8/07/2012

Emergencia educativa


Por Porfirio Muñoz Ledo
A pocas semanas de haber escuchado engolados o escuetos compromisos en materia educativa a lo largo de la campaña electoral, nos topamos con la realidad: la dramática falta de cupo en la educación superior, suma y síntesis de un drama nacional al que deben hacer frente ahora mismo los partidos y dirigencias que incurrieron en las promesas. El empleo emergente del poder presupuestal que entre todos detentan.

La mayor utopía de nuestro país, desde el arranque de su vida independiente, ha sido la redención del pueblo a través de la educación. Morelos definió esa voluntad colectiva de la siguiente manera: “la instrucción, como necesaria a todos los ciudadanos, debe ser favorecida por la sociedad con todo su poder”. Sin embargo, pocos empeños hemos tenido en esa dirección que hayan sido animados por la grandeza y coronados por el éxito.

La espina dorsal del pensamiento liberal fue el combate al oscurantismo por medio de la ilustración. Los conflictos internos, las invasiones extranjeras y las carencias institucionales frenaron durante más de medio siglo los proyectos de transformación nacional. No fue sino hasta el año de 1867 cuando Benito Juárez plasmó en la Ley Orgánica de la Instrucción Pública el carácter laico, obligatorio y gratuito de la educación primaria.

Tal propósito demoró más de 100 años en materializarse. Gracias al lúcido entusiasmo de Jaime Torres Bodet logró establecerse en el año de 1959 un compromiso presupuestal de carácter multianual —el Plan de Once años para la educación primaria— que a su término satisfizo esa necesidad con más de 90% de cobertura. En la lógica de la expansión continua de la escolaridad, debió haberse adoptado de inmediato la secundaria obligatoria, medida que fue frenada durante años por la derecha gubernamental, cómplice a su vez de la insuficiencia fiscal.

El Plan Nacional de Educación adoptado en 1977 bajo el impulso de quien esto escribe y enterrado al año siguiente formalizó esa demanda y planteó la ampliación consistente de los niveles superiores. No obstante, fue hasta 1993 que la Constitución consagró el carácter obligatorio de la escuela secundaria cuyo cumplimiento ha sido penoso, ya que apenas la mitad de los estudiantes mexicanos que inician el ciclo escolar lo concluyen.

Por lo que hace a la educación media superior, si bien en las estadísticas oficiales ofrecen el registro de que se tiene dos tercios de cobertura, el hecho es que menos de 30% de los jóvenes de 18 años la concluye: ello determinó, tras un arduo debate en la presente legislatura, que se estableciera la cobertura universal del bachillerato a nivel constitucional. Sin embargo, en lamentable regateo con la tecnocracia, se permitió por un artículo transitorio un término de 10 años para su cumplimiento.

Diría Keynes que en el plazo largo todos estaremos muertos, sugiriendo así los apremios de la temporalidad política. Resulta inexplicable que, habiendo estallado la bomba social que representan los “ninis”, no se adopten medidas de emergencia para la expansión de la educación pública. Recordemos además que un sitio en el sistema educativo tiene un costo siete veces menor que una plaza en la economía formal.

Actualmente la matrícula de los colegios de educación superior es de 28% de la población de 19 a 23 años de edad, es decir, que de los 9.1 millones de jóvenes con edad para cursarla menos de un tercio acuden a las aulas. El incremento de la demanda real del servicio ha determinado más de 100 mil estudiantes rechazados tan solo en el área metropolitana por las grandes instituciones de educación superior (UNAM, UAM e IPN). Las soluciones alternativas son precarias en número o impagables para los estamentos pobres.

Nada más corrosivo que la demagogia. Si los actores políticos tuvieran un mínimo de congruencia, debieran convocar a las instituciones nacionales de educación superior para determinar una ampliación presupuestal inmediata que permitiese acoger, a comienzos del año próximo, a los estudiantes que no tuvieron espacio en el sistema.

Las ofertas diferidas —tanto como las promesas incumplidas— suelen estar en el origen de las grandes revueltas. Serenar al país significa sobre todo atender con prontitud y pertinencia los problemas que lo desbordan.

Diputado federal por el PT

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