Guillermo Almeyra
Periódico La Jornada
Muchas veces la
protesta social se expresa deformadamente a falta de canales claros y
directos. En algunos países, como en Francia, lo hace mediante un
aumento brutal de la abstención, para castigar a los partidos
supuestamente democráticos o izquierdistas que deberían encauzar las
luchas.
En efecto, si las derechas crecen, por lo general, no es porque en
esos países ganen votos, sino porque el centroizquierda los pierde hacia
el
partido del no voto. En otros, quienes están insatisfechos con el sistema apoyan transitoriamente a falta de mejor opción a partidos o dirigentes reformistas y centristas que ofrecen un vago cambio político, pero dentro del capitalismo. Esos dirigentes y partidos –Tsipras, Iglesias, Syriza, Podemos– no engañan a quienes los votan, pues no ocultan que presentan, como si fuese nueva, la posición del Partido Comunista Italiano eurocomunista de hace 40 años y dicen que su modelo es Enrico Berlinguer, un reformista honesto y fracasado que no impidió la desaparición de su partido. O, como Iglesias, elogian la política de Tsipras y declaran querer imitarla mientras negocian con el rey y con el Partido Socialista Obrero Español su ingreso en un eventual gobierno
capitalista progresista(si este calificativo significa algo).
La posibilidad de una traición de esos dirigentes y la extrema
vaguedad de sus programas no pasan desapercibidas, pero reciben, a pesar
de eso, los votos de millones de personas, que esperan desestabilizar
con su sufragio a los partidos y clases dirigentes, y hasta el apoyo de
militantes de izquierda que quieren acompañar a las masas hasta en el
error y que, por consiguiente, en Syriza o Podemos engulleron o tragan
sapos todos los días.
Otras protestas deformadas son aún más conservadoras. Por ejemplo, la
de los sectores populares argentinos que, para castigar a los corruptos
y reaccionarios represivos y prepotentes del gobierno kirchnerista,
salieron de Guatemala para caer en Guatepeor, votando por los
representantes de la derecha peronista y de las trasnacionales. O los
más de dos millones y medio de ex votantes chavistas que, sin ser ni
proimperialistas ni reaccionarios, abrieron el camino a la reacción y a
Washington.
En países sin tradiciones democráticas y laicas, en los cuales el
papel de los sacerdotes, para bien y para mal, ha sido siempre muy
fuerte, la protesta social puede también canalizarse por la vía del
enfrentamiento directo; por un lado, entre la religiosidad popular y,
por el otro, la utilización exclusiva que hacen las clases dominantes de
la religión como policía del espíritu y matafuego social. También puede
provocar en los países cristianos una ruptura de hecho entre la Iglesia
(católica o protestante) de los pobres y oprimidos (los Camilo Torres,
la teología de la liberación, los Samuel Ruiz y, anteriormente, los
Hidalgo y los Morelos, excomulgados por la curia de su época) con los
jerarcas de sus respectivas iglesias.
La religiosidad popular, sin duda, tiene fuertes componentes
conservadores y reaccionarios (como en el caso del salafismo promovido
por Arabia Saudita y el Estado Islámico, antiimperialista, que ésta
protege). Sobre todo refuerza la dependencia de una divinidad y de sus
supuestos representantes en contra de la autoconfianza y del pensamiento
crítico de las individualidades, que son indispensables para la
liberación social. Pero mantiene elementos comunitarios (la unión de los
fieles), solidarios (haz bien sin mirar a quién), igualitarios (la
creencia en la igualdad del género humano), fraternales, caritativos,
todo lo cual opone ese tipo de religiosidad sincera a la religiosidad
represiva de los ricos, que es sólo un pasaporte para conservar su
riqueza y su poder.
El papa Bergoglio llegó a México –en abierta violación del
carácter laico del Estado– invitado por los ricos y la jerarquía
católica con fines conservadores y estabilizadores del gobierno y del
sistema. Pero fue adoptado masivamente por católicos, creyentes o no, de
origen popular para pedir paz y un cambio social, cosas ambas
incompatibles con el sistema, el gobierno y sus agentes.
El monarca absoluto de una Iglesia rica y poderosa y único intérprete
de una fe no puede ser jamás ni democrático, ni progresista, ni mucho
menos liberador. Pero en México, como antes en Ecuador y Bolivia, el
problema no reside en quién es el Papa, sino en cómo ven su viaje y su
presencia millones de indígenas y campesinos cuya fe indudablemente no
es la del pontífice o la de los curas. Porque, como pasó en la
Revolución Mexicana, aunque esa fe sea conservadora, puede ser también
anticlerical y estar en las antípodas de la de la jerarquía
eclesiástica.
Francisco lo entendió y criticó tibia e indirectamente a la jerarquía
católica y al poder, al mismo tiempo que se esforzaba por apuntalar el
conservadurismo en la religiosidad popular (reforzando, por ejemplo, el
culto de la familia que el capitalismo disgrega y destruye). Para la
gente que lo utilizó para su protesta mansa, lo primero es lo que
quedará y se magnificará en el recuerdo. Por eso, la sensación de “¡Uff!
Salimos del trance… ahora sigamos como siempre”, del gobierno y del
Sanedrín local, durará poco.
En 1945, los obreros azucareros y cortadores de caña de la provincia
argentina de Tucumán antes de lanzarse a la huelga sacaban a la Virgen
en procesión solemne. Los comerciantes cerraban entonces sus negocios a
cal y canto y la policía se armaba y atrincheraba porque, si la imagen
policromada fracasaba en su intermediación –como sucedía siempre– le
tocaba el turno a la Santa Lucha de Clases y las cosas se ponían
invariablemente color de hormiga…
La enorme protesta, ingenua y pacífica, de los pobres de México, es
apenas un peldaño en su toma de conciencia. Quienes esperaban que el
Papa trajera un cambio se desilusionarán, pero en su inmensa mayoría no
se resignarán. Por el contrario, han visto que millones de personas
sienten lo mismo en todo el país. No sería de extrañar que recordasen,
creyentes o no, lo de
a Dios rogando, pero con el mazo dando. Así sea.
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