Alejandro Encinas Rodríguez
2014 quedará grabado de manera indeleble como uno de los años de mayor oprobio en la historia del país. Tres palabras pueden resumir la tragedia que México ha sufrido este año: impunidad, corrupción y violencia.
Impunidad de un gobierno que se niega a reconocer que el Estado mexicano enfrenta una profunda crisis que ha conllevado a una tragedia humanitaria donde los hechos perpetrados contra estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, son sólo una muestra contundente de que el país se ha convertido en una fosa clandestina.
Impunidad en el no esclarecimiento de los hechos y el castigo a sus autores materiales e intelectuales, así como a las autoridades de los tres órdenes de gobierno y dirigentes de los partidos políticos que permitieron la operación de grupos delictivos en esta región del país, así como su postulación como candidatos a distintos cargos de elección popular.
Impunidad ante la ausencia de acciones penales en contra de los gobernadores, munícipes, representantes populares y funcionarios a quienes se han acreditado actos de corrupción, malversación de fondos públicos, abuso de autoridad, violación a los derechos humanos o colusión con la delincuencia organizada.
Opacidad en el manejo de las cifras de violencia e inseguridad, las que de acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, durante los primeros 23 meses del gobierno de Enrique Peña Nieto se han registrado mas de 41 mil homicidios en todo el país, destacando los estados de México, Guerrero, Chihuahua y Michoacán.
La realidad, al igual que en 1994, tras la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte que ofreció la bonanza de la globalización para el bienestar de los mexicanos, le ha explotado en la manos al actual gobierno. Las llamadas reformas estructurales y la parafernalia que las rodeó, han quedado sepultada tras los crímenes perpetrados en Guerrero, en Tlatlaya y en otras regiones de México.
Debemos asumir que la sociedad mexicana está indignada, harta de la violencia y de corrupción de las instituciones, de los partidos y de los políticos, de sus privilegios y abusos. Es absurdo que, a tres meses de la barbarie cometida en Iguala no se tengan resultados concretos. A lo que se suma la codicia manifiesta en el vínculo de la política con los negocios; los contratos otorgados a cambio de prebendas, como la Casa Blancaen las Lomas de Chapultepec ostentosamente exhibida en revistas del corazón; la casa del secretario de Hacienda en el club de golf de Malinalco; la corrupción hecha gobierno, desde la cooptación de las burocracias partidarias; el cobro de moches en la asignación del presupuesto público; la postulación de delincuentes a cargos de elección popular; hasta la ofensa al pueblo de México que encarna la exoneración de Raúl Salinas de Gortari y la devolución de las cuentas bancarias y propiedades que obtuvo ilícitamente, mientras al salario mínimo se le concede un aumento de apenas en 2.81 pesos diarios (4.2%), y la pobreza alcanza al 54.5% de la población.
La narcopolítica ha sentado sus laureles. El Estado mexicano se encuentra minado, convertido en rehén de los poderes fácticos y de la corrupción y la impunidad que éste mismo ha engendrado. Superar esta crisis y recuperar la paz exige un cambio de rumbo, por la senda democrática. Replantear la política económica para distribuir con equidad el ingreso; enfrentar al crimen con firmeza pero con apego a los derechos humanos. El Estado no puede seguir eludiendo sus responsabilidades. Un primer paso es que en 2015, los crímenes cometidos en Guerrero y en otras entidades no queden impunes. Que no exista ni perdón ni olvido.
Senador de la República
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