Cristina Pacheco
¿Cómo que ya no tiene
coche?, me preguntan mis vecinos incrédulos más que alarmados. En mi
carencia ven señales palpables de mi descenso en la escala social y no
ocultan su lástima. Algunos no pueden frenar su curiosidad y me piden
que les diga
¿por qué?en el tono de una madre desconsolada que interroga al cadáver del hijo suicida.
En respuesta a su interés, les expongo mis motivos: para librarme de
congestionamientos, arbitrariedades, papeleos interminables, pérdida de
tiempo, gruyeros, sentimiento de persecución, discusiones con los
encargados de poner los inmovilizadores o con quienes –en una absoluta
falta de civilidad– estacionan sus automóviles a la entrada de mi garaje
mientras se van a los innumerables restaurantes o cervecerías que hay
en mi colonia. (Ganó fama y perdió reputación).
Cuando al fin aparecen los invasores y les reclamo que hayan
obstruido mi espacio se me quedan mirando con sorna, me aseguran que no
es para tanto y que si no me pareció bien su comportamiento
levante un acta. Lo que me extraña es que ninguno de los abusivos haya pretendido contener mi disgusto con la frase de moda:
Usted no sabe con quién se está metiendo.Antes de llegar a ese punto de locura citadina, me deshice de mi coche.
II
Entre todas las ventajas que me ha traído mi
peatonizaciónhay una que las supera a todas: viajar en taxi (seguro, por supuesto.) Cada uno tiene su atmósfera dependiendo de lo que cuelgue del retrovisor (rosarios de cristal, insignias, zapatitos) o las artesanías miniatura que adornen el tablero según la temporada: reyecitos, corazones, banderas, calaveritas, esqueletos danzantes, series de luces o pinos navideños.
No faltan los choferes que hacen de su medio de trabajo una extensión
de su casa –o, mejor dicho, de su vida familiar– y mandan escribir en
el parabrisas nombres que les significan una dulce compañía en su larga
jornada o ensartan en la visera un solo arete que les trae recuerdos a
cincuenta kilómetros por hora.
III
A fuerza de recurrir a un solo sitio de taxis, con
frecuencia me prestan sus servicios los mismos choferes. Son muy
amables. Les pregunto qué tal de trabajo y me responden que, como en
todo, hay días buenos y otros peores. Nos reímos de la broma. Aumenta la
confianza y me interrogan acerca de qué me parece el nuevo reglamento
de tránsito y cómo veo la situación. Cuando abordan el tema del futbol
rehúyo opinar: me avergüenza mi ignorancia en lo referente al
juego del hombre. Ellos agradecen mi silencio porque les permite lucir sus conocimientos describiéndome golazos, calificando los penaltis y la actuación de los árbitros.
Su conversación me hace olvidarme de los congestionamientos, los
claxonazos, la exasperante lentitud a que avanzamos, los baches, la
falta de policías en los cruceros embrollados, la torpeza con que un
oficial manipula el semáforo y el desatino de que una pipa de agua que,
en horas pico, inhabilite un carril para regar pastos secos.
De todos los choferes que conozco hay uno que se distingue por
su imaginación. Si fuera escritor pertenecería al grupo de los que
generan un mundo a partir de elementos reales, insignificantes.
Confieso, en el mejor sentido, que envidio su destreza.
IV
En el tarjetón pegado en la ventanilla trasera están su
retrato y su nombre completo. Lo sustituyo por el de Fabulador. En
cuanto lo veo pienso en qué despertará su imaginación. Puede ser
cualquier cosa que encontremos en el trayecto: desde un grupo de
manifestantes, un niñito que vende chicles en un camellón, la fachada de
un palacete asfixiado entre rascacielos o los ancianos que pulen
parabrisas a fin de ganarse unas monedas.
Hace días, el Fabulador y yo vimos, a la entrada de un
edificio en Reforma, a un grupo de oficinistas en actitud expectante.
Dije que tal vez se trataba de un simulacro y desde luego recordé los
terremotos del 85. Fue suficiente para que el Fabulador reconstruyera
aquellos días amargos como si únicamente él los hubiese vivido. Me
describió rescates, me habló de los miles de mariposas ciegas salidas de
los sótanos de una iglesia después de siglos en la oscuridad. Al final
intentó reproducir el tono de los instrumentos musicales con que los
músicos sepultados entre los escombros de San Camilito se habían
despedido de sus familias.
En sus relatos, el Fabulador a veces intercala episodios de su vida:
Esto que voy a platicarle, aunque parezca cuento, es la pura verdad.La única vez que me ha hablado de su padre me contó que era pepenador y que soñaba con encontrarse una moneda de oro tirada en la calle. Gracias a Dios, dijo el Fabulador, su padre la halló, aunque por desgracia, el día de su muerte. Le pregunté si conservaba la moneda y me dijo que la había metido en el ataúd de su difunto porque, después de todo, él la había descubierto.
V
Hay una historia a la que, de tanto en tanto, vuelve el
Fabulador. Empieza por mencionar los peligros que acechan a los
choferes. Nunca saben si quien aborda el taxi va drogado, lleva armas o
es de otro mundo.Desde la primera vez que oí la frase me intrigó mucho. Estaba a punto de llegar a mi destino. Tal vez pasarían semanas antes de que el Fabulador volviera a prestarme su servicio, así que fui directa:
¿A qué se refiere?
Entonces me habló de la mujer de blanco, hermosísima, que hace años,
un Miércoles de Ceniza, había llevado de La Profesa a la parroquia de
Tacuba. A pesar de que sólo la había visto unos minutos, cuando ella se
bajó del taxi él empezó a extrañarla como si se tratara de alguien
conocido de mucho tiempo atrás. Desde aquel momento, la rastrea con la
misma tenacidad con que su padre buscó la moneda. El Fabulador aún
espera dar con la mujer de blanco: no le importa que ese pueda ser el
día de su muerte.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario