Editorial La Jornada
En su informe anual sobre México, difundido ayer, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señaló que nuestro país pasa por una
una grave crisis de violencia y de seguridad desde hace varios años, debida en buena parte a la
guerra contra el narcotráficoimpulsada por la pasada administración calderonista –que no ha experimentado
cambios sustancialesen la presente administración– y por el reforzamiento de la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, lo cual ha
desatado aún mayor violencia, así como violaciones graves a los derechos humanos en la que se observa una falta de rendición de cuentas. Sobre el crimen perpetrado en Iguala el 26 de septiembre de 2014, en el que fueron asesinadas seis personas y a raíz del cual 43 estudiantes normalistas continúan desaparecidos, el organismo internacional afirmó que es
un ejemplo emblemático de la aparente colusión entre agentes del Estado e integrantes del crimen organizado, y subrayó que es muestra de las
graves deficienciasde las investigaciones en este tipo de casos, como la
impunidad estructural y casi absolutaen los crímenes que tienen lugar en el país.
En cuanto a las medidas del actual gobierno para enfrentar esa
crisis, la CIDH las consideró deficientes e insuficientes y señaló que
existe
una profunda brechaentre las instituciones legislativas y judiciales y la realidad que padecen millones de personas.
La respuesta oficial, emitida por medio de un comunicado de prensa, se limitó a descalificar el informe con el argumento de un
sesgo de su metodología inicialy a enumerar las acciones adoptadas para hacer frente a la situación. El documento de la CIDH, a decir del gobierno mexicano,
no refleja la situación general del país y parte de premisas y diagnósticos erróneos, ignora los avances y deja de lado
la numerosa información que el Estado mexicano le entregó.
El encontronazo gubernamental con la instancia hemisférica de
derechos humanos es, sin duda, preocupante por cuanto agudiza el
creciente descrédito internacional del régimen, agravado por numerosos
señalamientos negativos en materia de corrupción y violaciones a las
garantías básicas. Pero la colisión más grave no es con la CIDH, sino
con la realidad.
Aun dejando de lado episodios tan agraviantes como el de Iguala –en
el que fuerzas del Estado, coludidas con la delincuencia organizada,
asesinaron y desaparecieron a decenas de personas–, el de Tlatlaya –en
el que hay indicios sólidos de ejecuciones extrajudiciales por elementos
del Ejército– y otros muchos casos emblemáticos del deterioro del
estado de derecho en el país, el hecho es que las cifras oficiales
registran más de 48 mil homicidios dolosos en los primeros tres años del
actual sexenio, además de miles de desapariciones forzadas, en lo que
constituye un saldo equiparable e incluso superior al de la
estrategia de seguridad públicadel calderonato.
Lo anterior implica que el gobierno sigue siendo omiso en su
responsabilidad fundamental y prioritaria, que es preservar la paz
pública, brindar seguridad a los habitantes y garantizar su derecho a la
vida. Si a esa falta inexcusable se agrega el conjunto de atropellos y
agresiones de que ha sido víctima la población civil por servidores y
funcionarios públicos, así como la persistente impunidad como saldo de
un mal ejercicio de procuración, resulta difícil negar que el país
atraviesa por una crisis gravísima de derechos humanos y por una falla
sistémica de las instituciones de seguridad pública y de procuración de
justicia.
El primer paso para resolver los problemas consiste en admitir su
existencia. Resulta desalentadora, por ello, la negativa oficial a un
diagnóstico que refleja de manera precisa la exasperante realidad que
sufren millones de personas en el territorio nacional.
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