2/28/2016

Ayotzinapa y la Alegoría de la caverna



Lilia Mónica López Benítez*
La Jornada
Se ha publicado en demasía sobre Ayotzinapa. En favor y en contra. De lo que se ha hecho y de lo que falta por hacer. A primera vista, los espacios para la reflexión se acotan; sin embargo, Ayotzinapa exige deliberar en forma distinta a las conspiraciones, las verdades a medias, al balance político y a la nota roja.
La otra lectura, la propuesta, es justipreciar Ayotzinapa como interrogante de la educación pública y como política prioritaria de la agenda de justicia de este país.
En La república, Platón sostiene que el ejercicio del poder político únicamente genera bien común si los dos principios más importantes, libertad e igualdad, conservan una simetría perfecta entre todos los miembros de la polis. El motor de la ciudad no se genera por acciones coercitivas o manipulación como formas representativas de la corrupción, sino por la educación como mecanismo de justicia. La educación, decía, destierra a las almas corruptas.
La belleza de este argumento obliga a cuestionar: ¿Qué representa Ayotzinapa en términos de educación como objeto de la justicia distributiva?
Regresemos a Platón. En la Alegoría de la caverna afirma que la ignorancia es como una cueva oscura, en la que no hay más que rastros de seres débiles que poco o nada pueden distinguir, ya que desconocen la luminosidad; por tanto, no perciben las formas. Estos seres viven confinados en un mundo estrecho donde sólo distinguen una luz tenue que refleja las sombras de unas marionetas operadas por titiriteros en lo alto de la caverna.
En la alegoría, la oscuridad es la limitación humana para acceder al conocimiento. Es la falta de valores, pero lo interesante se centra en los hilos de los títeres que equivalen a la realidad opresiva de los moradores de la cueva. Algunos habitantes logran salir para descubrir una realidad alternativa. No tardan en regresar para dar noticia de un mundo de luz, de conocimiento. La inmensa mayoría duda del resplandor. Su vida de sombras e hilos los aprisiona en su eterno confinamiento.
Si asumimos que Ayotzinapa representa un rompimiento entre formas sociales obsoletas y procesos de participación alternativos, el argumento se traduce en la identificación de los puntos ciegos del Estado, donde prevalecen la carencia de bienes públicos, la marginación que ausenta a muchos de la toma de decisiones y la discriminación como resultado fatalista de la pertenencia a las castas inferiores.
Para los estudiantes de las comunidades rurales, el acceso a las escuelas normales representa una salida de la cueva. Y aun así, enrolarse en la educación supone, platónicamente hablando, que dichos jóvenes tienen que sobreponerse a la segmentación de la educación.
En un Estado con cobertura universal educativa, como el nuestro, la educación privada sería intrascendente; sin embargo, evidencia el elitismo y la conformación de grupos cuyo acceso a las decisiones es mucho más claro y directo.
La presencia de la educación privada genera una competencia inequitativa, especialmente en las regiones con mayores índices de discriminación. No en vano la pobreza extrema, el nivel de educación formal y la procedencia son variables significativas de la marginación social.
Cuando entre las esferas sociales y económicas más privilegiadas se asume que la educación privada es mejor que la pública, la justicia no está garantizada y la sociedad en conjunto fracasa en su intento de proveer a los estudiantes de idénticas capacidades para su futuro. Lo que denota que algo estamos haciendo mal.
No se trata de limitar la matrícula en escuelas privadas. Quien paga decide, es un principio de libertad económica. Se trata de subrayar que, además de elevar la calidad de la educación pública, también se debe equiparar el valor personal de todos los estudiantes por igual.
Lo anterior supone un efecto de justicia redistributiva que da capacidad real a los jóvenes integrantes de los grupos en situación de vulnerabilidad de escapar de la pobreza endémica, tal y como los aventureros salen de la cueva.
En esta perspectiva, el significado de atender una infraestructura educativa debe tener un efecto de maximización de la calidad, que consiste en articular todos los niveles de educación y hacerla accesible para la totalidad de los estudiantes del país, sin excepción.
Independientemente de los datos duros que arrojan las estadísticas, es moralmente inobjetable que una deficiente calidad de la educación afecta a la población estudiantil al no contar con la misma canasta de herramientas para competir con sus pares. La justicia redistributiva, en este caso, queda definida como la capacidad de todos, sin distingo, para adquirir el conocimiento.
La desigualdad social es resultado de la historia de marginación por la que algunos educandos atraviesan en el sistema educativo, y, en esta asignatura pendiente, el Estado tiene el mismo objetivo y responsabilidad de diseñar e impartir educación de calidad para todos los sectores de la población.
En términos de la agenda de justicia, Ayotzinapa y la Alegoría de la caverna se conjugan en la creación de capacidades y formalización del conocimiento para luego humanizarlo.
En suma, la falta de educación es causa de la coerción brutal y de la violación de los derechos humanos. Transgresión constante a la vida digna. Para romper este ciclo vicioso se requiere de igualdad.
La educación, como señala Platón, también debe ser simétrica para ser inclusiva y justa, y debe desembocar en un choque civilizatorio para que la miseria de unos no sea la moneda de cambio de otros que, por premeditación u omisión, no atienden el reclamo que Ayotzinapa ilustra sobre la impartición de la justicia educativa.
Al final, el valor de un profesor es el mismo que el de un juez: los dos imparten justicia.

*Magistrada federal y académica universitaria

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