Olga Pellicer
DF. Miles marchan en repudio al gobierno por caso Ayotzinapa. Foto: Octavio Gómez |
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Pocos días después de que Enrique Peña Nieto
pronunciara un discurso lleno de optimismo ante la Asamblea General de
la ONU, donde invitó a los países del mundo a seguir el ejemplo de su
país, “que se atrevió a cambiar”, la crisis política en México derrumbó
sus ánimos triunfalistas. Los acontecimientos de Tlatlaya y Ayotzinapa
tuvieron el efecto de sacar a la luz problemas estructurales del
sistema político mexicano que han sacudido no solamente a los
mexicanos, sino al mundo entero.
En realidad, el derrumbe de las ilusiones no fue inesperado. Las
circunstancias políticas y económicas que han obligado a hacer un alto
y ver con más realismo los problemas que aquejan al país estaban allí,
cuidadosamente disimuladas por la embriaguez que produjo el Pacto por
México y la consiguiente posibilidad de aprobar reformas
constitucionales en 2013.
Sin embargo, pronto se advirtió que una cosa es aprobar leyes y
reglamentos; otra muy distinta es implementarlos en un ambiente pleno
de dificultades, al menos en ciertas regiones del país. La presencia de
grupos violentos que hacen ingobernables ciertas partes de Guerrero,
Oaxaca o Tamaulipas era conocida. También era conocida la presencia de
grupos de autodefensa que han decidido tomar la aplicación de la ley en
sus manos ante la situación insoportable creada por el crimen
organizado en Michoacán; a nadie sorprende el caos que reina allí.
Al mismo tiempo, instituciones internacionales, gubernamentales y no
gubernamentales venían señalando desde hacía varios años el contubernio
existente entre mandos estatales, alcaldes y policías con el crimen
organizado. Habían documentado, también, las desapariciones forzadas,
cuyo caso más dramático habían sido los 72 migrantes asesinados en
Tamaulipas. Las fosas clandestinas que se reportan recientemente no son
una novedad.
A lo anterior cabe añadir los datos proporcionados por el INEGI
respecto del funcionamiento del Sistema de Justicia en México y los
escalofriantes estudios del CIDE que confirman la desigualdad en la
aplicación de la ley y los grados de impunidad que prevalecen.
A la mayor toma de conciencia sobre tales problemas, propiciada por
el auge mediático que adquirió Ayotzinapa, se sumó el desprestigio del
jefe del Ejecutivo y parte de su gabinete, derivado de las
investigaciones periodísticas relativas a los tratos sospechosos con
inversionistas privilegiados por el gobierno, los cuales sugieren
conflicto de intereses y presunta corrupción a gran escala en la élite
política.
Si a todo ello agregamos la pérdida de credibilidad de los partidos
políticos –en particular del PRD, por pertenecer a ese partido el
presidente municipal coludido con el crimen organizado que resultó en
la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa–, el problema de la
carencia de canales de expresión partidaria del descontento se coloca
como un factor grave que profundiza aún más la crisis política con que
termina 2014.
Desde el punto de vista de la economía, la situación no es mejor.
Durante el primer año de gobierno de Peña Nieto las esperanzas en el
“momento mexicano” que permitiría crecer 5% al año se vieron
drásticamente reducidas cuando sólo se alcanzó un modestísimo 1.2%. En
2014 las cosas no van por buen camino. Aunque todavía no se conoce el
resultado de la actividad económica del cuarto trimestre, la mayoría de
analistas coincide en que, con buena suerte, se logrará 2.1%. Lo peor
es que la situación no pinta mejor para el año entrante. ¿Qué ha
sucedido?
Una primera respuesta es la poca atención que el “brillante” grupo
de economistas que conduce el país ha dado a los factores externos.
Para quien apostó tanto a una reforma energética que, según se dijo,
atraería miles de millones de dólares, era necesario tener claros los
diversos escenarios sobre la evolución del precio del petróleo. Cierto
que dicho precio puede ser muy volátil, pero introducir esa
incertidumbre era obligatorio, al menos en el discurso político con que
se vendió la reforma energética a la ciudadanía.
No es fácil predecir cómo afectarán las nuevas circunstancias al
interés de los inversionistas que buscan producir gas de esquisto en
México o sacar el petróleo que se encuentra en aguas profundas y
ultraprofundas del Golfo de México. Posiblemente sólo habrá un retraso
y llegarán uno o dos años después de lo previsto. En términos
políticos, ese retraso puede ser enorme. Va de por medio lo que Peña
Nieto pueda ver durante su sexenio.
Al terminar 2014 dos grandes preguntas están sobre la mesa. La
primera es: ¿Se podrá controlar la crisis política y encauzar el país
por una senda de normalidad democrática? La respuesta no puede ser
optimista. Hay demasiados riesgos a lo largo del país (Guerrero,
Oaxaca, Tamaulipas, Michoacán, Jalisco, Estado de México) como para
creer que la solución se puede encontrar en el corto plazo.
La siguiente pregunta tiene que ver con el crecimiento económico.
¿Se logrará crecimiento económico por encima de 3.5% el próximo año? La
inversión extranjera es clave, pero no es suficiente. El problema más
serio reside en la incapacidad, soberbia y ensimismamiento que ha
puesto en evidencia durante estos primeros años el grupo en el poder.
Desde la reforma fiscal hasta el manejo en general del país,
caracterizado más por colocar obstáculos que por alentar la inversión y
solución de problemas, México se encuentra lejos de un gobierno
modernizador y eficiente. El “proyecto de nación” que va a transformar
a México ni ha podido ser transmitido a la ciudadanía ni ofrece
resultados tangibles.
En resumen, la herencia de 2014 es una de incertidumbres y temores.
Pronto sabremos por dónde se encauza el país en 2015. Por lo pronto,
hay la impresión de que puede ir hacia el ojo de la tormenta o
permanecer bajo un cielo lleno de nubarrones.
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