3/11/2012

Mar de Historias: La última esperanza



Cristina Pacheco

Mauricio repitió: ¿De veras vas a venir? Otilia dijo lo mismo que en ocasiones anteriores: Si no, ¿para qué iba a pedirte tu dirección? Mauricio volvió a darle las instrucciones para llegar a su casa y agregó una advertencia: Queda muy lejos de donde vives. Puedes tardarte mucho en el viaje. Acuérdate que es domingo, hay menos tráfico. A Mauricio no le bastó con esa respuesta para tranquilizarse: ¿Como a qué horas llegarás? Son las cuatro. Pienso que antes de las seis. ¿Y si no llegas para entonces? Otilia fingió impaciencia: Pues mejor ya no me esperes. ¿Y cuándo te veré? Nunca. ¡Ay! Otilia comprendió que su amigo había malinterpretado sus palabras y rectificó: ¡Tonto! Era una broma. Mauricio soltó una carcajada: Qué bueno, porque ya estaba pensando en colgarme del techo. ¡Qué fea broma! ¡Hablo en serio! No, no te creas. Yo también estaba jugando. Quise hacerte reír.

Otilia se alegró de que su compañero de trabajo hubiera recuperado el buen humor después de que en sus últimas conversaciones lo había oído quejarse de la soledad, el fastidio, los dolores intensos, el accidente.

II

Ocurrió dos meses atrás, durante el primer turno. Mauricio subió a la azotea para revisar una instalación y cayó desde lo alto de la escalera externa, en el área de carga y descarga. La noticia se esparció enseguida por todas las naves de la fábrica, pero las máquinas siguieron funcionando. Su estruendo ahogó la sirena de la ambulancia en la que trasladaron a Mauricio al hospital.

Sus compañeros veían un milagro en el hecho de que él no hubiera muerto. Ignoraban de qué peldaño había caído, pero hicieron cálculos acerca de la altura. Unos hablaron de siete metros, otros de nueve. Al paso de los minutos la cifra fue aumentando hasta que Otilia le puso límite: “Al rato van a decir que el Mauri se cayó del cielo”. Su comentario disolvió la tensión causada por un percance que a muchos les parecía increíble si tomaban en cuenta la experiencia y la habilidad de Mauricio.

Aquella mañana a la hora del almuerzo, Ernesto, el testigo de la desgracia, repitió una vez más su experiencia: Estaba archivando una orden de salida cuando oí un grito y un golpazo. Pensé que a los muchachos que andan impermeabilizando se les había caído un costal de cemento. Salí para reclamarles el descuido cuando voy viendo a Mauricio en el suelo. Corrí a levantarlo. Sangraba de la frente y como no se movía creí que estaba muerto. Ahora la cosa es ver cómo quedó.

Lo supieron cuando Abelardo, el compañero que se había ido con Mauricio en la ambulancia, volvió del hospital: Tiene dos costillas rotas y los brazos fracturados a la altura de los codos. Van a ponerle clavos, agregó como si se refiriera a los que sellan un ataúd.

III

Mauricio permaneció hospitalizado 19 días. Sus compañeros de la nave dos lo visitaron en grupo el segundo domingo de su reclusión. Le hicieron preguntas y bromas atroces acerca de las restricciones derivadas de las fracturas. Él las celebró y les dijo que al siguiente sábado iban a darlo de alta.

Otilia no estuvo de acuerdo y pidió hablar con el médico de guardia para suplicarle que dejara a Mauricio en el hospital donde había enfermeras para atenderlo. En su casa no contaba con nadie. Su amigo le había dicho que le alquilaba un cuarto a una familia de su tierra y vivía separado de su esposa y su única hija. El doctor se hizo cargo de la situación, pero dijo que era imposible mantener a Mauricio hospitalizado por más tiempo, sobre todo porque ya sólo requería de consultas semanales, medicamentos leves y reposo.

Cuando Otilia volvió junto al enfermo y le repitió su conversación con el médico, Mauricio sólo expresó su temor de que el gerente de la fábrica se negara a conservarle su puesto mientras duraba su incapacidad de tres o cuatro meses. Para animarlo, Abelardo mencionó, exageradas, las cualidades del patrón. Otilia le dijo que el tiempo se pasa volando, pronto iba a volver a su puesto en la fábrica. Mauricio suspiró resignado: Ni modo, tendré que pasarme dos meses en la cama.

Sus amigos prometieron hablarle por teléfono a diario para ver qué se le ofrecía. Sólo la primera semana respetaron la promesa. Otilia, enterada de las circunstancias en que vivía Mauricio, procuró ser constante. En algún momento libre lo llamaba. Lo oía cada vez más triste y desanimado. En sus últimas conversaciones él sólo hablaba de invalidez y muerte o permanecía callado esperando a que ella dijera algo.

Otilia lo comentó con Abelardo y él le interpretó la razón de esos silencios: Está deprimido. Y no me extraña. Imagínate cómo te sentirías si estuvieras en su situación: inmovilizada, sola, dependiendo de extraños que quién sabe cómo lo traten. Fue suficiente para que Otilia tomara la decisión de llamar a Mauricio y anunciarle su visita para el domingo.

IV

Sentada en el microbús, recuerda el ansia con que Mauricio le preguntó varias veces: ¿De veras vas a venir? Si no fuera porque se lo prometió con firmeza, hace rato que habría desistido de continuar un viaje infernal por avenidas rotas, intransitables a causa de las zanjas abiertas, las montañas de cascajo y basura, la maquinaria estacionada, las tiras de plástico que prohíben el paso, la confusión de coches, el ruido ensordecedor, el aire irrespirable.

Aquí no hay follajes ni espacios vacíos. Otilia mira por la ventanilla una interminable sucesión de comercios y casas a medio hacer en las faldas de los cerros. Parecen de lodo, son grises, miserables, frágiles, desiguales excepto por los focos raquíticos, desnudos, que iluminan habitaciones donde la vida lucha para no apagarse. Al ver sus destellos, imagina a Mauricio esperándola en el cuarto alquilado en una de esas casas, contando los minutos bajo esa luz que es como el faro que señala la última esperanza.

Una sacudida violenta la hace reaccionar. Ve su reloj. La horroriza que sean las siete y media de la noche y se vuelve hacia su vecina de asiento: Perdone, ¿faltará mucho para residencial Las Maravillas? La mujer le responde sin mirarla: “No, pero con tantas obras que hay por todas partes, ¡quién sabe cuánto tardaremos! Yo el otro día hice cinco horas hasta…”

Otilia deja de escucharla. Sólo oye en su interior lo que se dijeron ella y Mauricio por teléfono: Son las cuatro. Pienso que estaré allá antes de las seis. ¿Y si no llegas para entonces? Pues ya no me esperes. ¿Y cuándo te veré? ¡Nunca! Ay. El tono en que Mauricio emitió esa exclamación la impresiona más ahora. Tiene un presentimiento y reza para que la amenaza de colgarse haya sido de verdad sólo una broma.

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