Editorial La Jornada
Tales rasgos han salido a relucir, por un lado, con el tono altanero, rayano en el regaño, con que la secretaria de Seguridad Interna estadunidense, Janet Napolitano, se dirigió a las autoridades nacionales luego del asesinato del agente del ICE, Jaime Zapata –ocurrido en San Luis Potosí hace tres semanas– y con el posterior envío de un contingente de agentes de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés a esa entidad para investigar el crimen. Dicha medida, más que una acción inscrita en el contexto de la cooperación bilateral en materia de seguridad, adquirió de inmediato el tono de una imposición de Washington a las autoridades federales y estatales mexicanas: éstas, por su parte, claudicaron con ello al mandato constitucional de procurar justicia en el territorio nacional.
La unilateralidad del gobierno de la nación vecina queda confirmada, por lo demás, con la realización del operativo Rápido y furioso, en el contexto del cual las autoridades estadunidenses dejaron pasar cientos de armas ilegales a México –es decir, se erigieron en cómplices de un delito y en proveedores de las organizaciones criminales que operan en el país– y lo hicieron, para colmo, sin informar a sus pares mexicanas.
Un elemento de contexto adicional es lo dicho el pasado miércoles por la propia Janet Napolitano, quien en una audiencia legislativa cuestionó los resultados de la política de seguridad pública del calderonismo en cuatro estados fronterizos (Chihuahua, Nuevo león, Tamaulipas y Sonora). Esos señalamientos se inscriben en una cadena de críticas y descalificaciones formulados por funcionarios estadunidenses al gobierno mexicano, pese a que éste se ha mostrado, en los pasados cuatro años, obsecuente hasta la claudicación con Washington, y no obstante que, de acuerdo con los elementos de juicio disponibles, Estados Unidos ha tenido una función de primera mano en la planeación y coordinación de la estrategia que ahora es impugnada por sus funcionarios.
Es inevitable sospechar que esa inconsistencia sea sólo aparente, y que el gobierno del vecino país esté buscando usar la debilidad de las autoridades mexicanas en beneficio de sus intereses políticos y empresariales. De ser así, la anunciada ampliación de la presencia del ICE en el país adquiere tintes preocupantes, pues pareciera tratarse de una nueva imposición de Washington al régimen calderonista y de un empeño por profundizar el injerencismo de la superpotencia en el territorio nacional.
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