Alberto Aziz Nassif
La pregunta invita a ver cómo llega México a sus dos aniversarios. Tenemos varios años a la espera de las fechas que conmemoran dos de los movimientos históricos más importantes en la historia del país, Independencia y Revolución. Ambos enmarcan los referentes del país en los siglos pasados. Las condiciones no se escogen, pero el clima en el que llegamos al aniversario abre serias dudas sobre el presente y el futuro de este país.
La construcción de los aniversarios se ha instalado dentro del marco de disputas y luchas que expresan el desastre político que vivimos. Sin embargo, la perspectiva histórica presenta la complejidad de lo que pueden significar hoy esos movimientos: los insurgentes que pensaron y actuaron para alcanzar un gobierno autónomo de la monarquía en España; los revolucionarios que combatieron para transformar las condiciones sociales con objetivos justicieros. Los dilemas del presente forman parte de una agenda de pendientes en donde los primeros años de la alternancia presidencial, y los esfuerzos democratizadores, nos dejan un saldo negativo y altamente insatisfactorio.
La mirada histórica puede ayudar a vencer la incertidumbre de lo inmediato, porque en ninguno de los movimientos se tuvieron resultados de forma inmediata, y el proyecto de construir una democracia no tendría porque ser diferente. La Independencia y la Revolución están plagadas de contradicciones, en las causas, en los liderazgos y en sus resultados. La democracia no tendría porque ser diferente.
La celebración ha mostrado contrastes que invitan a la celebración y otros que se resisten, y con razón, porque no son tiempos de fiesta, sino de duelo, de incertidumbre y de zozobra. Estas fechas han dado lugar a múltiples eventos académicos, conferencias, libros, programas de radio y televisión, cientos de artículos periodísticos, todo lo cual forma parte de un espacio que se ha abierto para la reflexión, para hacer balances y comparaciones, para sacar algunas conclusiones y novedades sobre cómo entender nuestro pasado. Tenemos hoy la diversidad de muchas historias que desbordan la historia oficial —que aprendimos en las aulas— que ahora es insostenible, salvo para el aprovechamiento político.
De forma insistente se ha jugado con las fechas y se ha tratado de sacar conclusiones: en México hay grandes movimientos cada 100 años, como sucedió en 1810 y en 1910 y, por lo tanto, algo tendría que ocurrir en este 2010. Frente al acertijo de las fechas, hoy podemos ver que en los últimos años hemos estado inmersos en una “guerra” sórdida y que ha llegado no un entallamiento social, sino, como bien lo apuntó Sabina Berman, lo que llegó fue una “guerra sin ideología y sin héroes. Una guerra que ha invadido con sus armas y explosiones la tercera parte del territorio, ha borrado el optimismo en el país completo y se cuela hasta lo más íntimo de cada uno de nosotros…” (Proceso, 1766). Dentro de 100 años en el tricentenario, si llegamos a eso, quizá se recordará al México de 2010 como un país atribulado por la violencia y el pesimismo.
El discurso oficial de los políticos hace listas de porqué celebrar y acusa de mezquindad a los que opinamos diferente; se hacen preparativos, se reglan banderas, a pesar de que todas las obras no llegarán a tiempo, como una expresión de un gobierno mal hecho. Se comenta que hay gastos millonarios y habrá una parafernalia de luces y sonido, pero no se sabe cómo se gasta y cuáles son las cuentas. Pero cuando los motivos se vuelven parafernalia, resulta prudente salirse un poco de la fiebre oficial celebratoria y del oportunismo que comercializa y publicita cualquier evento, para ver que además del fetichismo de los restos de los próceres, hoy la patria está asediada, capturada, con el ánimo decaído. No sólo porque el país está atrapado y el espacio público se ha vuelto cada vez más reducido, sino también porque los ejes del desarrollo nos muestran rezagos dolorosos. Las posibilidades de tener un empleo digno son cada vez más escasas; cada año crece la informalidad y la migración al norte; cada elección vemos las promesas de los políticos que se mediatizan, pero sus compromisos se esfuman en pretextos, mentiras y obstáculos sistemáticos.
Los reclamos apuntan a lo más necesario, un país con 200 años de Independencia y 100 de revolución no se puede dar el lujo de ignorar lo más elemental: los derechos de los ciudadanos que todavía no tenemos, los derechos civiles, el acceso a la justicia; los derechos sociales y el acceso al trabajo y la seguridad; los derechos políticos y el acceso a la rendición de cuentas y la transparencia de los gobernantes y los dineros públicos. ¿Estamos para una fiesta?
Investigador del CIESAS
La construcción de los aniversarios se ha instalado dentro del marco de disputas y luchas que expresan el desastre político que vivimos. Sin embargo, la perspectiva histórica presenta la complejidad de lo que pueden significar hoy esos movimientos: los insurgentes que pensaron y actuaron para alcanzar un gobierno autónomo de la monarquía en España; los revolucionarios que combatieron para transformar las condiciones sociales con objetivos justicieros. Los dilemas del presente forman parte de una agenda de pendientes en donde los primeros años de la alternancia presidencial, y los esfuerzos democratizadores, nos dejan un saldo negativo y altamente insatisfactorio.
La mirada histórica puede ayudar a vencer la incertidumbre de lo inmediato, porque en ninguno de los movimientos se tuvieron resultados de forma inmediata, y el proyecto de construir una democracia no tendría porque ser diferente. La Independencia y la Revolución están plagadas de contradicciones, en las causas, en los liderazgos y en sus resultados. La democracia no tendría porque ser diferente.
La celebración ha mostrado contrastes que invitan a la celebración y otros que se resisten, y con razón, porque no son tiempos de fiesta, sino de duelo, de incertidumbre y de zozobra. Estas fechas han dado lugar a múltiples eventos académicos, conferencias, libros, programas de radio y televisión, cientos de artículos periodísticos, todo lo cual forma parte de un espacio que se ha abierto para la reflexión, para hacer balances y comparaciones, para sacar algunas conclusiones y novedades sobre cómo entender nuestro pasado. Tenemos hoy la diversidad de muchas historias que desbordan la historia oficial —que aprendimos en las aulas— que ahora es insostenible, salvo para el aprovechamiento político.
De forma insistente se ha jugado con las fechas y se ha tratado de sacar conclusiones: en México hay grandes movimientos cada 100 años, como sucedió en 1810 y en 1910 y, por lo tanto, algo tendría que ocurrir en este 2010. Frente al acertijo de las fechas, hoy podemos ver que en los últimos años hemos estado inmersos en una “guerra” sórdida y que ha llegado no un entallamiento social, sino, como bien lo apuntó Sabina Berman, lo que llegó fue una “guerra sin ideología y sin héroes. Una guerra que ha invadido con sus armas y explosiones la tercera parte del territorio, ha borrado el optimismo en el país completo y se cuela hasta lo más íntimo de cada uno de nosotros…” (Proceso, 1766). Dentro de 100 años en el tricentenario, si llegamos a eso, quizá se recordará al México de 2010 como un país atribulado por la violencia y el pesimismo.
El discurso oficial de los políticos hace listas de porqué celebrar y acusa de mezquindad a los que opinamos diferente; se hacen preparativos, se reglan banderas, a pesar de que todas las obras no llegarán a tiempo, como una expresión de un gobierno mal hecho. Se comenta que hay gastos millonarios y habrá una parafernalia de luces y sonido, pero no se sabe cómo se gasta y cuáles son las cuentas. Pero cuando los motivos se vuelven parafernalia, resulta prudente salirse un poco de la fiebre oficial celebratoria y del oportunismo que comercializa y publicita cualquier evento, para ver que además del fetichismo de los restos de los próceres, hoy la patria está asediada, capturada, con el ánimo decaído. No sólo porque el país está atrapado y el espacio público se ha vuelto cada vez más reducido, sino también porque los ejes del desarrollo nos muestran rezagos dolorosos. Las posibilidades de tener un empleo digno son cada vez más escasas; cada año crece la informalidad y la migración al norte; cada elección vemos las promesas de los políticos que se mediatizan, pero sus compromisos se esfuman en pretextos, mentiras y obstáculos sistemáticos.
Los reclamos apuntan a lo más necesario, un país con 200 años de Independencia y 100 de revolución no se puede dar el lujo de ignorar lo más elemental: los derechos de los ciudadanos que todavía no tenemos, los derechos civiles, el acceso a la justicia; los derechos sociales y el acceso al trabajo y la seguridad; los derechos políticos y el acceso a la rendición de cuentas y la transparencia de los gobernantes y los dineros públicos. ¿Estamos para una fiesta?
Investigador del CIESAS
Alejandro Encinas Rodríguez
Grito secuestrado
Cuando la madrugada del 16 de septiembre de 1810 Hidalgo recorría las calles de Dolores incitando al levantamiento en contra de la autoridad virreinal, no imaginaba el impacto que causaría el llamamiento a la independencia de México desde el atrio del templo de esa población y el tañer de su campana. Hidalgo realizaba el acto fundacional de la nueva nación mexicana.
A partir de entonces, la celebración del Grito se ha convertido, más que un acto ritual, emblemático de nuestra historia, en un indicador político y en un acto de legitimación del gobierno en turno.
La primera vez en que se festejó el Grito fue el 16 de septiembre de 1812, cuando en Huichapan, hoy Hidalgo, Ignacio López Rayón realizó la ceremonia. Un año más tarde, Morelos estableció en los Sentimientos de la Nación: “Que se solemnice el día 16 de septiembre todos los años como el día del aniversario en que se levantó la voz de la Independencia y nuestra santa Libertad comenzó”. El emperador Maximiliano de Habsburgo, en traje de charro, dio el Grito en Dolores, y sólo en 1847 la celebración se suspendió a causa de la invasión estadounidense.
A lo largo del siglo XIX, el Grito se conmemoró el 16 de septiembre, cuando se acostumbraba realizar una verbena popular que iniciaba la noche del día anterior y terminaba a las seis de la mañana del 16 de septiembre, hora en la que se daba el Grito. Sin embargo, Porfirio Díaz cambió la celebración para hacerla coincidir con la fecha y hora de su cumpleaños: el 15 de septiembre, a las 23 horas con 15 minutos.
En la etapa revolucionaria, la celebración se convirtió en un acto de apoyo a los caudillos revolucionarios y más adelante en el refrendo al presidencialismo absoluto. Fue hasta 1968 cuando una generación de jóvenes rebeldes cuestionó la ausencia de libertades políticas de un régimen autoritario y, en una imperdonable afrenta, Heberto Castillo dio el Grito en la explanada de Ciudad Universitaria.
Pese a todo, en los setenta, la ceremonia prevalecía como fiesta popular. “El pueblo” —como reseñaban los locutores de radio y televisión— se congregaba a refrendar su patriotismo y transitaba libremente por el Centro Histórico y la Plaza de la Constitución, celebrando sin puestos de control, vallas metálicas, arcos detectores, “cacheos”, ni francotiradores.
Los ochenta marcaron un hito. Tras los años de “administrar la abundancia”, la crisis económica sacudió al país y convirtió al Zócalo en foro de reclamo popular ante la incapacidad del gobierno, evidenciada en los sismos de 1985, así como por la inflación, la devaluación y el desempleo que trajo consigo la política privatizadora del priísmo.
En 1988, el reclamo a la crisis económica se transformó en demanda política. Las rechiflas a Salinas cuestionaban el fraude electoral y la brutal represión al descontento que dejó una estela de cientos de perredistas y otros disidentes asesinados.
El Grito de 2006 evitó el riesgo de un estallido social. Tras 47 días de plantón en el Paseo de la Reforma y una tensa negociación, el movimiento que surgió contra del fraude electoral se levantó —sin represión y sin que se hubiese roto un solo vidrio— tras un acuerdo que llevó, por primera vez en la historia, al Ejecutivo a ceder la plaza y dar el Grito en Dolores, Guanajuato, en tanto que el jefe de Gobierno, desde el Palacio del Ayuntamiento, reivindicó en el Grito la soberanía popular.
En el festejo bicentenario, la conmemoración se ha transformado. El derroche de 2 mil 900 millones de pesos pretende crear un ambiente festivo ajeno al interés de la gente. La violencia y el temor revisten la conmemoración. El clima de inseguridad provocó que en 14 ciudades del país se suspendan los festejos y en otros municipios se limiten o reprogramen.
El Grito ha sido secuestrado. El oropel del banquete que se servirá a la oligarquía en palacio se extenderá a la plancha del Zócalo, a la que habrá acceso restringido, luego de sortear cercos y retenes. El vulgo deberá encontrar acomodo en su casa o fuera del perímetro de seguridad para seguir a través de las televisoras la imagen del espectáculo preparado “igual al de las olimpiadas”, mientras elementos de las fuerzas armadas controlan la plaza. La verbena popular y el acto de legitimación de la autoridad de antaño han desaparecido entre la parafernalia y la debilidad del régimen y sus instituciones.
alejandro.encinas@congreso.gob.mx
Coordinador de los diputados federales del PRD
A partir de entonces, la celebración del Grito se ha convertido, más que un acto ritual, emblemático de nuestra historia, en un indicador político y en un acto de legitimación del gobierno en turno.
La primera vez en que se festejó el Grito fue el 16 de septiembre de 1812, cuando en Huichapan, hoy Hidalgo, Ignacio López Rayón realizó la ceremonia. Un año más tarde, Morelos estableció en los Sentimientos de la Nación: “Que se solemnice el día 16 de septiembre todos los años como el día del aniversario en que se levantó la voz de la Independencia y nuestra santa Libertad comenzó”. El emperador Maximiliano de Habsburgo, en traje de charro, dio el Grito en Dolores, y sólo en 1847 la celebración se suspendió a causa de la invasión estadounidense.
A lo largo del siglo XIX, el Grito se conmemoró el 16 de septiembre, cuando se acostumbraba realizar una verbena popular que iniciaba la noche del día anterior y terminaba a las seis de la mañana del 16 de septiembre, hora en la que se daba el Grito. Sin embargo, Porfirio Díaz cambió la celebración para hacerla coincidir con la fecha y hora de su cumpleaños: el 15 de septiembre, a las 23 horas con 15 minutos.
En la etapa revolucionaria, la celebración se convirtió en un acto de apoyo a los caudillos revolucionarios y más adelante en el refrendo al presidencialismo absoluto. Fue hasta 1968 cuando una generación de jóvenes rebeldes cuestionó la ausencia de libertades políticas de un régimen autoritario y, en una imperdonable afrenta, Heberto Castillo dio el Grito en la explanada de Ciudad Universitaria.
Pese a todo, en los setenta, la ceremonia prevalecía como fiesta popular. “El pueblo” —como reseñaban los locutores de radio y televisión— se congregaba a refrendar su patriotismo y transitaba libremente por el Centro Histórico y la Plaza de la Constitución, celebrando sin puestos de control, vallas metálicas, arcos detectores, “cacheos”, ni francotiradores.
Los ochenta marcaron un hito. Tras los años de “administrar la abundancia”, la crisis económica sacudió al país y convirtió al Zócalo en foro de reclamo popular ante la incapacidad del gobierno, evidenciada en los sismos de 1985, así como por la inflación, la devaluación y el desempleo que trajo consigo la política privatizadora del priísmo.
En 1988, el reclamo a la crisis económica se transformó en demanda política. Las rechiflas a Salinas cuestionaban el fraude electoral y la brutal represión al descontento que dejó una estela de cientos de perredistas y otros disidentes asesinados.
El Grito de 2006 evitó el riesgo de un estallido social. Tras 47 días de plantón en el Paseo de la Reforma y una tensa negociación, el movimiento que surgió contra del fraude electoral se levantó —sin represión y sin que se hubiese roto un solo vidrio— tras un acuerdo que llevó, por primera vez en la historia, al Ejecutivo a ceder la plaza y dar el Grito en Dolores, Guanajuato, en tanto que el jefe de Gobierno, desde el Palacio del Ayuntamiento, reivindicó en el Grito la soberanía popular.
En el festejo bicentenario, la conmemoración se ha transformado. El derroche de 2 mil 900 millones de pesos pretende crear un ambiente festivo ajeno al interés de la gente. La violencia y el temor revisten la conmemoración. El clima de inseguridad provocó que en 14 ciudades del país se suspendan los festejos y en otros municipios se limiten o reprogramen.
El Grito ha sido secuestrado. El oropel del banquete que se servirá a la oligarquía en palacio se extenderá a la plancha del Zócalo, a la que habrá acceso restringido, luego de sortear cercos y retenes. El vulgo deberá encontrar acomodo en su casa o fuera del perímetro de seguridad para seguir a través de las televisoras la imagen del espectáculo preparado “igual al de las olimpiadas”, mientras elementos de las fuerzas armadas controlan la plaza. La verbena popular y el acto de legitimación de la autoridad de antaño han desaparecido entre la parafernalia y la debilidad del régimen y sus instituciones.
alejandro.encinas@congreso.gob.mx
Coordinador de los diputados federales del PRD
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