10/31/2010

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Biutiful

Carlos Bonfil

Anatomía del infierno. En Biutiful, Alejandro González Iñárritu insiste en su manida exploración de miserias urbanas, con su irrenunciable recurso a historias íntimas que combinan la ternura y el desbordamiento dramático. Esta vez la Babel de todas las miserias humanas es un barrio proletario de Barcelona, con viviendas macilentas donde se hacinan y confunden desempleados e inmigrantes clandestinos, y donde abiertamente se trafica con la droga y se sobrevive con la piratería de discos y mercancías diversas. Un ejército de vendedores ambulantes de diversas nacionalidades –chinos, africanos, latinos y rumanos– acude a diario a la céntrica plaza de Cataluña, atentos a las periódicas redadas policiacas y a las presiones de sus explotadores inmediatos. Entre los intermediarios de la red de explotación se encuentra el español Uxbal (Javier Bardem), antiguo drogadicto, hoy enfermo de cáncer terminal, quien es además un amantísimo padre de dos niños que vive separado de su mujer de personalidad bipolar, adicta a la heroína.

Uxbal no es sólo mediador entre la mafia y una policía corrupta, también tiene misteriosos nexos con el Más Allá en virtud de un don misterioso de vidente y escucha privilegiado que le permite comunicar con los muertos y transmitir a los familiares sobrevivientes las últimas voluntades o confesión de culpas de los recién fallecidos. De la exploración de los bajos fondos urbanos Iñárritu transita sin reparos a la descripción de la experiencia sobrenatural de un hombre acostumbrado a escuchar a los muertos que descubre apesadumbrado su propia mortalidad e intenta, de modo frenético, lavar a su vez sus viejas culpas y asegurar, por todos los medios ilícitos a su alcance, una suerte de cómodo porvenir para sus hijos. Este cuadro, de sí patético, se torna dantesco cuando Uxbal se transforma en ángel exterminador de los trabajadores ilegales que mueren asfixiados en una bodega dormitorio por una imprudencia suya.

La culpa, tema capital en el trabajo del director, adquiere entonces dimensiones extraordinarias, y el itinerario de redención se vuelve un vía crucis por un infierno urbano que incluye la brutal represión policiaca a los vendedores ambulantes, las alucinaciones con seres reptantes en el techo del hogar miserable, los efectos secundarios de la quimioterapia y la visita a un antro donde en medio de una bacanal estridente, Uxbal libra su confidencia dolorosa a una prostituta azorada y sonriente.

El recuento de desgracias es exhaustivo, y ocioso. Hay demasiados cabos sueltos en tramas secundarias que no conducen a nada y que poco añaden a una narración de sí invertebrada. Pareciera que el propósito central de Iñárritu es ofrecer en una sola cinta el fresco de toda la miseria del mundo (económica, moral, sexual, incluso ecológica), y prolongar el tremendismo de una redención imposible en una cadena de autoflagelaciones que se resuelven en la degradación, entendiendo el dolor como un elemento de esa moral catastrofista a la que acudía Mel Gibson para evocar la pasión de Cristo. La saturación melodramática da al traste con las mejores intenciones de Biutiful. Hay poca coherencia y falta de rigor dramático en el tratamiento de situaciones clave de la cinta (la enfermedad terminal del protagonista, el contexto social de la explotación a inmigrantes, la corrupción policiaca, la acción de las mafias, el escenario de violencia doméstica), pues todo se articula (o disloca) a partir de la visión enfebrecida de Uxbal o de la desmesura y pretensión del guionista director que ha decidido hacer de la miseria su espectáculo favorito. Los personajes aparentemente leales terminan envileciéndose, la corrupción se disemina en el cuerpo social como la enfermedad en el organismo de Uxbal, de manera incontenible; el rencor de las minorías explotadas tiene en la traición y la revancha su expresión definitiva. La visión es apocalíptica, pero elige a final de cuentas un planteamiento artístico endeble. El contraste recurrente entre la inocencia infantil y la vileza de seres que son piltrafas morales tiene como punto de partida y llegada un punto de vista particularmente ingenuo, el de un realizador que renuncia a la sobriedad y a la complejidad en beneficio de la sensiblería y el tremendismo, vasos comunicantes raramente enriquecedores. Decir, como se ha repetido, que Javier Bardem es un actor prodigioso y sumar esa cualidad a los azarosos aciertos de Biutiful, es olvidar que cuando el mismo intérprete es dirigido por realizadores de la talla de los hermanos Ethan y Joel Coen en Sin lugar para los débiles (No country for old men), el calificativo cobra su sentido real en una realización sin concesiones, de auténtica solvencia artística.

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