12/09/2013

Reformas: alteración del pacto social




Editorial La Jornada 

En las últimas semanas de la administración anterior arrancó un ciclo de reformas legales y constitucionales que en los momentos actuales llega a un punto álgido con la discusión en las comisiones senatoriales de un proyecto de dictamen que significaría, en caso de ser aprobado, la privatización y la desnacionalización del sector energético en prácticamente todos su segmentos. Aunque esta iniciativa peñista cuenta con un respaldo claramente mayoritario en ambas cámaras del Poder Legislativo, fuera de ellas carece de una simpatía social definida. Desde que fue anunciada la intención gubernamental de alterar los artículos constitucionales 27 y 28, el proyecto ha generado rechazo en diversos sectores políticos y sociales del país.

No es para menos: la transferencia a manos privadas de la explotación de hidrocarburos en todas sus fases constituye una alteración mayúscula del pacto social que, con todo y sus miserias, carencias y desviaciones, ha dado estabilidad y desarrollo al país durante décadas y ha asegurado la existencia de recursos para paliar en alguna medida la miseria, la inequidad y el atraso, incluso si buena parte de esos recursos han desaparecido en los pantanos de la corrupción gubernamental.

Otro tanto ocurre con la reciente aprobación de la relección de legisladores, la cual, lejos de fortalecer la vigilancia ciudadana sobre sus representantes la debilita, contribuye a perpetuar a una clase política cada vez menos representativa y restablece en la vida institucional del país un factor de regresión e inmovilismo que había sido superado mediante la adopción de la consigna maderista como uno de los principios rectores del Estado.

En términos generales, el proyecto de reformas de Enrique Peña Nieto constituye, pues, una ruptura del pacto social que no debería ser consumada mediante un simple formalismo legislativo, y menos por fast track. Si bien es cierto que desde el sexenio de Carlos Salinas la normatividad legal, la economía y la práctica gubernamental del país han sido sometidas a una intensa transformación de signo oligárquico y antipopular, las reformas peñistas oficializan la desaparición del Estado de bienestar y la entronización de un Estado neoliberal que abandona a su suerte a la población y se consagra a satisfacer los apetitos de ganancia de los grandes capitales, especialmente los extranjeros.

El grupo gobernante parece actuar con la convicción de que semejante alteración –que ameritaría la convocatoria a un nuevo constituyente o, cuando menos, la realización de debates a profundidad y consultas a la población– no despertará descontentos políticos y sociales mayores a los que ya existen, y se dispone a aprobar la última y más trascendente de sus reformas como si se tratara de un asunto de rutina legislativa y como si no viniera operando, desde hace años, con un peligroso y creciente déficit de representatividad y de descrédito institucional. Tal vez en lo inmediato logre su propósito, pero posiblemente condene con ello al país a un ciclo de inestabilidad y precariedad institucional extrema, porque ninguna nación moderna puede aspirar a la convivencia armónica en ausencia de un pacto social que incluya y represente a la mayoría, no de las cámaras sino de la población.

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