3/21/2011

Adiós, embajador



John M. Ackerman

Con tal de mantener a Felipe Calderón tan servicial y contento con la relación bilateral como siempre, Barack Obama por fin cedió al capricho del presidente mexicano en contra de Carlos Pascual. Una vez más los logros de la política exterior mexicana hacia Estados Unidos se limitan al terreno estrictamente simbólico. En lugar de empecinarse en correr al diplomático, Calderón debió haber exigido avances sustanciales en la agenda bilateral.

Es cierto que la renuncia de Pascual es la primera salida de un embajador de relevancia durante la presidencia de Obama. Sin embargo, las comunicaciones oficiales de los dos gobiernos a propósito del cambio revelan que no habrá modificación alguna en las relaciones entre Washington y Los Pinos. Al contrario, el movimiento burocrático muy probablemente allanará el camino hacia una mayor subordinación de nuestro país a los designios de Estados Unidos. Desconocemos, por ejemplo, lo que Calderón ofreció a los estadunidenses a cambio de la cabeza del novio de la hija de Francisco Rojas, líder de la bancada del PRI en la Cámara de Diputados.

Es muy difícil que un nuevo embajador del país vecino despache pronto en Paseo de la Reforma. Los embajadores deben ser ratificados por el Senado estadunidense, y ante la invasión a Libia y la complicada situación política en Medio Oriente es poco probable que los legisladores otorguen prioridad a la relación con México. Seguramente, tal como ocurrió a principios del mandato de Obama, pasaremos un año o aún más con un encargado de despacho representando a Washington.

De cualquier modo, quizás tal situación sería la menos peligrosa, porque con un Senado dominado por posiciones abiertamente antimexicanas no hay que esperar nada bueno de esa cámara legislativa. Recordemos, por ejemplo, el freno que los senadores estadunidenses pusieron a la ley de los anhelos (Dream Act) en diciembre pasado, cancelando así la posibilidad para la regularización migratoria de cientos de miles de jóvenes universitarios o integrantes de las fuerzas armadas. Hoy, el escenario es aún más negativo, porque, a raíz de las recientes elecciones legislativas, el Partido Demócrata de Obama cuenta con seis curules menos que en diciembre y apenas controla el Senado por un par de votos.

Tanto Calderón como Obama seguramente preferirán que la relación quede en un nivel menos formal. Así, el presidente mexicano podría fungir como el embajador de facto de Washington, concentrando todo el apoyo y los contactos en su persona, evitando que el gobierno de Estados Unidos tenga acceso a puntos de vista divergentes o críticos de su gestión. De esta manera, Obama podrá seguir su política de concebir las relaciones con su vecino del sur como un asunto doméstico y de seguridad nacional, en lugar de tratarlo con una sofisticada diplomacia internacional como merecería el tema.

Lo seguro es que el retiro de Pascual llevará a un endurecimiento de la política de Estados Unidos hacia México. Washington no permitirá que la renuncia de su embajador se interprete como un signo de debilidad, y jamás aceptará el papel central que jugaron los cables de Wikileaks, divulgados en exclusiva por La Jornada. Ahora, más que nunca, se ampliará la colaboración en materia de inteligencia, existirán más vuelos militares ilegales sobre el territorio nacional, y cada día más agentes estadunidenses armados deambularán por el país. Mientras tanto, las políticas estadunidenses respecto del control de armas, la regularización migratoria y el consumo de drogas se mantendrán igual o peor que antes.

Más allá de acciones simbólicas, hace falta una fuerte sacudida en las relaciones bilaterales. Un presidente mexicano realmente preocupado por defender los intereses de la población mexicana condicionaría abiertamente su participación en la guerra contra el narcotráfico de Estados Unidos a la implementación de medidas concretas del otro lado de la frontera para atender las causas de la carnicería que hemos padecido. La exportación de petróleo nacional a Estados Unidos y el apoyo a la agenda de Washington en foros y organismos internacionales también deberían quedar condicionados a acciones concretas que nos favorezcan como país.

Ya basta de que México funcione como simple correa de transmisión de la política internacional de Estados Unidos. Es hora de exigir el lugar que merecemos, y que alguna vez ocupamos dentro del concierto de las naciones.

Enlaces:

Los cables sobre México en WikiLeaks

Sitio especial de La Jornada sobre WikiLeaks

Ricardo Raphael

Pascual y la conjura provinciana

Hace aproximadamente un año el embajador Carlos Pascual invitó a un reducido grupo de periodistas para conversar sobre temas relacionados con la seguridad. Llegó entusiasmado porque venía de sostener una charla con Juan Williams, quizá el reportero más comprometido con el movimiento que encabezara Martin Luther King en Estados Unidos. Aprovechó el episodio para hacer explícito el compromiso que él tenía con los derechos humanos.

Pascual disparó esa mañana más preguntas de las que estuvo dispuesto a contestar. Pronto se hizo obvio que el interlocutor estaba midiendo el apoyo que los medios le dábamos a la estrategia contra las redes criminales.

Dos veces interrogó a los asistentes por qué creíamos que el gobierno mexicano no había podido capturar todavía a Joaquín El Chapo Guzmán. Alguno recordó que la autoridad en su país tampoco había dado con el paradero de Osama bin Laden. Hubo risas incómodas.

Un tramo largo de la charla fue dedicado a analizar el papel del Ejército mexicano. Ahí se dijo que el brazo militar no estaba preparado para dar seguridad y, al mismo tiempo, proteger derechos humanos en las zonas de conflicto. El caso de Cd. Juárez se citó como ejemplo.

También se habló sobre el desgaste que podría estar sufriendo Felipe Calderón ante la opinión pública por el prolongado combate contra las mafias. De su parte no hubo fiesta, sino pesar cuando los ahí presentes coincidimos en calificar como irresponsable el uso electorero que, en el primer semestre del año anterior, el partido del Presidente había hecho de la política de seguridad.

Emergieron como tema el fortalecimiento del PRI, después de aquellos mismos comicios, y el robustecimiento de la figura política de Peña Nieto. El embajador sólo tomaba notas mentales. No era capaz de mover una ceja, un párpado o la comisura de sus labios.

Al final de la cita, Pascual hizo énfasis sobre el apoyo que el presidente Barack Obama otorgaba al presidente Calderón. Insistió con que ambos países debían enfrentar juntos a la criminalidad organizada bajo una misma lógica y coherencia.
Me llevé de ese encuentro tres conclusiones: que el embajador de Estados Unidos era un hombre profesional, que contaba con un conocimiento fino y acucioso de lo que estaba ocurriendo por aquel momento en México, y que se trataba de un funcionario muy cercano, tanto a la Casa Banca como al Departamento de Estado.
Los cables revelados por WikiLeaks en pocos aspectos distan de la narrativa desplegada en aquel encuentro de febrero de 2010. El desgaste del partido en el gobierno, la pérdida de popularidad del presidente mexicano y el papel del Ejército en la política de seguridad eran entonces temas repetidos de mesa en mesa entre periodistas.

Tales cables no hacen más que reproducir reflexiones recogidas dentro del llamado círculo rojo mexicano. Muy probablemente las comunicaciones secretas de las demás embajadas afirman ideas y reflexiones similares.

No me parece por tanto que las filtraciones de WikiLeaks sean motivo suficiente para exigir la renuncia del embajador estadounidense. Sobre todo si este funcionario ha jugado un papel discreto, serio, colaborativo y decoroso durante su mandato.

De ahí que por fuerza deba atender la otra razón que, supuestamente, hizo que el presidente Calderón exigiera la remoción. Ese otro argumento corresponde al ámbito privado y, sin embargo, toma relieve público por obra del principal habitante de Los Pinos.

En esa casa se afirma que el embajador estadounidense sostiene una relación sentimental con la hija de uno de los políticos priístas de mayor importancia. A partir de tal convicción se presupone que Pascual es incapaz de jugar un papel objetivo y balanceado como embajador.

En otras palabras, se acusa al funcionario de no ser lo suficientemente profesional como para poder separar la vida privada de su desempeño público. Al embajador se le habrían perdonado los cables de WikiLeaks, pero no sus relaciones amorosas.

Resulta penosa esta argumentación y sin embargo tiene visos de verdad. El culebrón televisivo se impuso como rasero para medir la estatura de Pascual y no su desempeño destacado como embajador.

¿Cómo habrá expuesto Felipe Calderón su razonamiento en la Casa Blanca? ¿Se habrá atrevido a transmitir la desconfianza que le da la filiación política del suegro del representante estadounidense en México?

No sorprende que Obama haya hecho oídos sordos a la muy mezquina preocupación del gobierno mexicano. Como tampoco lo hace que Pascual se haya ofendido y por tanto presentara su renuncia este fin de semana.

Con este episodio, en Washington, la política mexicana quedó exhibida como retrasada y provinciana. Ni duda cabe.
Analista político

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