En la asociación civil Gendes, los hombres asumen un modelo para "desaprender" los códigos machistas que los llevan a cometer cualquier tipo de violencia. Se trata de una alternativa ante las pocas políticas públicas que hay en México para atender la violencia de género desde una perspectiva masculina.
Manu Ureste (@ManuVPC)
“Aquel día me convertí en un monstruo”.
Los ojos serenos, fatigados y oscuros de Jorge se pierden el universo de losetas blancas que dan formal al suelo de una habitación de sobrias paredes blancas y olor a desinfectante.
“Cuando agredí a mi hija de una patada supe que me había convertido en una bestia, que quien había hecho eso no podía ser yo”.
Jorge alza la mirada, esboza una sonrisita amarga que rezuma nerviosismo, y baja de nuevo el mentón.
“Me espanté de mí mismo –su voz abotagada duda por momentos si continuar con el relato-. Sentí que toqué fondo, que más bajo ya no podía caer”.
El hombre de unos 40 años de edad deja caer la espalda en la silla. Relaja los hombros y los brazos. Traga saliva. Y sonríe de nuevo tímido, como avergonzado.
“Te sientes desecho, ¿sabes? –pregunta sin esperar una respuesta-. Te sientes destrozado porque tu hija es parte de ti. Pero en ese momento lo que haces es coludirte contigo mismo, negarlo todo, y responsabilizar a la otra persona de tu violencia, de tu agresión. Por eso yo le gritaba a mi hija: ¡Tú tienes la culpa de que te haya pegado! ¿Por qué me haces esto? ¿¡Por qué sacas lo peor de mí!?”.
Ese día, Jorge cayó en picado. Aunque, en realidad, aquel suceso con su hija adolescente sólo fue la gota que derramó el vaso. La punta del alfiler que hizo estallar el globo. Porque la violencia que lentamente fue carcomiendo su matrimonio hasta destrozarlo, y que dejó muy dañada la relación con sus hijos, empezó mucho antes.
“Todo fue a partir de que perdí el trabajo y mi esposa era la que laboraba, la que traía el dinero a casa. Ahí empezó mi proceso violento y no solo en el hogar, sino con todo y con todos”, cuenta Jorge, quien a pesar de su manera de hablar templada y su tono de voz bajo, sereno, admite que ha tenido “problemas enormes” por su comportamiento agresivo “en el metro y hasta manejando, en mitad del tráfico”.
Precisamente, uno de los primeros hechos de violencia que más impacto generó en él y su familia tuvo lugar en el coche. Cuando enseñaba a su esposa a manejar y ésta, tras confundir los pedales, metió reversa en lugar de la primera velocidad y golpeó a otro carro que estaba estacionado frente a la tienda donde iban a comprar un pastel de cumpleaños.
Jorge describe el momento así:
Mandíbula rígida.
Respiración acelerada.
Taquicardias en el pecho.
Boca seca y sabor amargo en la lengua.
Presión aplastante en la nuca y los hombros.
Un dolor fino, agudo, que taladra las sienes.
Y pies que presionan el suelo como si quisieran escarbar un agujero.
Sin ser consciente en ese momento, el hombre de 40 años estaba sintiendo las señales del cuerpo que le indicaban que estaba a punto de entrar en su momento de “frustración fatal”.
“Estallé al escuchar el golpe. Le grité a mi esposa como un loco, la insulté con mis hijos delante. Y además no le permití que se bajara del coche. Le ordené, a modo de castigo, que regresáramos a casa porque ya no iríamos a ninguna fiesta de cumpleaños”, recuerda el padre de familia, quien tras analizar el suceso meses después, y ya en proceso de divorcio, admite que cometió violencia emocional, verbal e incluso económica, porque le restringió a su esposa el uso del vehículo hasta que él lo autorizara de nuevo.
“Después de aquello, las peleas y los gritos fueron constantes. Con mi mujer no hubo violencia física de contacto, pero sí violencia física de alrededor. Es decir, azotaba las puertas, golpeaba paredes, le aventaba cosas, o le levantaba la mano para amenazarla…”.
“Pero con mis hijos sí hubo violencia de contacto –admite, taciturno-. Les di bofetadas, golpes, y hasta una patada a la niña. Fue entonces cuando entré en una situación de crisis muy grave”.
Después de la agresión a su niña, Jorge recordó una lejana plática con su cuñado en la que le sugirió acudir a Gendes, una organización civil que desde el año 2003 se dedica a trabajar la violencia machista desde la perspectiva masculina, y que supone una alternativa a las escasas políticas públicas existentes para hombres que buscan erradicar la violencia de su comportamiento.
Allí, cuenta con un gesto de alivio en el rostro, lleva ya cinco meses de terapias individuales y terapias grupales, donde hombres de diferentes edades trabajan con terapeutas un modelo para desarticular las fases del proceso violento que les permitan ser conscientes de que, en efecto, ejercen violencia y que ésta genera impactos en quienes los rodean y en ellos mismos.
“Durante mucho tiempo fui una persona muy ecuánime, muy tranquila –reflexiona en voz alta-. A veces pienso que tuve muchos años de contención y que acabé explotando, aunque eso no me justifica en nada. No obstante –matiza a colación-, de haber conocido antes estas técnicas que ahora me están enseñando para conocer mi violencia y dejarla morir, creo que tal vez hubiera podido procesar de otra forma esos momentos de frustración fatal”.
En cualquier caso, dice encogiendo los hombros, pensar en eso ahora ya no sirve de nada. Como tampoco pedir perdón a su mujer o a su familia.
“En Gendes aprendemos que las disculpas no sirven. Que no es suficiente por tanto dolor que has generado. Lo único que sirve es comprometerte contigo mismo a que no volverás a violentar a las personas que te rodean, y tomar acciones como pedir ayuda y venir a estos grupos”, concluye Jorge, mientras posa la mirada de ojos serenos en un pizarrón blanco que reza: “El machismo mata”.
“Aquí vienen hombres que deciden dejar de ejercer violencia porque esto no es una fórmula mágica –aclara el terapeuta nada más iniciar la plática con Animal Político-. Es decir, tú tienes que tener el compromiso contigo mismo para asumir tus violencias, hacerte responsable de ellas, y darte cuenta lo que implican en tu vida y en la de los demás”.
Ese, apunta, es el primer paso crucial para empezar a trabajar en el problema, “porque en muchos de los casos, los hombres llegan aquí sin asumirse como violentos ni machistas”.
“Por ejemplo, una gran mayoría piensa que la violencia es solo golpear a la pareja. Pero no son conscientes de que hay muchos otros tipos de violencia, como la violencia emocional, la verbal –insultos, amenazas y menosprecios-, la violencia física de contacto –desde agarrar por el brazo a la fuerza a la pareja, hasta las agresiones físicas-, la violencia de contacto alrededor –manoteos, aventar cosas, señalar amenazando-, o la violencia sexual -desde la infidelidad hasta la violación-.
Por eso, el terapeuta explica que en Gendes se aplica un modelo de intervención a través de dos cursos –de terapias de dos horas a la semana durante un año aproximadamente y con un costo simbólico de 100 pesos-, en el que se desarrolla un esquema que permite “deconstruir” todos los componentes que tienen que ver con el pensamiento machista que desemboca en la violencia: desde qué percibía el hombre en su espacio físico al momento de cometer violencia –qué veía, olía, escuchaba- a los pensamientos que tenía en el momento de ejercerla, los códigos machistas que empleó para justificarse –”las mujeres no paran de quejarse hasta que las golpeas, por ejemplo”-, hasta la autoridad que asumió para sentirse superior a su pareja -“soy el hombre y merezco respeto”.
Además, se enseña al hombre “a trabajarse”. A conocer cuáles son las señales del cuerpo que advierten que se va a entrar en la llamada “frustración fatal”.
“En el modelo se trabaja mucho con las señales del cuerpo. Es muy importante saber qué pasa dentro de nosotros cuando estamos a punto de tronar, para antes de cometer violencia hacer una señal previamente acordada con nuestra pareja y hacer un retiro por una hora”, expone Guzmán, quien detalla que en el modelo los hombres asumen 10 compromisos que deben cumplir con el apoyo del resto de compañeros. Entre esos compromisos, por ejemplo, está no buscar a la pareja cuando se aplique el retiro, respetar las opiniones de las demás personas, escuchar a la pareja, mantenerse sobrio durante todo el programa, o avisar al resto de compañeros cuando rompa algunos de los compromisos.
El otro punto clave del modelo –y tal vez el más complicado de poner en práctica- consiste en “desaprender” los códigos machistas que llevan a los hombres a tomar la decisión de cometer violencia –en Gendes se enseña que la violencia “siempre es una decisión” que toma la persona-.
“Algo que les decimos a los compañeros cuando entran es que la violencia se aprende con la cultura; es decir, no es algo con lo que nacemos. Por eso, desde esa perspectiva, si aprendemos la violencia a través de la cultura, consideramos que también podemos desaprenderla también con la cultura”, argumenta Guzmán.
“Pero claro –advierte a continuación-, el proceso no es fácil, porque implica darnos cuenta de los privilegios que tenemos sólo por el hecho de ser hombres. Es decir, yo soy el proveedor, el que da los permisos en casa, el que tiene el control del dinero, el que tiene la voz de mando, el que lo avala todo, y el que tiene siempre la última palabra. Y como tengo esos privilegios, pues me toca ser atendido por la mujer. Por eso, dejar morir esa autoridad es algo muy complicado”.
“Por eso, nuestra apuesta es ofrecer una alternativa a las medidas punitivas, creer en el ser humano, en la posibilidad de cambio para que, a través de estos grupos de reeducación, los hombres puedan desaprender el machismo y reaprender alternativas a esa masculinidad machista”, recalca Vargas.
En cuanto a las políticas públicas que existen en México para combatir el problema de la violencia machista, desde la perspectiva del hombre, el director de Gendes asegura que el trabajo apenas acaba de comenzar.
“En términos de política pública, el trabajo con enfoque desde el punto de vista del hombre que comete violencia es muy reciente. Es un chiquisegundo lo que se lleva trabajando en esto”, insiste Vargas, quien apunta a la Ley General de Acceso de Mujeres a una Vida Libre de Violencia, que se promulgó en el año 2007, como el punto de partida de esos trabajos.
“Estamos hablando de apenas nueve años. Y lo que se ha generado hasta el momento es todavía muy incipiente”, añade Vargas, quien no obstante admite que sí se han llevado a cabo acciones, por ejemplo, desde el Centro Nacional de Equidad de Género y Salud Reproductiva (CNEGySR), de la Secretaría de Salud, donde se trabaja “un programa de reeducación para víctimas y agresores en situaciones de violencia de pareja, que ya se está aplicando en casi toda la República”. O también desde el Centro de Investigación Victimológica, de la Procuraduría de la Ciudad de México, “donde dan terapias breves o nos canalizan hombres que no pueden atender allí”.
En cualquier caso, dada la gravedad de la problemática de la violencia machista en México –en 2014, el CNEGySR informó que hasta mil 883 mujeres -5 al día- ingresaron a un refugio víctimas de violencia a manos de sus parejas, mientras que en siete años, de 2008 a 2014, hicieron lo propio un total de 12 mil 651 mujeres-, Mauro Vargas considera que el esfuerzo desde la política pública es todavía insuficiente, especialmente a nivel presupuestario.
“Desde el sector público se invisibiliza al hombre como sujeto de atención para muchos efectos. Es cierto que se prioriza a la mujer y eso está bien. Pero para poder articular acciones para prevenir y combatir la violencia en los hombres, también se requiere completar la pinza. Porque si tú empoderas a la mujer, pero el hombre sigue igual, pues el problema va a continuar existiendo”, concluye el director de Gendes.
Para saber más sobre Gendes puedes acceder aquí a su página web.
Los ojos serenos, fatigados y oscuros de Jorge se pierden el universo de losetas blancas que dan formal al suelo de una habitación de sobrias paredes blancas y olor a desinfectante.
“Cuando agredí a mi hija de una patada supe que me había convertido en una bestia, que quien había hecho eso no podía ser yo”.
Jorge alza la mirada, esboza una sonrisita amarga que rezuma nerviosismo, y baja de nuevo el mentón.
“Me espanté de mí mismo –su voz abotagada duda por momentos si continuar con el relato-. Sentí que toqué fondo, que más bajo ya no podía caer”.
El hombre de unos 40 años de edad deja caer la espalda en la silla. Relaja los hombros y los brazos. Traga saliva. Y sonríe de nuevo tímido, como avergonzado.
“Te sientes desecho, ¿sabes? –pregunta sin esperar una respuesta-. Te sientes destrozado porque tu hija es parte de ti. Pero en ese momento lo que haces es coludirte contigo mismo, negarlo todo, y responsabilizar a la otra persona de tu violencia, de tu agresión. Por eso yo le gritaba a mi hija: ¡Tú tienes la culpa de que te haya pegado! ¿Por qué me haces esto? ¿¡Por qué sacas lo peor de mí!?”.
Ese día, Jorge cayó en picado. Aunque, en realidad, aquel suceso con su hija adolescente sólo fue la gota que derramó el vaso. La punta del alfiler que hizo estallar el globo. Porque la violencia que lentamente fue carcomiendo su matrimonio hasta destrozarlo, y que dejó muy dañada la relación con sus hijos, empezó mucho antes.
“Todo fue a partir de que perdí el trabajo y mi esposa era la que laboraba, la que traía el dinero a casa. Ahí empezó mi proceso violento y no solo en el hogar, sino con todo y con todos”, cuenta Jorge, quien a pesar de su manera de hablar templada y su tono de voz bajo, sereno, admite que ha tenido “problemas enormes” por su comportamiento agresivo “en el metro y hasta manejando, en mitad del tráfico”.
Precisamente, uno de los primeros hechos de violencia que más impacto generó en él y su familia tuvo lugar en el coche. Cuando enseñaba a su esposa a manejar y ésta, tras confundir los pedales, metió reversa en lugar de la primera velocidad y golpeó a otro carro que estaba estacionado frente a la tienda donde iban a comprar un pastel de cumpleaños.
Jorge describe el momento así:
Mandíbula rígida.
Respiración acelerada.
Taquicardias en el pecho.
Boca seca y sabor amargo en la lengua.
Presión aplastante en la nuca y los hombros.
Un dolor fino, agudo, que taladra las sienes.
Y pies que presionan el suelo como si quisieran escarbar un agujero.
Sin ser consciente en ese momento, el hombre de 40 años estaba sintiendo las señales del cuerpo que le indicaban que estaba a punto de entrar en su momento de “frustración fatal”.
“Estallé al escuchar el golpe. Le grité a mi esposa como un loco, la insulté con mis hijos delante. Y además no le permití que se bajara del coche. Le ordené, a modo de castigo, que regresáramos a casa porque ya no iríamos a ninguna fiesta de cumpleaños”, recuerda el padre de familia, quien tras analizar el suceso meses después, y ya en proceso de divorcio, admite que cometió violencia emocional, verbal e incluso económica, porque le restringió a su esposa el uso del vehículo hasta que él lo autorizara de nuevo.
“Después de aquello, las peleas y los gritos fueron constantes. Con mi mujer no hubo violencia física de contacto, pero sí violencia física de alrededor. Es decir, azotaba las puertas, golpeaba paredes, le aventaba cosas, o le levantaba la mano para amenazarla…”.
“En Gendes aprendemos que pedir perdón por tu violencia no es suficiente”
Jorge mira de nuevo hacia el suelo.“Pero con mis hijos sí hubo violencia de contacto –admite, taciturno-. Les di bofetadas, golpes, y hasta una patada a la niña. Fue entonces cuando entré en una situación de crisis muy grave”.
Después de la agresión a su niña, Jorge recordó una lejana plática con su cuñado en la que le sugirió acudir a Gendes, una organización civil que desde el año 2003 se dedica a trabajar la violencia machista desde la perspectiva masculina, y que supone una alternativa a las escasas políticas públicas existentes para hombres que buscan erradicar la violencia de su comportamiento.
Allí, cuenta con un gesto de alivio en el rostro, lleva ya cinco meses de terapias individuales y terapias grupales, donde hombres de diferentes edades trabajan con terapeutas un modelo para desarticular las fases del proceso violento que les permitan ser conscientes de que, en efecto, ejercen violencia y que ésta genera impactos en quienes los rodean y en ellos mismos.
“Durante mucho tiempo fui una persona muy ecuánime, muy tranquila –reflexiona en voz alta-. A veces pienso que tuve muchos años de contención y que acabé explotando, aunque eso no me justifica en nada. No obstante –matiza a colación-, de haber conocido antes estas técnicas que ahora me están enseñando para conocer mi violencia y dejarla morir, creo que tal vez hubiera podido procesar de otra forma esos momentos de frustración fatal”.
En cualquier caso, dice encogiendo los hombros, pensar en eso ahora ya no sirve de nada. Como tampoco pedir perdón a su mujer o a su familia.
“En Gendes aprendemos que las disculpas no sirven. Que no es suficiente por tanto dolor que has generado. Lo único que sirve es comprometerte contigo mismo a que no volverás a violentar a las personas que te rodean, y tomar acciones como pedir ayuda y venir a estos grupos”, concluye Jorge, mientras posa la mirada de ojos serenos en un pizarrón blanco que reza: “El machismo mata”.
“Dejar de ser violento no depende de una fórmula mágica; debe haber un compromiso contigo mismo”
Rubén Guzmán es un “facilitador”. Un terapeuta de Gendes que trabaja “con hombres que deciden dejar de ejercer violencia”.“Aquí vienen hombres que deciden dejar de ejercer violencia porque esto no es una fórmula mágica –aclara el terapeuta nada más iniciar la plática con Animal Político-. Es decir, tú tienes que tener el compromiso contigo mismo para asumir tus violencias, hacerte responsable de ellas, y darte cuenta lo que implican en tu vida y en la de los demás”.
Ese, apunta, es el primer paso crucial para empezar a trabajar en el problema, “porque en muchos de los casos, los hombres llegan aquí sin asumirse como violentos ni machistas”.
“Por ejemplo, una gran mayoría piensa que la violencia es solo golpear a la pareja. Pero no son conscientes de que hay muchos otros tipos de violencia, como la violencia emocional, la verbal –insultos, amenazas y menosprecios-, la violencia física de contacto –desde agarrar por el brazo a la fuerza a la pareja, hasta las agresiones físicas-, la violencia de contacto alrededor –manoteos, aventar cosas, señalar amenazando-, o la violencia sexual -desde la infidelidad hasta la violación-.
Por eso, el terapeuta explica que en Gendes se aplica un modelo de intervención a través de dos cursos –de terapias de dos horas a la semana durante un año aproximadamente y con un costo simbólico de 100 pesos-, en el que se desarrolla un esquema que permite “deconstruir” todos los componentes que tienen que ver con el pensamiento machista que desemboca en la violencia: desde qué percibía el hombre en su espacio físico al momento de cometer violencia –qué veía, olía, escuchaba- a los pensamientos que tenía en el momento de ejercerla, los códigos machistas que empleó para justificarse –”las mujeres no paran de quejarse hasta que las golpeas, por ejemplo”-, hasta la autoridad que asumió para sentirse superior a su pareja -“soy el hombre y merezco respeto”.
Además, se enseña al hombre “a trabajarse”. A conocer cuáles son las señales del cuerpo que advierten que se va a entrar en la llamada “frustración fatal”.
“En el modelo se trabaja mucho con las señales del cuerpo. Es muy importante saber qué pasa dentro de nosotros cuando estamos a punto de tronar, para antes de cometer violencia hacer una señal previamente acordada con nuestra pareja y hacer un retiro por una hora”, expone Guzmán, quien detalla que en el modelo los hombres asumen 10 compromisos que deben cumplir con el apoyo del resto de compañeros. Entre esos compromisos, por ejemplo, está no buscar a la pareja cuando se aplique el retiro, respetar las opiniones de las demás personas, escuchar a la pareja, mantenerse sobrio durante todo el programa, o avisar al resto de compañeros cuando rompa algunos de los compromisos.
El otro punto clave del modelo –y tal vez el más complicado de poner en práctica- consiste en “desaprender” los códigos machistas que llevan a los hombres a tomar la decisión de cometer violencia –en Gendes se enseña que la violencia “siempre es una decisión” que toma la persona-.
“Algo que les decimos a los compañeros cuando entran es que la violencia se aprende con la cultura; es decir, no es algo con lo que nacemos. Por eso, desde esa perspectiva, si aprendemos la violencia a través de la cultura, consideramos que también podemos desaprenderla también con la cultura”, argumenta Guzmán.
“Pero claro –advierte a continuación-, el proceso no es fácil, porque implica darnos cuenta de los privilegios que tenemos sólo por el hecho de ser hombres. Es decir, yo soy el proveedor, el que da los permisos en casa, el que tiene el control del dinero, el que tiene la voz de mando, el que lo avala todo, y el que tiene siempre la última palabra. Y como tengo esos privilegios, pues me toca ser atendido por la mujer. Por eso, dejar morir esa autoridad es algo muy complicado”.
“Desde el sector público se invisibiliza al hombre y se prioriza a la mujer”
“Debemos entender que mucho del andamiaje cultural que sostiene a un país como México tiene que ver con sistemas de creencias machistas que los hombres siguen a ciegas”, plantea por su parte Mauro Antonio Vargas, director y fundador de la asociación Gendes, la cual tiene sus instalaciones en la Ciudad de México.“Por eso, nuestra apuesta es ofrecer una alternativa a las medidas punitivas, creer en el ser humano, en la posibilidad de cambio para que, a través de estos grupos de reeducación, los hombres puedan desaprender el machismo y reaprender alternativas a esa masculinidad machista”, recalca Vargas.
En cuanto a las políticas públicas que existen en México para combatir el problema de la violencia machista, desde la perspectiva del hombre, el director de Gendes asegura que el trabajo apenas acaba de comenzar.
“En términos de política pública, el trabajo con enfoque desde el punto de vista del hombre que comete violencia es muy reciente. Es un chiquisegundo lo que se lleva trabajando en esto”, insiste Vargas, quien apunta a la Ley General de Acceso de Mujeres a una Vida Libre de Violencia, que se promulgó en el año 2007, como el punto de partida de esos trabajos.
“Estamos hablando de apenas nueve años. Y lo que se ha generado hasta el momento es todavía muy incipiente”, añade Vargas, quien no obstante admite que sí se han llevado a cabo acciones, por ejemplo, desde el Centro Nacional de Equidad de Género y Salud Reproductiva (CNEGySR), de la Secretaría de Salud, donde se trabaja “un programa de reeducación para víctimas y agresores en situaciones de violencia de pareja, que ya se está aplicando en casi toda la República”. O también desde el Centro de Investigación Victimológica, de la Procuraduría de la Ciudad de México, “donde dan terapias breves o nos canalizan hombres que no pueden atender allí”.
En cualquier caso, dada la gravedad de la problemática de la violencia machista en México –en 2014, el CNEGySR informó que hasta mil 883 mujeres -5 al día- ingresaron a un refugio víctimas de violencia a manos de sus parejas, mientras que en siete años, de 2008 a 2014, hicieron lo propio un total de 12 mil 651 mujeres-, Mauro Vargas considera que el esfuerzo desde la política pública es todavía insuficiente, especialmente a nivel presupuestario.
“Desde el sector público se invisibiliza al hombre como sujeto de atención para muchos efectos. Es cierto que se prioriza a la mujer y eso está bien. Pero para poder articular acciones para prevenir y combatir la violencia en los hombres, también se requiere completar la pinza. Porque si tú empoderas a la mujer, pero el hombre sigue igual, pues el problema va a continuar existiendo”, concluye el director de Gendes.
Para saber más sobre Gendes puedes acceder aquí a su página web.
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