadanía. Y digo, puede suponerse, porque hasta ahora estas encuestas no se sabe si nos devuelven un retrato o mapa real. Funcionan con cierta cercanía en los casos electorales, pero no sabría que sucede en esto de medir la conciencia cívica y la cultura política.
Si esta encuesta tiene razón, habrá que esperar que el próximo 5 de julio, dé lo mismo quién o quiénes tendrán la mayoría, porque de todas maneras existe una profunda distancia entre las élites y la sociedad: la desconfianza; sin embargo, no me dice que habrá inmovilidad, pura contemplación.
Debiera preocuparles a los dirigentes partidarios saberse despreciados, inocuos en su tarea de despellejarse para llegar a ocupar las curules, si su paso por esta historia es simplemente despreciado. Si tuvieran ética y emoción política, alguna responsabilidad histórica, se preocuparían.
Pero como eso, estoy segura, no les importa, seguirán cobrando, haciendo leyes a la medida de la urgencia gubernamental y otras sin presupuesto ni efectividad. Como la Ley General de Igualdad entre mujeres y hombres, la de Acceso de las Mujeres a una Vida sin Violencia -en épocas de ejecuciones cotidianas y fuegos cruzados- donde el signo es la desigualdad, precisamente, porque a nadie le interesa el cambio, el diálogo, los homicidios, la persecución, evitar la impunidad y trabajar por la democracia, esa puerta siempre nombrada pero jamás abierta entre los demagogos y aprovechados que bien identifican a la población y la desprecian alegremente.
Me parece una perspectiva bien dolorosa. Mucho más después de leer relatos e historias verdaderas de lo puede significar y significa ya para muchas personas el caos y la ingobernabilidad, la barbarie y las armas.
No sé porque me parece que el testimonio de Clara Rojas, sobre su cautiverio de 6 años a manos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que acaba de presentarse en Madrid, me hizo sentir que no tenemos remedio como humanos. Lo mismo dice la novela, La Multitud Errante, de la también colombiana Laura Restrepo sobre los desplazados en la historia de ese país.
En México todavía no hay narraciones suficientes sobre Michoacán o Sinaloa y nadie tampoco atiende los muchos que sí existen sobre Ciudad Juárez, las asesinadas y su entorno. Nadie se da por enterado.
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